MOVIMIENTO OBRERO           

Todos oficios que sirven para comprender que es la cultura del trabajo

 

Un retrato vivo de la cultura del trabajo

 

Producción periodística Haydée Dessal y Elena Luz González Bazán especial para Villa Crespo Digital

 

Uno de los trabajos muy consultados en nuestro portal, lo ofrecemos en el nuevo formato
 
Este es el mundo de los oficios en la Buenos Aires y algo más... retratos de muchos...

La Cultura del Trabajo

17 de enero del 2009

Los oficios son algo desaparecido del mundo laboral, hoy encontrar un herrero, un matricero, un tornero es algo casual, especial, difícil. Lo que se ha perdido es la cultura del trabajo, o mejor dicho nos han hecho perder, nos han arrebatado la Cultura del trabajo.

Los oficios eran y son una esperanza laboral, de vida y de solidaridad. Las grandes luchas, los grandes movimientos se han dado alrededor de los trabajadores en todo tiempo, espacio y lugar. Por ende, el trabajo, la labor diaria, el aprendizaje es esencial en el mundo laboral.

Esto que ofrecemos, a partir de una recopilación especial es parte de estos oficios que había y que se terminaron por el avance tecnológico, de las artes y oficios y otros porque fueron desplazados por otras formas de trabajo.

La mayoría de ellos eran oficios habituales en la Ciudad de Buenos Aires, formas de trabajo hacia las décadas del siglo XIX y XX retratados por diarios, revistas y otros. Es una compilación que nos introduce en la historia, en la memoria colectiva y nos marca nuestra identidad.
Esta es la semblanza, son varios y cada uno desconocido, seguramente, para las generaciones nuevas, algo para leer, conocer y pensar...

El Deshollinador

El trabajo era bastante sucio, pese a la elegancia vetusta de la vestimenta. Montados en sus bicicletas los deshollinadores pedaleaban con una soga de cuarenta metros, un plomo, un cepillo, una cadena y tres baquetas: una larga, una mediana y una corta, además de un cepillito de cerda, de mano, de unos cuarenta centímetros de largo. Así recorrían las calles camino a cumplir con sus tareas, que sin lugar a dudas facilitaban el ingreso de Papá Noel por las chimeneas porteñas.

La revista semanal del diario "La Nación", del domingo 1° de diciembre de 1929 ilustraba con dos fotografías la particular y pintoresca apariencia de un deshollinador de Buenos Aires, trabajador cuya función básica era la de limpiar la parte espesa del humo - el hollín - que se pega en las chimeneas.
Cuenta el pintor Aldo Severi que en sus primeros años infantiles en el barrio de La Boca, al inicio de los ´30, cada vez que aparecía el deshollinador por la plaza Almirante Brown, con su galera y sus cepillos, asustado por esa silueta negra de pies a cabeza que se desplazaba ágilmente en bicicleta, corría a buscar refugio, junto a otros chicos, en su casa de Alvar Núñez 271.

Ya no está el deshollinador húngaro Nicolás Egresi, ni Ruperto Hammer, ni Juan Katzenhofer "primer y único deshollinador práctico con diploma", ni Juan Weber, ni Florencio Domínguez, tampoco Andrés Kramer, ni el francés diplomado Rolando Mino, y la empresa "El Falucho" de Cayetano Raielo ya no existe.
"Este oficio no está en extinción, sino que ya desapareció por completo", decía el deshollinador Omar Bastilla durante un reportaje publicado en un matutino en junio de 1999. Esos señores con su cara tiznada de hollín, vestidos de negro, con levita y galera, son actualmente figurita muy difícil dentro del paisaje porteño. Bastilla, y Leopoldo Benegas son tal vez los dos únicos sobrevivientes.
Benegas, que antes de dedicarse a esta tarea fue piloto de planeadores y fumigador, tiene una interesante cantidad de aparatos de alta presión con los que suple a los tradicionales cepillos.

..."En este tipo de trabajo encontramos de todo -comenta nuestro deshollinador- una vez apareció un cajoncito lleno de dólares, aunque bastante chamuscados. En otra oportunidad fue un cofre con 120 gramos de oro. El que limpia encuentra."

Por su parte, Bastilla cuenta que empezó por casualidad en este oficio hace ya tres décadas.
Era técnico mecánico egresado del Otto Krause y tenía un negocio de motos, pero a raíz de un accidente automovilístico, tuvo que cambiar de vida. Fue entonces cuando su tío eslavo, Iwica Martincevich, lo invitó a integrarse a la empresa "Deshollinadores Los Europeos", que había formado en los años 40 junto a un compatriota y a un alemán que habían llegado a esta tierra queriendo dejar atrás los horrores de la guerra.

Bastilla no utilizó bicicleta, fue el primer deshollinador en moto. Por entonces había calderas a leña, a carbón de coque y a petróleo crudo. Rápidamente aprendió el oficio y comenzó a recorrer temerariamente los conductos de venteo subterráneos, desapareciendo del mundo visible para introducirse en otro tan mágico como lleno de hollín y de inesperadas situaciones. Como aquella vez en que limpiaba una caldera y quedó atascado. ..."Me metí en un conducto para destapar un codo, entré muy justito. Cuando quise salir no pude. Comencé a escuchar los ruidos que hacía el fogonero al preparar fuego para echar a la caldera, fue entonces cuando empecé a gritar y gritar. Me sacaron los bomberos."...

Cuenta la leyenda europea que ver un deshollinador durante la mañana trae suerte, considerando su supuesta fobia a la luz del día. Por esta razón muchas veces, queriendo quedarse con algún souvenir - amuleto, al deshollinador le arrancaban algún botón de su levita del tipo jaquet, o un mechón de pelos de la baqueta, porque como suelen justificar algunos "no hay suerte dada sino arrancada".

Los pelos de la baqueta son alambres retorcidos hechos a mano por el propio deshollinador, sacando esos pelos el cepillo se afloja, hasta que llega a desarmarse totalmente.
Con el paso del tiempo, los cambios de hábitos y los adelantos tecnológicos, la combustión producida por el carbón y el petróleo fue perdiendo espacio frente a la producida por el gas, con un residuo de hollín - residuo graso de la combustión - cada vez menor.

Los servicios que se hacían una vez al mes pasaron a ser anuales, o cada dos años, según el tipo de quemador, lo que significó "la sentencia de muerte del deshollinador".
La Guía Telefónica edición 2000/01, en sus Páginas Amarillas, incluye sólo dos empresas de deshollinadores, la ya mencionada "Los Europeos", y "Aquae".
La iconografía de este oficio ofrece varias fotografías y algunos notables dibujos, como los de Pablo Fabisch y Huadi, entre otros.

Aquel que era el mago negro
en destapar chimeneas
de estos barcos de cemento
sin anclas y con veredas.

Emilio Breda. "El deshollinador".

Clínica de Muñecas

"Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben y que, sin embargo existen y dan honra y provecho a quienes lo ejercen.
Una de estas menestralías es la de componedor de muñecas.
Porque yo no sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban o se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se dedicaran a tan levantada tarea
Llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente del ventanal, este letrero: Se refaccionan muñecas. Precios módicos.
Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer en nuestra ciudad..."

Roberto Arlt. "Aguafuertes Porteñas" (Taller de composturas de muñecas).
"...Ahora está la bella durmiente con las mejillas
color cera
y ya no tiene los colores
de la silvestre rosa irlandesa.
Ahora está blanca la yacente
adolescente en su cajita
Y sobre ella la tristeza lanza su breve
transparente lluvia sutil..."

Raúl González Tuñón. "Clínica de Muñecas".
Algunos memoriosos se acordarán de la Clínica y Hogar de Muñecas "Don Andrés", que atendió por los años 50 en su local de la calle Tacuarí 465; o de "Bebefix Famosa Clínica", en Rivadavia al 5100; de la "Clínica Argentina de Muñecas" de Triunvirato al 4900, o del "Sanatorio de Muñecas" de Montevideo 673. Hoy ya no están.

Recorriendo el Buenos Aires de principios del nuevo milenio, a más de 65 años que Roberto Arlt escribiera sus "Aguafuertes Porteñas", encontramos dos clínicas de muñecas, tal vez haya algunas más. Recuerdo una que hubo en el primer piso de Rosario y Centenera, con entrada por esta última, sobre el café de la esquina, el "Puerta del Sol".

Hubo otra en la calle Agrelo al 3600, que luego se mudó a la avenida Belgrano, se llamaba "Alfa". Su "cirujano" y dueño era Julio Roldán. En la clínica, Julio desarrolló su trabajo, ya sea haciendo restauraciones, cambiando ropas, ojos o pelucas, o bien realizando a la manera de la "haute couture", diseños exclusivos. Los estantes mostraban a las muñecas internadas a la espera de tratamiento, o convalecientes de la intervención: antiguas, modernas; de pasta, de porcelana, de celuloide; bebotes, "niñitos de Dios"; con ojos de cristal o de vidrio; musicales y con discos para hablar, llorar o reír. Uno de los trabajos más interesantes que recordaba su dueño lo tuvo que hacer cuando le llevaron para restaurar una muñeca de 120 años, autómata alemana de porcelana, con manos y pies de madera, y música a manivela.

"Todo lo que traen - sostenía Julio por el año 1994 - posee un valor afectivo grande y mi responsabilidad es doble: hacer bien el trabajo como artesano, y ser fiel al modelo original, porque los chicos no quieren que les cambie nada." Hoy "Alfa" no existe.
Ahora pasamos a las clínicas que todavía trabajan; una de ellas está en la avenida Santa Fe al 1300, es la prestigiosa "Antigua Clínica de Muñecas", que desde el año 1929 presta sus reconocidos servicios.
La otra clínica es en la calle Salta al 800, barrio de Constitución justo en su límite con Montserrat.

Alejandra Correa, en una bella nota publicada en la revista del diario "Clarín" del 26 de septiembre de 1993 decía: "Hasta el viejo hospital de las muñecas, llegó Shirley Temple mal herida... A diferencia de aquella canción popular que tenía como protagonista a Pinocho, aquí el 'hada protectora´ es un mago que lleva el nombre de Antonio Caro.

Shirley Temple, una de aquellas antiguas muñecas importadas, de pasta, que fueron el desvelo infantil de las niñas de antaño, ha sobrevivido a la marea del tiempo, las mudanzas y los juegos, y hoy deja curar sus heridas por las expertas manos de este cirujano de muñecas: don Antonio, el poseedor de los secretos de un oficio que se encuentra en vías de extinción".

Antonio Caro, está al frente de la clínica desde 1941, él mismo nació en una casa de muñecas, en un negocio fundado en 1896 por su padre; don Francisco, un escultor catalán, nacido en Tortosa; que quedaba en Lima e Independencia. Los Caro tuvieron dos negocios más, uno en Talcahuano al 800 y otro en Gaona al 3600, a cargo de la esposa de Francisco y mamá de Antonio, doña Herminia Dolz, también catalana. En el año 1968 Antonio se instaló en el local que aún ocupa, a menos de dos cuadras del de Lima, siempre alrededor de la Casa de Ejercicios Espirituales.

Al referirse a su tarea, don Antonio dice: "Una cosa es arreglar una muñeca de porcelana y otra muy distinta, una de plástico, mecánica. Tuve que ir perfeccionando el trabajo, hacer un poco de mecánico, de electricista, para poder arreglar este tipo de muñecas. La época de oro de esta actividad fue en los años 30 y 40, imagínese que en la calle Tucumán, en una misma cuadra, al 1000, había dos clínicas de muñecas".

Caro tiene en la trastienda todos los elementos y piezas para poder realizar con éxito su intervención. En esta suerte de depósito de cuerpecitos mutilados de goma, paño, porcelana, cerámica, yeso o papel maché, las numerosas cabezas de pasta alineadas en los estantes, parecen observar sonrientes nuestros movimientos, sin despegarnos la mirada, pese a algún que otro párpado caído.
En una pequeña mesa de madera, Caro renueva ojos, cose cuerpos de género, hace implantes de cabello, maquilla, laquea las piezas y confecciona pelucas, que en muchos casos son de pelo natural que le llevan los clientes.
Don Antonio, un verdadero cirujano plástico de "Gracielitas", "Marilús", "Pierangelis", "Peponas" y "Mal criados", recibe encargos desde Italia, Australia y Estados Unidos.

Al salir desde la vidriera nos despide un busto de Florencio Parravicini, obra de don Francisco. "Para mí esta escultura de papá es un tesoro, - confiesa Antonio- pese a varias ofertas que recibí nunca lo vendí, jamás me desprendería de ella".

El Fileteador

"Gardeleando definidos firuletes
Con colores de los genios inmortales
Dragoneaste tu pintura en los frentes
De carruajes empilchados...populares.

Julio C. Brittez. "Untroib".
El ensayista inglés Reyner Banham en su visita a Buenos Aires durante los años 60, quedó deslumbrado por los dragones, arabescos y gardeles que lucían los colectivos, los "Bus Pop", como luego los llamaría en un artículo publicado en Londres. "El colectivo vive mejores circunstancias en su jungla suburbana y los fileteadores también en su limbo cultural; este pop subterráneo es mucho más vital y gratificante que el institucionalizado e imitativo pop de la galería del Instituto Di Tella...".

En Holanda, Martiniano Arce fileteó un ómnibus al estilo de nuestros colectivos, y el resultado fue un verdadero éxito. El Museo del Hombre de París se interesa por el filete porteño y registra toda la documentación existente al respecto. En 1970, el pintor Nicolás Rubió y su esposa, la escultora Esther Barugel, luego de un minucioso trabajo, ampliaron el panorama del filete, al sacarlo de la exclusividad de los talleres de carrocerías y darle categoría artística. "La gran corriente inmigratoria buscó nuevas modalidades para expresar su sentir, y es por ello el filete una amalgama de influencias hispánicas (dragones, simetrías y escenarios), italianas (el origen mismo de este arte) y sajonas (letras góticas y diseños), así como Buenos Aires es una amalgama de cultura".

Conocí personalmente a don León Untroib, maestro de fileteadores, en 1984. En la Biblioteca Municipal de Toulouse, Francia, se iba a realizar la exposición denominada "Le Tango de Carlos Gardel", y su organizadora Anne Marie Duffau, deseaba poder exhibir "un trabajo de esos muy coloridos, que se hacían para decorar y distinguir los carros y los camiones", y que ella consideraba, y bien, característicos de la ornamentación popular de Buenos Aires. Estaba pidiendo un filete. No tuve ninguna duda, debía ver al maestro Untroib. Fue así que después de haber hablado telefónicamente, llegué al 1900 de la calle Catamarca, entre Brasil y Pedro Echagüe, a metros del Instituto Bernasconi, en el barrio de Parque de los Patricios. En su casa - taller lo conocí personalmente, junto a su esposa Emilia. Luego de contarle el motivo de mi visita, León dijo: "Voy a hacer el filete y lo donaré para esa ciudad". En noviembre de 1984 la imagen de Gardel, con su sonrisa franca, acompañada por elegantes curvas y volutas, ocupaba un lugar de honor en la exposición. Los visitantes se fotografiaban a su lado.

Untroib nació el 25 de diciembre de 1911 en Ostrow, provincia de Wolyn, Polonia. Su padre se dedicaba a la decoración de arcones. Allí comenzó su aprendizaje. La familia decidió viajar a América, y en octubre de 1923 llegaban a Buenos Aires.
A los trece años su padre le confió la responsabilidad de dibujar unas azucenas en dos jardineras que eran utilizadas para el reparto de pan. "Lo hice tan bien que al año siguiente comencé a trabajar solo". León amaba su oficio y reconocía como precursores a Salvador Venturo y a Miguelito, su hijo; a Vicente Brunetti y sus hijos Enrique y Alfredo; a Pedro Unamuno; a Laureano Ferrer; a los hermanos Assante; a Alejandro Mentaberri; a Cecilio Pascarella; a Natero; a Ernesto Magiori; a Federico González Irigoyen, y a Carlos Carboni.

León nos contaba que el corralón que había en Los Patos entre Colonia y Luna, era como una verdadera exposición de carros fileteados, especialmente de lecheros, como el de don Diéguez, quien lo paraba orgullosamente en la puerta de su casa, en Uspallata y Colonia antes de iniciar el reparto.
Untroib trabajó muchos años pintando carrocerías y cajas de camiones en el taller "La Véneta", y sus fileteados siempre lograron aquello que consideraba lo más difícil: la unidad. Eran los tiempos de oro del filete.

"T.B.C. y T.D.G.", "Gracias a los viejos", "Anda que te cure Hortensia que Lola está de licencia", "Nena que curvas y yo sin freno", o "El Morocho del Abasto" eran algunas de las inscripciones, generalmente en letra gótica, que acompañaban a los sutiles delineados, a las banderas, las sirenas, los dragones, las flores de cinco pétalos, o las imágenes encerradas en círculos de Gardel, San Martín o la Virgen de Luján.

Entre las obras de Untroib no aplicadas a vehículos destacamos la puerta de la legendaria "Corrientes 348"; la placa boquense ubicada en Suárez y Necochea, esquina mítica del tango, y el mural de la estación "Carlos Gardel" de la línea B de subterráneos.

En 1975 la Secretaría de Transportes de la Nación prohibió expresamente el fileteado en los colectivos, considerando a esta ornamentación como excesiva y caótica. Esta prohibición, que todavía está vigente, impulsó al filete "de caballete".
Untroib vendía tablas en su famoso puesto de la Plaza Dorrego; Carboni fileteaba camioncitos de juguete, y Martiniano Arce los llevaba a la tela, como en aquella serie de Gardeles realizada con el pintor Aldo Severi.

La bondad y la calidad humana de Untroib se reflejaban en su mirada, en cada uno de sus gestos y en sus palabras, como cuando destacaba, encendido, la obra de cada uno de los colegas que mantienen vivo al filete, como Luis Zorz, Ricardo F. Gómez, Enrique y Martiniano Arce, Juan Carlos y Roberto Bernasconi, Andrés Vogliotti, Armando Miotti, Alfredo Martínez y Jorge Muscia.

En noviembre de 1994 el refugio de la calle Catamarca quedó en silencio. El olor de las lacas todavía impregnaba el ambiente. En la oscuridad de la noche surgió inesperadamente una música como aquella que lo acompañaba siempre, y las sirenas con los dragones y las flores con los pinceles por él fabricados bailaron una última danza en su homenaje. Don León había fallecido.

El Mateo

"Mateo" es la primera pieza teatral, que su autor, Armando Discépolo (1887-1971), califica como "grotesco" dentro de su producción. Consta de tres cuadros y fue estrenada el 14 de mayo de 1923 en el Teatro "Nacional". Dice Luís Ordaz: "Don Miguel, el antihéroe de Mateo, es un humilde cochero de plaza -de las hasta entonces llamadas victorias-, y es el nombre del caballo el que da título a la pieza. Don Miguel, con su mentalidad detenida en el tiempo (por conformación y hábito), es arrasado por el torrente del progreso civilizador, simbolizado en este caso por el ruidoso y prepotente automóvil". Don Miguel se ve envuelto en una serie de situaciones con exterioridad risible y trasfondo dramático.
Desde el estreno de "Mateo" a los coches de plaza se les dio ese nombre, y por extensión al cochero, lo que demuestra la resonancia popular que tuvo esta obra del grotesco criollo.

Hacia 1925, los vehículos que circulaban por las calles capitalinas se dividían en partes iguales entre coches de caballo y automóviles. Los coches de caballo eran en su mayoría mateos, dado que aquellos que tuvieron berlinas o coches especiales ya habían sucumbido ante la moda motorizada y la velocidad que ella significaba.

Jorge Ochoa de Eguileor, en el libro "Recuerdos de mi Buenos Aires del siglo XX", lo describe así: "el mateo cumplía su función de medio de transporte para pasajeros, en alquiler. Adelante iba el cochero y atrás los pasajeros, en un asiento con capacidad para tres personas. Si el número era mayor, una silleta, adosada en la parte posterior del cochero, se volcaba permitiendo que viajasen dos más, enfrentados con los primeros".

Como no podía ser de otra manera, el mateo ingresa en el mundo del tango con el tema "Viejo coche", con letra de Celedonio Flores (1896-1947) y música de Eduardo Pereyra:
"Viejo coche, que cuando era
un muchacho calavera
de madrugada ocupé.
Si por pura fantasía
de la milonga salía
y a Palermo me tiré.
Eras nuevo y lustroso
y tu buen caballo brioso
por el centro te lució.
¡Viejo coche, quien diría
que a la larga rodarías
como también rodé yo!

Horacio Scornik, sobrino de los escritores Luisa Sofovich y del genial madrileño Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), en su bello escrito "Recordando a Ramón", de sus "Ejercicios nostálgicos ", dice: "Durante el año ocurrían algunos pocos paseos. Impresiona al recordar, la naturalidad con que aceptábamos lo fuera de serio de sus convites. Ramón era un maestro en lógica infantil. A las 5 de la tarde de un crudo invierno, debía esperarlos en la puerta de casa, frente al Teatro Colón, ellos, Ramón, Luisa y Eduardo pasaban a buscarme en coche de caballos, un mateo. Ramón debía ser el único que los usaba como transporte habitual. Así que íbamos en medio de tranvías y colectivos...". Esto sucedía al inicio de los años 40.

Pascual Galati y su hijo Miguel tienen un corralón de mateos en pleno barrio de Chacarita. En una reportaje realizado por investigadores de la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico cultural de la Ciudad de Buenos Aires, allí entre fardos de forraje y rodeados por los coches, negros en su mayoría, y algunos blancos, ricamente fileteados, don Pascual decía: "Empezó mi padre, hace sesenta años, nosotros seguimos por la tradición, porque otra razón no hay. Hay que tener otro trabajito para poder subsistir, con esto no alcanza para vivir. Mi hijo aprendió a reparar lo que se rompe porque desde chiquito estuvo al lado de mi papá, mirando como arreglaba una rueda, una capota, un elástico. Yo desde que tengo uso de razón ando en esto, hace ya cuarenta años. Mi papá vino de Italia a los 22 años, trabajó en el Mercado de Abasto como changador. En aquellos tiempos, los mateos eran taxis, llevaban unos relojes en el costado, donde ahora están los faroles. Paraban en Plaza Lorea, en Plaza Lavalle, en Constitución, en Retiro... Y así empezó mi padre, de a poco, luchando, trabajando veinte horas por día, como lo estoy haciendo yo ahora. Acá todo lo hacemos nosotros. Limpiamos los caballos, a veces acompañados por algún que otro amigo. Estos caballos son muy buenos, muy mansos, se conducen perfectamente en medio del tráfico. Para nosotros son parte de la familia. Los atendemos continuamente."

En otra parte de la entrevista, comentaba Pascual: "Los mateos se usan mayoritariamente para casamientos, también para algunas filmaciones. Mi papá tiene un montón de películas hechas con Olmedo y Porcel, yo también. Hicimos películas con Sandrini. En ese tiempo se iba a filmar todo en Sono Film. Yo llevé a Xuxa. Mi mateo apareció en la primera película de Leonardo Favio, Crónica de un niño solo, y también en la última, Gatica". Miguel por su parte cuenta: "Me acuerdo que llevé a Marrone, iba al lado mío y estaba chocho de viajar en mateo porque nunca lo había hecho. Llevé a muchos artistas, pero al que más recuerdo es a Marrone, yo tendría 15 años".

Con el paso del tiempo el mateo comenzó a desaparecer, hasta que una ordenanza municipal porteña de 1965 prohibió la tracción a sangre desde Pueyrredón hacia el centro, y otra, dos años después, extendió la prohibición al resto de la ciudad.

En la actualidad sólo quedan unos pocos, autorizados como turísticos, que partiendo del Zoológico, desde la esquina de las avenidas del Libertador y Sarmiento, recorren los bosques de Palermo al ritmo del trote de los caballos, casi siempre acompañado por el tintinear característico de cascabeles.
Al caer la tarde vuelven a sus corralones - refugio, como el de Paz Soldán casi Avalos, o al de Loyola y Fitz Roy. Artistas de la talla de Alcides Gubellini y Roberto Paéz, en pinturas o grabados, supieron interpretar su magia añeja y nostálgica.

El Herrero

El libro "Xilografías Porteñas", editado en 1947 por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, es el tercer título de la serie "Cuadernos de Buenos Aires". Los 25 grabados en madera que lo componen son obra de Juan Antonio. Así firmaba sus trabajos Juan Antonio Spotorno, pintor y xilógrafo porteño nacido en 1905.

Entre las imágenes del libro, en este caso, nos interesan particularmente las llamadas "El herrero" y "Corralón".
El herrero, o herrador, es quien realiza las herraduras, es decir la pieza de hierro curvada que se clava a las caballerías en el casco, o uña del pié. El herrero debe saber cortar el baso que crece, no lastimarlo, y por supuesto, debe saber colocar los clavos con precisión, para que el animal no sufra.
Francisco Casata es el herrero que se encarga de los caballos del corralón de los Galati. Lo hace junto a su hijo Rubén.

En una de las entrevistas que realizara la Comisión para la Preservación del Patrimonio, coordinadas por Estela Castronuovo y Paula Romero Levit, don Francisco dice: "Empecé cuando tenía 12 años más o menos a ´tener pata´, o sea tener la pata del caballo mientras le ponen la herradura. Después, como a los 14, comencé a herrar, aprendí el oficio. En la actualidad tengo mi taller en Villa Bosch, pero a lo de los Galati, por los mateos voy de vez en cuando, les herró los caballos y me voy. En la capital debe ser el único corralón que queda....."

Casata continúa reflexionando: "Como todavía hay caballos, hay trabajo, afuera mucho más, sobre todo por el lado de José C. Paz, Pilar y toda esa zona. Por allá hay muchos botelleros, así que hay muchos caballos, además de otras actividades como desfiles, paseos, etc.".

Rubén, de cuarenta años, en la misma entrevista, comenta: "Desde hace diecisiete que estoy metido en esto, pero siempre lo estuve, ya cuando nací mi viejo era herrero. Tenía la herrería en casa y yo estaba fijándome, mirando todo. Siempre anduve atrás del viejo...".

Alberto Regueira, de ochenta años, recuerda que en 1955 comenzó a trabajar como herrador en la Facultad de Veterinaria de la UBA. Añora las épocas en que habían una o dos herrerías por cuadra. El oficio de Alberto viene de familia, su padre tuvo una en el barrio de La Paternal, frente al Cementerio de la Chacarita. "Dos cortaban el hierro y daban la primera forma a la herradura. Mi papá y yo la colocábamos. Otro iba todos los días a buscar a los corralones los caballos para herrar". La formación de don Regueira fue muy completa, con su padre llegaba a herrar hasta treinta caballos por día, además hizo el curso en la Escuela Municipal de Herradores, que quedaba en Sarandi y Constitución, donde había una buena cantidad de caballos, dado que ahí estaba el corralón de los carros de los recolectores de residuos, "los basureros".

Con la desaparición de los caballos en la ciudad, el oficio se fue perdiendo, aunque en los últimos tiempos, coincide don Alberto con Casata, gracias a los clubes de campo, chacras, estancias turísticas y countries, hay un cierto renacer de la actividad. Regueira se reúne cada 1º de enero con sus pares, en un club de Quilmes, para celebrar el día de San Elois, patrono de los herradores.
"La esquina del herrero, barro y pampa;
tu casa, tu vereda y el zanjón,
y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón..."
Homero Manzi. "Sur".
Para finalizar mencionaremos a la herrería "El Dirigible", que funcionó en la calle Charlone 1730, donde Liberato Rafael Yadarola y su hijo Osvaldo Adolfo, realizaban piezas artísticas de muy buen diseño y notable calidad.

El Afilador

"....y es la flauta del afilador
que recorre la calle Laprida...."
María Elena Walsh. "Vals Municipal".
Originalmente el afilador hacía su recorrido a pié, con su "herramienta" a cuesta, armada en madera, con una gran rueda que en la parte superior llevaba un disco de piedra esmeril que se accionaba manualmente. Una pequeña alcuza mojaba la piedra facilitando el afile de cuchillas y tijeras. Los cocineros, los peluqueros y los sastres fueron los clientes más consecuentes. Con el sonido cordial de su flautín, armado con siete canutillos metálicos o de madera de diferente tamaño que reproducían la escala musical, anunciaba su presencia.

Los afiladores actuales van en bicicleta que con pequeñas adaptaciones responde muy bien a su actividad. Sobre el caño, es decir el tramo que va desde el manubrio al asiento, lleva la piedra de afilar que se acciona a través de una rueda dentada unida al eje de la piedra que se conecta con la cadena de la bicicleta. Con la rueda motriz ligeramente levantada del suelo mediante un pequeño sostenedor, sólo falta pedalear para comenzar a afilar. El brillo de las chispas, agrega un carácter festivo al trabajo.

Don Esteban Simón, de 77 años de edad, desde hace 35 recorre los barrios de Palermo y Retiro, y don Benjamín Ogando, que ya superó los 80, continúa trabajando con su antigua rueda de madera.

Pedro Fernández, español, y de Orense, como corresponde a un afilador que se precie de tal, dado que esta ciudad gallega se conoce como la tierra de los afiladores por excelencia, con ochenta años de edad, recuerda cuando recorría más de cien cuadras por día: " Si uno se sacrificaba podía ganar un pesito más. Después, todo cambió, con la industrialización el trabajo desapareció".

Don Pedro cuenta que aprender el oficio no es fácil, y que hasta puede ser riesgoso. Como certificando sus palabras muestra el dedo índice de su mano derecha con la impronta de una herida producto de la inexperiencia inicial. Con su bicicleta roja y sus piedras anduvo por muchos rincones del país, pregonando su máxima fundamental: "La comida sabe mejor cuando el cuchillo corta bien".

Otros afiladores se instalaron en locales, como Esteban Adam, en San Juan 3843, que además fue un excelente pintor y grabador; Pedro Stocovaz, en Varela al 900 o Nicolás Waldegger en Cabildo al 3100.

El Organillero

"El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba: Irigoyen
Algún piano mandaba tangos de Saborido."
Jorge Luis Borges. "La fundación mítica de Buenos Aires".
Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes."
Evaristo Carriego. "Has vuelto".
"Si algún organito añejo
pasa por el arrabal
o alguien silba, bien o mal,
el tango Derecho Viejo,
nos estremece el pellejo
su responso milonguero
y su réquiem arrabalero
tirita en las calles solas:
es que rezan por Arolas
y hay que sacarse el sombrero."
León Benarós. "Milonga para Arolas".

Ángel del Río López en su libro "Viejos oficios de Madrid" certifica la existencia del código del buen organillero diciendo: "Agárrese el manubrio por el pomo que de madera. Tiene, siempre entre los dedos índice y corazón de la mano, a ser posible derecha, y enfrente del instrumento, mientras que la mano izquierda se apoya sobre la tapa para que los latidos del corazón se transmitan a las notas y así se halle mayor conjunción. Los músculos del organillero siempre habrán de estar relajados para que no se fatiguen y puedan tocar durante mucho rato sin que les venga el cansancio..."
En 1925 Carlos Gardel, grababa en Buenos Aires para la Odeón, en versión acústica, el tango "Organito de la tarde", con letra de José González Castillo y música de su hijo, Cátulo Castillo. "Al paso tardo de un pobre viejo/ puebla de notas el arrabal,/ con un concierto de vidrios rotos,/ el organito crepuscular........"

El organito es un instrumento sencillo. Dentro de su caja contiene un cilindro que tenia grabado cuatro o cinco melodías, que en general eran un tango, un valsecito criollo, una canzoneta napolitana, una tarantela y un paso doble, como para todos los gustos. Dando vueltas al manubrio la música comenzaba a sonar. Junto al organillero, la otra protagonista, cuando había, era "la cotorrita de la suerte". Recordemos de paso, que Gardel el 16 de diciembre de 1927 grabó en Buenos Aires para el sello Odeón, el tango "Cotorrita de la suerte", de Alfredo J. De Franco y José de Grandis, acompañado en guitarras por José Ricardo y Guillermo Barbieri.

Pagando unas pocas monedas, la cotorrita entraba en acción, obediente a la indicación del organillero. Se tomaba su tiempo, hasta que elegía uno entre los papelitos enrollados; a la manera de las entradas de cine numeradas; donde estaba escrita la suerte del "cliente". Demás está decir que las predicciones siempre eran optimistas y simpáticas.

José Barcia, uno de los presidentes que tuvo la Academia Porteña del Lunfardo, decía: "Para reafirmar su derecho a la conquista de Buenos Aires sin distinción de sectores sociales ni de zonas, el tango ganó también la calle a través de los organitos. Los había que se transportaban en carros tirados por caballos -que construía la empresa de Rimaldi hermanos- y los de mano, es decir, los individuales, con cada uno de los cuales cargaba un hombre que iba de casa en casa ofreciendo la musiquita de tango enrollada en pequeños cilindros..."

Héctor Manuel Salvo, más conocido como Manú Balero, siempre con gorra o rancho de paja, se instalaba en la Plaza San Martín o recorría las calles Florida y Lavalle con su organito del año 1884, y sus dos cotorritas, Teresita y Consuelo.
Manú contaba que: "Cuando era muy chico escuché a un organillero y me quedé eclipsado. Y mucho tiempo después, de visita en una casa de antigüedades, escuché la música de un organito y me quedé prendado para siempre. Fue allí cuando comprendí que sería organillero para toda la vida".

Una vez que Manú pudo comprar el organito, cosa que le resultó muy difícil debido a su escasez, se dedicó a estudiar minuciosamente todos sus secretos, convirtiéndose en poco tiempo en un verdadero especialista. "Los organilleros acompañaron a las tropas argentinas en la Guerra del Paraguay, fueron como juglares".

En 1995, cuando parecía que se le retiraba el permiso para circular por la vía pública, mucha gente manifestó su disgusto. El escritor Ernesto Sábato salió en defensa de Manú, a través de un artículo del diario "Clarín" del 10 de julio, pidiendo que se le renovara el permiso de por vida. Luego agregaba: "Alguna vez compuse la letra de un tango titulado Al Buenos Aires que se fue, con música del gran Julio De Caro, en que se habla del tierno instrumento que llevaba la esperanza a las muchachas de barrio en el papelito que le alcanzaba en su pico la cotorra".

Manú continuó con su organito hasta el día de su muerte, ocurrida hace pocos años.
Afortunadamente su hija Beatriz continúa la tradición
"y el último organito se perderá en la nada
y el alma del suburbio se quedará sin voz".
Homero Manzi. "El último organito".

El Zurcidor

"Anciana, doblegada por las penas
Elvira la zurcidora, observa el costurero
que guarda los instrumentos de su oficio.
Los hilos y el gastado huevo de madera
le recuerdan un tiempo
en el que sus ojos aún podían enhebrar la aguja,
y sus manos, ahora temblorosas, podían zurcir y zurcir,
poner un plato de comida sobre la mesa".
Esteban Moore. "Elvira la zurcidora".
Hace años para zurcir alguna prenda había una oferta importante de especialistas, como Artemisie Arakian, María A. Couselo, Victoria Del Río, Alicia y Luisa Ferrer, Ángela Genoni, Onofre Moreno, Manuel Rodríguez o "Antigua Casa Roda" de Montevideo 927 o "La Favorita" de Emilia Roca de Jordana, en Bartolomé Mitre al 800. Hoy ya es distinto.

Rito Oroño es uno de los últimos maestros del zurcido invisible. Tiene su taller en el primer piso de una vieja casa de la única cuadra del pasaje del Carmen, entre Viamonte y Córdoba. Aprendió el oficio de su madre, Mary Estigarribia. Fue el único entre nueve hermanos que continuó con esta actividad. Rito, que tiene 61 años, asegura que "zurcir es muy difícil porque hay un sinfín de tejidos y se necesita una gran capacidad. Unos pocos saben ver el resultado del esfuerzo, pero esos son los clientes que vuelven".

Apoyado en la baranda de su balcón, parece añorar tiempos mejores, mientras espera que alguien golpee a su puerta. Desde hace algunos años los encargos se fueron espaciando, pero Oroño insiste en vivir de su oficio. "Los nuevos tejidos son los causantes de la falta de trabajo, ahora las telas, si así se las puede llamar, no se las puede tejer porque ya no tienen valor".

Entre las situaciones ocurridas a lo largo de los años, Rito recuerda el día en que una clienta le llevó 17 trajes muy buenos para arreglar, "yo hice el trabajo, pero ella nunca volvió a buscarlos, me dejó de seña, los trajes terminaron regalados a la Curia".

La señora Carmen Morais, atiende en su taller de Billinghurst al 2200, su clientela más fiel es del barrio de Recoleta, pero su fama de zurcidora sobrepasa esos límites. "En las buenas épocas el zurcido invisible era, igualmente, un oficio raro, que se enseñaba en algunos pocos talleres o particularmente. Ahora con la ropa en serie el zurcido decayó". Por las manos de Carmen, que tiene el orgullo de trabajar sin lentes, pasaron una cantidad enorme de prendas de pelo de camello, cashemere y ojo de perdiz.

Otros zurcidores, del tipo invisible, que continúan desarrollando la actividad son Daniel Adamo; con taller en la avenida Triunvirato al 4000 en el barrio de Villa Ortúzar, en su límite con Villa Urquiza; y Pedro Coca Carvajal, con local en Tte. Gral. Perón al 2300, Balvanera.

Algunos otros ofrecen sus servicios a través de cartelitos de chapa de confección casera; donde con tipografía irregular pintada a mano, se lee "Zurcidor" y el número de teléfono correspondiente; que suelen clavarse en árboles o en los postes telefónicos.
Otra variante dentro de este rubro eran las zurcidoras de medias, ya prácticamente inhallables. Hace tiempo que no se ven los cartelitos que decían; "Se levantan puntos".

El Paragüero y El Bastonero

Por los años 40 y 50 era común ver por las calles de los barrios ver al paragüero. Iba caminando, con su carga de paraguas sobre la espalda. Ante su canto, que estiraba en la "e", - "Paragüeeeero"-, salían a su encuentro quienes necesitaban algún arreglo para el suyo, ya fuera el cambio de varillas, de la tela o alguna modificación en la empuñadura.

Retirado el paraguas deteriorado, continuaba su marcha. Al cabo de algunos días regresaba con el trabajo terminado.

Conocí hace tiempo a Cesare, un paragüero que alternaba su recorrido entre los barrios de Villa del Parque y Caballito, era un hombre muy amable que realizaba sus trabajos con una gran calidad. Era italiano, de Venecia, cuando cumplió la mayoría de edad, y con el oficio ya aprendido, se dedicó a recorrer el mundo. Fue así que llegó a Buenos Aires, ciudad que lo atrapó definitivamente, aquí se casó y formó su familia. Un día de diciembre de 1961, luego de entregar todos los paraguas reparados, desapareció y nunca más se lo volvió a ver.
Hoy, esos paraguas chinos de 5 pesos que se usan y se tiran parecen haber decretado el final del oficio.

José V. Carretto, Rizzoglio Hnos., Manuel Blanco, Recaredo Álvarez y Felipe Asís, fueron algunos de los buenos paragüeros que instalaron sus talleres en diferentes barrios porteños.

En Independencia y Colombres funciona desde hace más de cuarenta años la paragüería "Víctor", propiedad de don Elías Fernández Pato, un español que llegó a los 18 años desde su tierra gallega y se dedicó a vender y arreglar paraguas por las calles porteñas. En 1957 abrió su local, al que puso el nombre de su hijo recién nacido.
En Talcahuano al 900 funciona la paragüería "Al Ambar". Horacio Ricci trabaja con exquisitez, ya sea cambiando empuñaduras o reparando las telas. El sabe que su negocio forma parte de la historia de la ciudad, y que además el es uno de los últimos paragüeros de Buenos Aires, situación que lo enorgullece, pese a que el oficio dejó de ser lucrativo hace rato. Horacio es la tercera generación al frente del local.

En una nota publicada en la revista "Caras y Caretas" del 4 de noviembre de 1933, Félix Lima, su autor, al referirse a don Ildefonso Rodríguez Campos lo distingue como "el bastonero mayor de Buenos Aires".

Ildefonso había llegado desde su Cádiz natal, en 1890, el año de la Revolución Radical, traía consigo un torno a pedal. Al poco tiempo abrió "Al Ambar" en un local de Uruguay 770. Por aquí pasaron personajes de la talla de Hipólito Yrigoyen, Elpidio González, Benito Villanueva, Marcelo T. de Alvear y Carlos Saavedra Lamas, entre muchos otros. El negocio se mudó primero al 744 y luego al 361 de la misma calle Uruguay. "Todos señores muy de llevar bastón", decía Estela Rodríguez de Ricci, hija de Ildefonso y madre de Horacio.

La especialidad de Ildefonso era el ámbar, ya fuera en puños de bastón, boquillas, pipas cuyas cazoletas representaban cabezas de viejos marinos, sirenas y leones a la manera de mascarones de proa. Con el tiempo el rubro principal fue el de los bastones, que se producían artesanalmente, ya fueran de java, amouret, lapacho, palo santo, virapitá, laurel, guindo, coligüe y ébano, a veces con puño de carey o marfil. El Príncipe de Gales se llevó, admirado por su calidad, tres bastones con puño de madera forrado en cuero de chancho. Poco después se sumaría el rubro de los paraguas y las sombrillas, que terminaron siendo los protagonistas.

En 1946 "Al Ambar" se mudó al local anterior, de Talcahuano al 1000. Entre la clientela destacamos a Ignacio Corsini, Angelina Pagano, Santiago Gómez Cou, Niní Marshall, Arturo García Buhr, Zully Moreno y Delia Garcés.
Los 110 años de vida de "Al Ambar" forman parte de la memoria porteña, mientras espera cumplir muchos más.
El Fotógrafo de Plaza

"-¿Te acuerdas aquella tarde que no quisiste que nos hiciésemos una fotografía en el Rosedal?
-¡Vaya si me acuerdo!
-Pues aquella tarde no volverá.
-Por supuesto-
-Pero faltará siempre en nuestra colección de tardes salvadas."
"Los fotógrafos callejeros son los cronistas de las generaciones que corresponden a una época, los que están fuera de los acontecimientos inaugurales o postumales, los que han tenido un día de turismo puro por la ciudad.

Esos que aparecen en la cartulina son ellos, que no lo duden. Han salido en la placa, luego existen. Que se den por satisfechos con esa constatación ultrafilosófica".
Ramón Gómez de la Serna. "Fotografías callejeras".

El lugar de trabajo de los "chasiretes" (nombre derivado del chasis, donde iban las dos placas de negativo) o "minuteros" (debido a que fotografiar era cuestión de un minuto), como solía llamarse a los fotógrafos callejeros, podía ser tanto en el Balneario, o en Plaza de Mayo como en Plaza Congreso; en Plaza San Martín como en Plaza Italia; en Caminito como en el Zoológico; en Plaza Lavalle como en el Rosedal, en el Parque Lezama o en otros lugares más. Al ir de paseo a Luján, los encontrábamos frente a la Basílica, como a don José D´Elía, que toma placas desde hace cuarenta años con su vieja cámara de cajón montada sobre un trípode de madera.. En Mar del Plata los fotógrafos se ubicaban en la rambla, entre las esculturas de los lobos marinos, mientras que otros buscaban clientes en Plaza Colón o en el Puerto.

Una vez tomada la foto, el fotógrafo aconsejaba al conscripto del interior que lucía orgulloso su uniforme en Plaza Italia, o a la pareja de novios retratada en el Rosedal, que llevaran la copia en la mano hasta que a secara bien. Y así se alejaban, tomando la foto por una punta y agitándola suavemente.
Durante su estadía, de 27 años, en nuestra ciudad, el escritor Ramón Gómez de la Serna; el creador de las famosas greguerías (metáfora + humor), escribió: "Eran tantos en la fotografía que no se veía a ninguno". Ramón fue siempre muy afecto a hacerse retratar en distintos lugares, junto a su esposa Luisa, por los "fotógrafos trashumantes". Al respecto consideraba: "En Buenos Aires la fotografía callejera tiene muchos cultores y se diferencian los fotógrafos de barrio a barrio. No es lo mismo la fotografía que nos pueden hacer en la Plaza de Mayo que la que nos hagan en la Plaza Retiro o en Palermo. Nunca he visto más diametral diversidad. En la Plaza Retiro, bajo la Torre de Londres saldrá uno siempre un poco inmigrántico y en la Costanera estará respaldado por despedidas y nostalgias de barcos, estabilizándose y estando en lo firme cuando uno se retrata en los jardines de la Recoleta..."

Algunos fotógrafos de plaza iluminaban las fotos pintándolas con colores rosados, celestes, verdes, tierras o amarillos. Otros estaban acompañados por un caballito, o con muñecos de personajes conocidos, intentado atraer el interés de los más chicos.

A partir del año 1918 don José Loureiro, un simpático gallego, trabajó en la Costanera Sur, con la fuente de Lola Mora como fondo. "Los domingos con buen tiempo hacía hasta cincuenta fotos a cuarenta centavos, las tres postales con la misma pose, las coloreadas a mano, cincuenta.
Otro minutero, como a él le gustaba que lo llamaran, fue el napolitano don Luis Anselmo, quien durante muchos años retrató infinidad de parejas y conscriptos en Plaza Italia.

El costo fue aumentando con el correr del tiempo, como sostiene Mario Tesler en su trabajo "Un personaje porteño: el fotógrafo de plaza": "Al precio de un peso las ofrecían en el año 1946, en 1969 una foto costaba 200 pesos y tres 300 pesos (de los viejos se entiende); por colorearlas el adicional era de 50 pesos por cada foto".

Todavía quedan viejos y simpáticos "chasiretes" en los paseos porteños, con sus guardapolvos y sus lustrosas cámaras, ofreciendo detener el tiempo en un instante de felicidad.

El Manisero

"Qué importa si fue en San Telmo o en Boedo
mirando un puente de los corrales viejos
(Lo mitológico se hace real como el latón de la
máquina del manisero de la infancia)."
Atilio J. Castelpoggi. "Buenos Aires mi amante".
El ingenio de estos vendedores callejeros utilizó al humo que se produce al tostar los maníes, haciéndolo salir por la chimenea de sus carritos, a los que habían dado, en la mayoría de los casos, forma de locomotora. En el interior de la "máquina", en una hornalla o anafe se realiza el tostado. Las locomotoras se hicieron de chapa, pintadas en llamativos colores, en general rojas, y con mucha ornamentación. Las primitivas iban montadas sobre un carrito manual de madera; más adelante, la locomotora (carrocería) y el carrito (chasis y ruedas) fueron una única pieza. Había un modelo más sencillo, un cilindro metálico con su pequeña chimenea, que el manisero llevaba con una gruesa cinta colgado de su hombro.

"¡Maníííí, calentito el maní!", entre grito y canto ofrecía su mercadería, mientras lo entregaba humeante, en cucuruchos de papel madera o de diario.
El profesor Jorge Ochoa de Eguileor al recordar estas ventas dice: "Los cucuruchos tenían dos tamaños, según el precio. Los había de 5 y 10 centavos, la diferencia, sin embargo era mínima".

Había maniseros que siempre se instalaban en los lugares dejados por los extinguidos vendedores de lupines, ya fuera en una esquina, al lado de una barrera o en la puerta de algún café, estos sitios constituían lo que se llama paradas fijas, mientras que otros preferían realizar su negocio de manera itinerante, ya sea recorriendo la calle o los parques.

Don José Vergiatti, durante muchos años vendió sus "manises", como el decía, en el barrio de Liniers, siempre anduvo por la calle Cuzco y las vías del ferrocarril Sarmiento, muy cerca de la Iglesia de San Cayetano.

"No se imagina como vendía todos los 7, y no le cuento el 7 de agosto, el día del santito era una locura. Es que los manises son tan ricos que uno empieza a comer pero no sabe cuando va a terminar. Bah!, en realidad sabe, según las monedas que tenga encima".

Algunos vendedores - elaboradores ambulantes podrían ser considerados los reemplazantes de los maniseros, por ejemplo: los de garrapiñadas, los de pochoclo, los de manzanitas acarameladas y los de copos de azúcar.

El Barquillero

Parece ser que los barquillos ya eran conocidos en la Edad Media y se vendían en las puertas de las iglesias, donde también eran elaborados en pequeños hornos transportables de carbón. Se los hacía con una pasta de harina sin levadura que se transformaba en una lámina delgada que se aromatizaba con canela y se la ponía en moldes calientes en forma de barco, de ahí su nombre. Mas adelante tomó forma de canuto y otras más.

En la actualidad la llegada del vendedor de barquillos siempre provoca un revuelo de chicos a su alrededor. Se mezclan las ganas de comerlos con la incertidumbre esperanzada del azar. El barquillero se anuncia haciendo sonar un triángulo, pequeño instrumento musical de percusión, formado por una barra metálica de sección circular, con forma triangular que deja uno de sus vértices separado.

Los barquillos; hojas delgadas rígidas de pasta, como ya dijimos sin levadura, con textura de pequeños cuadritos, suelen estar plegados en forma de triángulos o semicírculos; van dentro de un cilindro metálico de unos ochenta centímetros de alto y cerca de cuarenta de diámetro. La tapa del cilindro es "la ruleta" que determina la suerte del comprador. Este debe hacer girar la lengüeta central de cuero, que de acuerdo al sitio donde se detenga de la varilla de bronce perimetral, dividida por pequeños barrotes colocados a igual distancia, que generaban sobre la tapa finos triángulos respecto del centro, determinará la cantidad de barquillos obtenida. La mayoría de los triangulitos corresponden al número 1 (un barquillo ganado), algunos menos al 2, menos aún al 3, unos sólo a "ninguno" y también uno único a "todos". La lengüeta suele detenerse en 1, ocasionalmente en 2, y a veces en "ninguno", pero cuando esto ocurre el barquillero demuestra su magnanimidad y le regala un barquillo al desafortunado, que inmediatamente recupera una amplia sonrisa.

Estos alegres personajes que encontramos en algunas plazas porteñas, también son vendedores muy populares, durante el verano, en las playas marplatenses y en la costa en general.

El poeta porteño Norberto Caral se refiere al barquillero en su soneto "Pascal y el barquillero", que dice así:
"Dios castiga sin palo y sin rebenque".
Decía el abuelo criollo y sentencioso
al referirse al hijo de Cardoso
que era un jugador impenitente.
..."Y va a pasar lo mismo con Mendieta".
Decía entre el piberío bullanguero
cuando apoyaba el viejo barquillero
el cilindro carmín de la ruleta.
Hoy es sólo un recuerdo el barquillero.
Dicen que en la ruleta no había 0
pues no puede negarse una ilusión.
Y El, que hasta pudo ser analfabeto,
ignorando a Pascal, sabía su secreto
aquel, de "la razón del corazón".

El Calesitero

"Las calesitas continúan heroicas, alegrando a la muchachería de los barrios. Casi todas han cambiado; dejaron el caballo vendado, manejado a estacazos y colocaron un motorcito que pone trémulos a los monigotes del carrousel; el organillo se reemplazó con un pasadiscos, borrándose la musiquita circense que le daba carácter; la luz eléctrica da fulgores distintos a los bronces y cambia las perspectivas de los paisajes napolitanos -mar y volcanes- que decoran las ocho caras del armazón; el olor a caballo sudado se trueca ahora en perfume de nafta; el precio se multiplica por cuatro... En fin; el calesitero ya no se llama don Julián, ni se le caen las bragas, ni chancletea; ahora viste con cuello duro y corbata de seda. Pero, los chicos siguen siendo los mismos; se encantan con la calesita; suben a ella riendo y la dejan llorando".
Bernardo González Arrili. "Buenos Aires 1900".
Carrousel, organito gastado,
musiquita de todos los días.....
Federico Silva. "Carrousel".
Alma de la calesita
que vuelca en el arrabal,
la fuente de agua bendita
de una noria musical...
José González Castillo y Cátulo Castillo. "Música de calesita".

La calesita pasó de Turquía a Europa a comienzos del siglo XVII, conocida con el nombre de sarianguik, consistía en un gran plato de madera con caballos de igual material que giraban sobre su eje. Enseguida se transformó en favorita de la realeza y de los niños. Las calesitas fueron uno de los elementos de mayor atracción en las kermesses populares de los siglos XVIII y XIX. En Francia se la conocía como carrousell o manège, en Italia como giostra, en Gran Bretaña como merry - ground y en España como tío - vivo. Aquí, "La calesita", es también un tango, con letra de Cátulo Castillo y música de Mariano Mores.

Las actuales calesitas de Buenos Aires son un poco más de treinta, la mayoría están instaladas en plazas y fueron construidas por Sequalino Hermanos. Algunas de ellas son muy conocidas, como la del Parque Lezama, comandada por el orensano Ricardo Borrajo, especie de hombre orquesta, que como todo calesitero, vende los boletos, reparte caramelos, y lo que es más importante: se ocupa de la sortija. La sortija se introdujo en la calesita durante los años 30, época en la que solía encontrarse a calesiteros nómades, que armaban sus calesitas en cualquier potrero, donde permanecían un tiempo y luego se mudaban a otro sitio.

En Parque Chacabuco, sobre la avenida Asamblea está desde 1962 la calesita de "Tatín", instalada por Agustín Ravello. El con sus propias manos fabricó las figuras de madera, como la jirafa que continúa brindando su servicio, entre los más modernos caballos y barcos de fibra de vidrio. Hoy, el hijo de Ravello, también Agustín dirige la calesita.

Los personajes más conocidos de las historietas, troquelados y pintados sirven de ornamentación. La calesita gira mientras por el parlante se escucha: "El abuelito Bochinche cuando era calesitero, paseaba en su calesita los niños del mundo entero...".

Otra antigua calesita ubicamos frente a las Barrancas de Belgrano, la de don José que combina cuatro caballos de madera tallados artesanalmente con los helicópteros y autos de materiales sintéticos, donde años atrás se pasaban los discos infantiles "Calesita" y se escuchaba a Alberto Closas cantando "En alta mar" o "La mar estaba serena, a Luz Bermejo con "¡Que llueva!" y "Tengo una muñeca", y a Luis Aguilé haciendo lo propio con "Pinocho", "Pecos Bill" o "Pancho López".

En el límite de los barrios de Villa Luro y Liniers, en la esquina de Ramón L. Falcón y Albariño, don Luís Rodríguez tiene una calesita que heredó de su padre hace más de 35 años y desde entonces la tiene instalada en el patio de su casa, tal vez un caso único. En la Plaza Aristóbulo del Valle, en Villa del Parque tiene su calesita Carlos Pometti. En un pequeño terreno frente a la Plaza Arenales, en Villa Devoto; en la Plaza Irlanda de Caballito, en su límite con Flores; en el polideportivo "Don Pepe" en Barracas; en Pompeya, en la plazoleta de Traful y Avda. Sáenz; en la Plaza Congreso; en la esquina de Bacacay y Rojas, al lado de la estación Caballito del ex ferrocarril Sarmiento; en la Plaza 1º de Mayo, de Pasco e Hipólito Yrigoyen; en la Plaza Martín Fierro, en el barrio de San Cristóbal; en la Plaza Unidad Nacional del barrio de Villa Lugano; en la Plaza Roque Sáenz Peña, limitada por la A. Juan B. Justo y las calles Boyacá, Remedios de Escalada de San Martín y Andrés Lamas; en Pinto y García del Río, Parque Saavedra; en Parque Patricios, en Caseros y Pepirí; en la Plaza Pueyrredón en el corazón de Flores; en la Plaza 1° de Mayo, de Pasco e Hipólito Irigoyen; la Plaza 25 de Agosto de Giribone y Heredia; en la Plaza República de Bolivia de Av. Libertador y Olleros; en el Parque Fray Luis Beltrán en Iriarte y Luzuriaga; en la Plaza Misericordia en Directorio y Lautaro; en la Plaza Emilio Mitre de Las Heras y Pueyrredón, y en el Paseo de la Infanta, entre otros lugares, encontramos calesitas, afortunadamente.

En el Parque Rivadavia, corazón del barrio de Caballito, hay una calesita cuyo techo, pintado en triángulos multicolores, finaliza en una veleta azul en forma de flecha, y sobre ella, galopa airosa la silueta de un caballito. La música de "La gallina turuleca" cantada por Gaby, Fofó y Miliki fluye por los parlantes, mientras con gran satisfacción un chico, brazo en alto y montado a un caballo que sube y baja, exhibe la sortija que acaba de arrebatarle al calesitero. Una nena subida a un cisne y otro pibe agarrado a la cabeza del león, se preparan para la próxima.
"Alma de calesita
que vuelca en el arrabal,
la fuente de agua bendita,
de una noria musical!
José González Castillo- Cátulo Castillo. "Calesita".

El Zapatero Remendón

"E tique, tuque taque, se pasa todo el día
Giusepe el zapatero, alegre el remendón,
masticando el toscano per fare economía,
pues quiere que su hijo estudie de doctor".

Guillermo del Ciancio. "Giusepe el zapatero". (Grabado por Carlos Gardel el 1-12-30)
Todos los barrios tuvieron, y todavía quedan algunos, su taller de compostura de calzados, el "zapatero remendón" como se lo llamó popular y cariñosamente.
Me acuerdo de uno que había en Villa del Parque; cuando yo era chico, allá por fines de los 50 y principio de los 60; que tenía su pequeño taller en la calle Pedro Lozano casi Nazca, Don Alfonso, un español muy agradable y de muy pocas palabras, siempre tenía en su boca un cigarrito del tipo de los "Avanti". Su esposa, doña María, también española, simpática y muy locuaz lo ayudaba en las tareas, se ocupaba de poner los zapatos en la horma. Hace ya varios años que el local cerró, las planchas brillantes de cuero para las suelas desaparecieron, hoy en su lugar atiende un kiosco.

En el primer piso de Chacabuco 91 se encuentra el taller de propiedad de Alberto Sánchez, quien está al frente del local desde hace doce años aproximadamente; aunque la actividad se viene desarrollando desde hace más de veinte; en él trabaja su hijo Ariel, que recibe los zapatos para arreglar, y Mario de la Cruz, el remendón, originario de la hermosa Misiones.

Si bien el trabajo sufrió una caída respecto a otros tiempos, la media suela sigue siendo la protagonista, le siguen de cerca los tacos de goma para hombres y las tapitas para los tacos y taquitos del calzado femenino. "Lo que hace rato que no piden es la suela entera". El olor a cuero y a las ceras para el lustre se apodera del local. Una máquina para pulir los bordes de las suelas, y para lustrado preside las instalaciones, atestadas de zapatos viejos, de frascos de tintas y de planchas de suela.

"Aquí también arreglamos pelotas de fútbol, carteras cinturones, bolsos y valijas, pero el fuerte siguen siendo los zapatos", comenta de la Cruz, mientras clava un taco en el trespiés.

Entre otros talleres de composturas recordamos: al de Gándara y Triunvirato; al "Relámpago" de Boulogne sur Mer casi Corrientes; al de Fermín Béliz en Bolivia y Avellaneda, en el barrio de Flores; al de Salta 1227, en el barrio de Constitución; al de "Maxi", en México al 2700; el "Orense", de Montevideo al 700; el "Romeo", en Alsina 2102; el de "Gastón", en Acoyte al 100; el de Antonio Guarino, en Zapiola al 2400; el de Oscar Martello, en Gurruchaga al 500; el de "Osvaldo", de Rivadavia al 5500; el "Omega" de Alsina 1945; y el de Marcos Savio, en Tinogasta al 3000, en Villa del Parque.

El Colchonero

"Cuando la primavera había entrado sin paleativos en las calles y en los patios calentando el encintado y los adoquines, alargando en el tiempo del día la luz de Madrid, aparecían por las calles los colchoneros, los vareadores de lana apelmazada en el vientre de los colchones, dormida y apretada en el letargo del invierno. Con la primavera había que espabilarla, desentumecerla y esponjarla a base de varetazos".
Angel del Río López. "Viejos Oficios de Madrid".
"COLCHON m. Saco o cojín grande, relleno de lana, pluma, cerda, etc., cosido y basteado o no, que sirve para dormir sobre él: los colchones demasiado blandos son perjudiciales para la salud...".
"COLCHONERO, RA m. y f. Persona que se dedica a fabricar, componer y cardar los colchones."
Quien que tenga alrededor de 50 años no vio alguna vez, en su propia casa, el trabajo que el colchonero realizaba con su máquina cardando la lana de algún colchón de la familia.

El cardado lo hacía en el patio o en la terraza, según las comodidades de la vivienda, a la que llegaba a la mañana temprano, así un poco antes del mediodía ya había finalizado la tarea.

El colchonero empezaba desarmando un extremo del colchón, sacaba los bordes y luego los "botones". El paso siguiente consistía en sacar toda la lana de su interior, con la que hacía una especie de montaña al lado de la máquina cardadora. Manualmente la estiraba y la iba desmenuzando, operación que se caracterizaba por el desprendimiento de polvo y suciedad. Sentado sobre la tabla; con forma de un sube y baja, pero fija; comenzaba a pasar la lana ya desenredada entre las dos chapas curvas y paralelas, cada una con clavos en dirección opuesta sin que llegaran a tocarse, y al mismo tiempo las empezaba a mover hacia adelante y hacia atrás. La lana cardada salía por el extremo opuesto al que entró. Esta operación solía repetirse una vez más.

Si el cotín del colchón estaba en buen estado se lavaba, y una vez seco se lo volvía a rellenar, sino al día siguiente, previa verificación de medidas, el colchonero volvía con uno nuevo.

Sea el viejo lavado o uno nuevo, se lo comenzaba a rellenar con la lana cardada, empujándola bien, a la que se agregaba otra nueva que traía el colchonero considerando las pérdidas producidas durante el cardado, también solía agregarse crin. Una vez finalizado el relleno del colchón se cosía el extremo abierto, se ponía el borde, y con las largas agujas de colchonero se colocaban los botones, atravesándolo. El trabajo estaba terminado.

Elías Villalba, con sus veteranos 75 años, es uno de los cardadores que mantienen esta tradicional manera. Una solución más económica, se daba a través de los colchones de estopa.

En la actualidad, los colchones de espuma de goma y de resortes relegaron sensiblemente la tarea del cardador, no obstante seguimos viendo por los barrios las pequeñas chapas pintadas que ofrecen tareas de colchonería tradicional.
Crisanto Vilchez continúa realizando trabajos a domicilio, lo mismo que Martín Karcevas; mientras que la "Antigua Casa Grimaudo", de avenida de los Incas al 4600, desarrolla su actividad artesanal desde 1927.

Como decía Cándido Ramos un viejo colchonero asturiano: "En nuestra actividad no es cuestión de quedarse dormido".

El Sombrerero

"Aquel que solito
entró al conventillo,
echao en los ojos
el funyi marrón..."
Pascual Contursi. "Ventanita de arrabal".
"Pancho, comprate un rancho
que los calores van empezar.
Pancho comprate un rancho
sino la barra te va a cachar.
Y cuando tengas un rancho nuevito
y el trajecito te lo hagas planchar,
afeitadito y untado de gomina,
decime que mina te puede fallar"
Hermanos Tagle Lara. "Pancho comprate un rancho".

Si uno observa los dibujos de Luis J. Medrano, de algún almanaque de Alpargatas de los años 30, donde expresa con gran acierto la vida y costumbres porteñas, o si mira una fotografía de la tribuna de una cancha de fútbol, durante un partido en 1937, por ejemplo, verá que todos los caballeros tienen puesto su sombrero. Hoy la cosa cambió mucho, tanto en lo que hace al sombrero como en lo que al fútbol en sí se refiere.

Alrededor de los años 40 andar por la calle sin sombrero, era casi, como sentir que se iba desnudo, tal era la popularidad del "funyí". El "funyi a lo Maxera", como dice Homero Manzi en su "Milonga del 900". El sombrero Maxera fue creado y divulgado por Pascual Maxera, un genovés de las huestes garibaldianas que se afincó en Buenos Aires en 1862, fue Maxera quien comenzó a denominar funyi a su sombrero.

En el barrio de San Cristóbal, en Sarandi 1190, donde hoy funciona el muy cálido restaurante "Miramar", entre 1920 y 1948 el local fue ocupado por la sombrerería de medida "C. Della Corte", que tenía como clientes, nada menos que a Carlos Gardel, y a los músicos Francisco Canaro, que vivía a media cuadra, y a Vicente Greco, también vecino.

Hoy son pocas las casas de sombreros, o sombrererías. Una ya centenaria es la de Ricardo Cartas.
Desde 1934 los hermanos Salas, arman sombreros en el taller creado por su padre ocho años antes. Allí sus máquinas dieron forma a más de una de las galeras que usó Gardel. El taller está ubicado en la calle Méndez de Andés al 1500.

Por su parte, Emilio Turnes armó, en su local de Montevideo al 800, capelinas y galeras que lucieron en las cabezas de personajes famoso.
En Gaona al 1200, se encuentra la tradicional sombrerería "Winter", que funciona allí desde hace 63 años bajo la batuta de don José "Pepe" Ferro, porteño de casi "90 pirulines", hijo de padre gallego, de Lugo, y de madre leonesa. Eduardo, su hijo se da una vuelta todos los días para ayudar en todo lo que haga falta.

"Aquí de los 40 hasta el 60, había un trabajo bárbaro, los sábados la gente hacía cola en la puerta del local, es que los muchachos tenían que ir a bailar al vecino Club Buenos Aires (y sin sombrero era una vergüenza). También tenía una importante clientela de la colectividad israelita. Pero hoy la actividad está muerta, a lo sumo se vende alguna que otra gorra". En las vitrinas los elegantes orión lucen junto a los chambergos de fieltro "de primera calidad", negros, marrones y grises, "los negros siempre con forro, los de otro color no". Junto a ellos vemos la horma, con la que se tomaban las medidas de la cabeza del cliente y así poder hacerle su sombrero.

"En verano se usaba panamá, y también ranchos", recuerda don José, y agrega: "Muchas veces los muchachos que iban al hipódromo, a las carreras, y acertaban una fija, revoleaban su sombrero por el aire". Esto situación de euforia, le venía muy bien al negocio, porque los apostadores volvían a comprar nuevos sombreros.

Ferro conoció el oficio siendo joven, desde los 18 años hasta los 23 trabajó en la fábrica de sombreros "Dominoni", que quedaba en Monroe 1683/ 87, entre Montañeses y Arribeños, con salida también por Blanco Encalada.
"Recuerdo una casa que continúa, como yo en esta lucha tan despareja, "Maidana", en Rivadavia al 1900. En fin, cosas de la vida, -murmura mientras acaricia a su perro Colita-. Pasa todo tan rápido..."
El Fabricante de Máscaras y Cabezudos

Las antiguas murgas y comparsas de La Boca, llevaban siempre entre sus miembros, algunos que lucían máscaras de papel maché pintado. Eran de tamaño relativamente normal, o desmesurado, tal era el caso de los llamados "cabezudos", que representaban cabezas humanas (bebés, chinitos, payasos, piratas, etc.), cabezas de animales (caballos, chanchos, jirafas, monos, leones, etc.) o cabezas "de fantasía", donde su fabricante daba rienda suelta a su imaginación.

Con varios meses de anterioridad al carnaval se comenzaban a fabricar estas máscaras. El papel maché era el material básico (papel de diario mojado hasta su rotura y mezclado con harina, determinando una pasta plástica, es decir que se le puede dar la forma que se desee, en este caso la máscara. Una vez seca se pinta con colores, generalmente brillante).

Con la decadencia que sufrieron las fiestas de carnaval a partir de mediados de los años 50, la actividad de estos artesanos decayó.

No obstante, en el barrio de La Boca, esta tradición popular continúa con la labor de Nora Seilicovich y Omar Gasparini, creadores de muñecos y máscaras. Dijo Osvaldo Soriano: "En las paredes de chapa, como al descuido, quilombo y protesta. Un mundo napolitano y genovés que, de pronto, se vuelve guaraní y uruguayo...Curiosas figuras, con vestido gentil y caras de circunstancia o melancolía. Personajes ilusorios pero con un resto de vida. El necesario para la vieja tradición de un barrio de artistas populares. No en vano entre los personajes de Seilicovich y Gasparini está también el cordial Gardel..."
Gasparini trabaja en estrecha relación con el talentoso "Grupo de Teatro Catalinas".

El grupo "Tótem", desde hace algunos años también se dedica a la confección de máscaras y muñecos, utilizando el papel corrugado en varios de sus trabajos..
En otro barrio porteño, el de Villa Ortúzar, en la calle Caldas al 1700, Ignacio Pola y Jorge Bernal, dos jóvenes escenógrafos y pintores, tanto de caballete como muralistas, fabrican máscaras, cabezudos, caretas y muñecos. Las técnicas que utilizan en la fabricación son varias, como la cartapesta para revestimiento y moldes; el papel maché; la arcilla para moldeado; y el telgopor y poliuretano expandido para la talla; la resina de poliéster para revestimiento y moldes, y la goma espuma.

Pola y Bernal realizaron numerosas máscaras y muñecos para varias murgas de Palermo. Consideran a su maestro en este oficio, a Daniel Masseira, profesor del taller de Escenografía y de Máscaras del Teatro San Martín. Precisamente de Masseira, en la esquina de Charlone y Heredia, hay instalada una de sus obras, una viejita que mueve la cabeza mientras toma unos mates.

Ignacio comenta que ellos trabajan bastante en la vereda, situación que concita el interés de muchos chicos del barrio, a quienes en la medida de sus ganas y posibilidades, involucran en alguna tarea.

Los muñecos fantásticos y el entusiasmo de los pibes transforman a ese pedacito de la vereda de la calle Caldas en un sitio singular.

El Hombre Sándwich

"Hombre sándwich, tu oficio es muy peligroso, muy peligroso y provocativo..
Un día de estos algún muerto de hambre, un caníbal urbano, que cada vez son más,
se dará cuenta de tu presencia, y ahí mismo sin más te querrá devorar..."
Federico Peralta Ramos.
Un joven con carteles colgados sobre su pecho y espalda, unidos por los hombres, con invitación a navegar por Internet media hora por la módica suma de un peso, se pasea por la calle Florida en la cuadra que va de Tucumán a Viamonte.

Por la avenida Pueyrredón, casi en su cruce con Santa Fe, un hombre rubio, de unos cincuenta años, bien vestido, lleva también propagandas colgadas de sus hombros, por delante y por detrás, en este caso se trata de un profesor de inglés a la caza de potenciales alumnos.

En Avenida de Mayo y Perú, un hombre, con la cabeza rapada, y en actitud estatuaria tiene colgadas chapas con leyendas apocalípticas e incoherentes, que pese a su aparente actitud trasgresora, no consiguen alterar la trajinada esquina porteña.

En Almagro, por la calle Medrano al 700, una señorita de unos 17 o 18 años, con esta especie de pancartas suspendidas de su propio cuerpo, con una atractiva tipografía hace saber que en un club del barrio, están por comenzar los cursos de baile de tango.

Por algunas calles de los barrios de La Boca y Barracas, hace un tiempo, un personaje con una máscara de goma, anunciaba la inauguración de una exposición del fino pintor Jorge Rivara en una galería de la calle Suipacha. Quien iba caracterizado con la máscara y el cartel sandwich no era otro más que el propio artista.

Tanto el joven de Internet, como la señorita tanguera llevando a cabo una campaña publicitaria; como el profesor de inglés y el mismo Rivara, ejecutando su auto - campaña, rescataron del olvido al oficio de hombre - sandwich, de alguna manera antecesor de las promotoras bonitas en minifalda, y de los cada vez más numerosos repartidores de volantes, pero con ventajas sobre estos: es un trabajo en silencio y no ensucia la vía pública.

El Mecánico de Máquinas de Escribir

"En el tronco de un árbol en la esquina de Avilés y Zapiola
un viejo cartelito de chapa somete a las inclemencias
del clima porteño
una leyenda pintada con letras de molde
"Se reparan Máquinas de escribir".
Quizás el último testimonio
de un noble oficio condenado por la ciencia y el progreso
en una época en que los amantes se besan a la distancia
en el mundo extraño y glacial de la Internet..."
Esteban Moore. "Memorias del Barrio".
Clementi y Paoli, desde su taller de la calle Olleros 2990 durante muchos años se dedicaron a las reparaciones y reconstrucciones de máquinas de escribir. Lo mismo hicieron Atilio Bersano, Marcelo Moraut, o las casas "La Meca" de Avenida de Mayo 769 o "Diana", en la calle, entonces, Tellier (hoy Lisandro de la Torre), en el barrio de Liniers.

Hoy en día lo primero que le preguntan a alguien que busca trabajo es si entiende de computación, si además de la PC sabe sobre el manejo de Mac.
¿Dónde quedaron las máquinas de escribir? Las Blickensderfer, Everest; las Royal Quiet de Luxe; las Remigton, las Underwood; y las legendarias Olivetti, ya fueran Lettera 22, Lexicon o Praxis 48 eléctrica, verdaderos ejemplos de buen diseño.

Orlando Ortiz, está en el oficio desde hace más de cincuenta años. Llegó a Buenos Aires desde su Lobos natal, allá por el año 1944, tuvo varios trabajos, entre ellos vendió heladeras, hasta que finalmente comenzó con las máquinas de escribir, primero como aprendiz en un taller grande. Poco a poco fue conociendo todos los secretos del metier. Reconoce que los buenos tiempos ya pasaron, "la informática arrasó con nosotros".

Por su lado, el chileno Jaime Arancibia llegó a la reparación de máquinas de escribir por necesidad. Hoy se considera un sobreviviente de una actividad en franco retroceso. Pese a las dificultades, Arancibia pone un poco de humor ante la inquietante situación: "Lo bueno del oficio es que cada vez hay menos competencia. Además de lidiar tanto con máquinas mecánicas como eléctricas, aprendió sobre telefonía, fax e impresoras. Entre sus recuerdos profesionales destaca dos: " uno fue cuando me di el gusto de reparar una máquina inglesa Briton del año 1875, y el otro, podríamos decir que cómico, fue la vez que me llamaron de una oficina, porque el carro de una de las máquinas no avanzaba, al ver el problema, les dije que era más grave de lo que pensaba, porque la solución era construir de nuevo el edificio, lo que pasaba era que el carro chocaba contra la pared, y nadie se había dado cuenta".

El Canastero

CANASTA f: Cesto de mimbres ancho de boca.
MIMBRE amb. (lat. vimen): Mimbrera, arbusto. // Varitas de la mimbrera: cesta de mimbres.
MIMBRERA f: Arbusto de la familia de las salicáceas, cuyas ramas largas, delgadas y flexibles, se emplean en cestería.
Las cestas, utensilios portátiles de mimbre o junco trenzado, que sirve para llevar cualquier cosa, fueron durante mucho tiempo, el fuerte de los canasteros o mimbreros, que con sus carros repletos de mercadería se paraban en algunas esquinas interrumpiendo, su marcha de tanto en tanto.

Cuantas fueron las casas en las que se veía al abuelo sentado en un sillón hamaca de mimbre, en el patio, mientras leía el diario o tomaba unos mates.
Contemplar la cantidad de los productos ofrecidos resultaba muy agradable, tanto es así que sirvió de inspiración para algunos artistas, como Caloi, que dejó una memorable tira al respecto, y como el ya citado pintor Aldo Severi, un apasionado por los temas populares, que con su óleo "El canastero", de 1982, logró registrar el clima y la esencia de la actividad. En estos carros había, canastas de distintos tamaños, cestos para ropa sucia, sillitas altas, andadores, sillas, sillones de mimbre, moisés, arañas, veladores, sillones hamaca, bandejas, cuchas para perros, palmetas para limpiar alfombras, porta - botellas, cunas, etc.

Algunos también tenían escobas, plumeros y escobillones. Don Juan, un mimbrero de la zona de Constitución, mientras esperaba la llegada de clientes, trabajaba al lado del carro, haciendo el asiento de paja de una sillita, o trenzando con gran habilidad y rapidez, las varillas de mimbre que se transformaban en una araña con reminiscencias art nouveau, a la que agregaba un portalámparas.
Cuando se prohibió la tracción a sangre en nuestra ciudad, algunos canasteros cambiaron al carro y al caballo por el camión, otros optaron por quedarse en sus talleres.

Recordamos la pintoresca manzana de Córdoba, Anchorena, Paraguay y Jean Jaurés. En ella José Russo tuvo su taller de mimbrería durante más de veinte años, en Córdoba 2861, hasta que la manzana entera fue desalojada, para convertirse en la plaza Monseñor de Andrea a principios de los años 70.
Entre algunos de los mimbreros que están en actividad, recordamos a José Trincheri con local en Marcelo T. de Alvear al1400; a Eduardo Loza, en la avenida Francisco Beiró al 2900; a Juan Cañota, en avenida Córdoba al 6500 y a la canastería Martínez, en Olazábal al 1700.

El Relojero Monumental

Alberto Selvaggi es un reconocido horólogo (estudioso en el arte de la relojería de torre, urbana o monumental), nacido en Buenos Aires en 1940. Desde muy chico le interesó el tema, con las bandejas de las tortas hizo sus primeros relojes, pero su pasión se desató a los 10 años, cuando acompañado por su padre conoció el reloj de la Torre de los Ingleses. Algunos años después comenzó su estudio, la Escuela Nacional de Relojería había sido cerrada, así que empezó a visitar a maestros relojeros.

"Este oficio se aprende preguntando y viendo. Agradezco lo que pudieron transmitirme dos grandes maestros como Rodolfo Kopp y Nicanor Insúa. Me hubiese gustado conocer a Enrique Borneman, un alemán ya fallecido, muchos relojes de nuestra ciudad fueron armados por él, construidos desde la primera pieza por este verdadero maestro. Por otra parte los distintos viajes que realicé a Inglaterra me posibilitaron conectarme con expertos de los que aprendí y colegas con los que intercambié enriquecedoras experiencias…

Aquí tenemos una escuela de relojería en el colegio Otto Krause, pero no ven la especialidad de relojes monumentales. Hay muy pocos expertos en el mundo, sin embargo se siguen construyendo y se reproducen inclusive, relojes antiguos. En Inglaterra hay un grupo de especialistas en relojes de torres que tiene 180 miembros, la mayoría están en ese país, hay quince en Estados Unidos, diecinueve en Europa, cinco en Australia y tres en el resto del mundo, uno de estos soy yo".

Estos fueron algunos de los comentarios que hizo Selvaggi, en noviembre de 1999, en un diálogo mantenido con María Sacco.
En Londres, nuestro horólogo, se relacionó con la máxima autoridad mundial en la materia, Christ Mc Kay.

"El patrimonio de relojes monumentales en la ciudad de Buenos Aires, es de aproximadamente 120 ejemplares - sostiene Selvaggi- . En Nueva York tienen un solo reloj con autómatas mientras que aquí tenemos dos, el de la esquina de Diagonal Julio A. Roca y Bolívar recuperado por la empresa Siemens, después de 36 años de abandono, y el otro, también funcionando, en el edificio de Rivadavia al 1700, frente a Plaza Congreso. Estos relojes tienen figuras, algunos campanas, otros son de marcha solamente, y también están los electromecánicos y los eléctricos. De la lista que tengo registrados hasta la fecha, que incluye los de las iglesias y edificios públicos y privados, el 70 % no funcionan. Pero que no funcionen no significa que estén perdidos, sino que están abandonados".

Gracias a Selvaggi se salvó el reloj de Siemens, dado que fue él quien en un reportaje publicado en el año 1988, manifestó que el reloj que tenía la empresa en su edificio de avenida de Mayo y Piedras, después de la Segunda Guerra Mundial había sido llevado al edificio "Alea", donde quedó abandonado, con la máquina desguazada. A raíz de la publicación la empresa Siemens decidió restaurarlo, sólo quedaban los autómatas y la campana rota. Cuatro años demoró su puesta en valor, inaugurándose en su actual emplazamiento en mayo de 1992. Selvaggi participó solamente como asesor, "por una cuestión ética no me iba a poner a trabajar en algo que yo pedía que se arreglara". Otra satisfacción para el horólogo fue la reparación del reloj de la Torre de los Ingleses.

Durante un tiempo Selvaggi fue el encargado de mantener el reloj del ex Concejo Deliberante, al que revivió con una pieza de cuarzo que le dio mayor precisión. También tuvo, en Perú al 600 un taller relojero, "Horologium", donde además de componer máquinas de todo tipo, pensaba brindar sus conocimientos en la materia y su biblioteca, "No hubo interesado alguno...".

Selvaggi acaba de ser convocado, nuevamente, para la atención del reloj de la Legislatura porteña. Afortunadamente esa importante maquinaria vuelve a estar en las mejores manos.

Uno de sus sueños es recuperar el reloj del edificio de la Jefatura del Gobierno de la Ciudad. "Me encantaría ser el asesor, o el custodio del patrimonio de relojería monumental de la ciudad de Buenos Aires". Realmente lo merece.

No podemos cerrar este capítulo sin mencionar a los maestros relojeros Héctor Iadarola, con local en la calle Paraná 942; Jorge Campos y Alejandro Sfeir, y a Hugo Duarte (cuya familia va por la quinta generación de relojeros), quien acaba de instalar un nuevo reloj en la torre de la Iglesia San Ignacio.

El Pica - Pica

Pica, pica picapedrero
el cordón de la vereda.
El granito brilla titilante,
invadiendo la jornada
con fugaces ilusiones.
Oscar Pesce. "Luces en el Parque".

Conocemos con este nombre al picapedrero urbano que devasta el cordón de la vereda para facilitar la subida y bajada de los autos, u otros vehículos, al entrar y salir de sus cocheras.

Con sus masas y cortafierros, se enfrenta con la dureza de la piedra. El cordón de la vereda está formado por sucesivos barras de granito de setenta centímetros a un metro veinte de largo, por unos dieciocho centímetros de ancho y catorce o quince de alto. Determina el reluciente borde de las vainillas o los panes de las baldosas de la vereda, en su límite con la calle propiamente dicha.

El granito, también conocido como piedra berroqueña, es una roca primitiva muy
dura, compuesta por cuarzo, mica y feldespato, que se emplea como piedra de cantería.

A fuerza de golpes, habilidad y paciencia los pica - pica (como ellos se autodenominan en sus cartelitos publicitarios), determinan la mejor pendiente posible en el tramo de cordón que se necesita bajar. Algunos veteranos del oficio conocen todos los secretos de la piedra, incluso saben de la mayor o menor dureza de acuerdo a su color.

Recuerdo las carreritas de autos que se corrían por el cordón de la vereda. Los chicos de hace algunos años, preparaban sus autitos de plástico, del tipo turismo de carretera de los 50, rellenándolos con masilla para aumentarle el peso. Eran cuatro o cinco los que participaban de la competencia, había que ser preciso en el envión que se le daba al auto para evitar que se fuera de la "pista". La prueba de fuego de la carrera era cuando se pasaba por donde el pica-pica había dejado su impronta, el peralte del cordón resultaba peligroso, cuando alguien lo pasaba airoso se sentía Fangio, un verdadero campeón.

Desde hace algún tiempo muchos cordones se hacen "in situ" con mortero de cemento, armado, y en otros casos se colocan ya pre - fabricados, con las bajadas necesarias para los vehículos incluidas; razones por las cuales la tarea de los picapedreros se vio sensiblemente afectada. "Acostumbrados a hacer tantas bajadas, sin darnos cuenta terminamos en el fondo de un pozo, del cual no podemos salir, pero seguimos, somos de cabeza dura como el granito", reflexiona, entre la ironía y la desesperanza, uno de los últimos veteranos del oficio.

El Vitralista

Se llama vidriera al conjunto de vidrios, generalmente de colores, unidos por tiras de plomo con ranura (emplomadura), dispuestos en el bastidor de una puerta o una ventana. Se lo conoce también con el nombre de vitraux.

En los edificios religiosos del arte gótico se levantan esbeltos pilares que se entrecruzan en lo más alto de las bóvedas en forma de ojivas. Los contrafuertes y arbotantes forman una armadura de piedra que permite disminuir el espesor de los muros, así como abrir numerosas y grandes ventanas. Para atenuar el exceso de luz que esto produce, se introducen vidrieras de colores que la filtran, generando un clima de gran belleza que invita al recogimiento.

El arte gótico, nacido en Francia en la primera mitad del siglo XII, se desarrolla
durante cerca de cuatrocientos años, y se manifiesta en todos los países de Europa y el Oriente latino. Son famosos los vitraux de las catedrales de Chartres, Bourges y de Nôtre Dame de París, especialmente el de su rosetón.
En Buenos Aires, las vidrieras aparecen mayoritariamente en la arquitectura religiosa (Nuestra Señora de los Buenos Aires, la Basílica de San José de Flores y Nuestra Señora de los Inmigrantes, entre tantas otras), aunque hay otros bellos ejemplos, como los del Congreso Nacional; los de las confiterías "del Molino" y "Las Violetas"; la del edificio de la vieja Biblioteca Nacional, de la calle México, etc. Muchas puertas y ventanas de casas particulares hacen su contribución al catálogo de los vitraux porteños.

Antonio José Estruch, tercera generación de una familia catalana, pionera en nuestro medio, que entre tantas otras obras realizó los vitraux del "Café Tortoni", de la Capilla del Colegio San José, del Instituto Tierra Santa, del "Claridge Hotel", y del Hogar Nuestra Señora de Jesús, en Paraguay 1368, y que continúa brindando sus conocimientos desde su local de la calle Solís al 200; Vilella y Thomas que realizaron los vitraux del Casal de Cataluña porteño, que representa a San Jorge y el dragón; Manuel González, en Catamarca 1158, que aprendió las técnicas del maestro Enrique Helovuri en un viejo taller de Billinghurt y Cangallo; Enrique Lumi, ya su padre en 1912 había fundado el taller donde fabricaban y restauraban vitraux; Carlos Scharf; Carlos Herzberg; Angel Pastore; Roberto Grau; Roberto J. Soler; Juan Heguiabehere; Sabina Aba; Marcela Carro; E. Fino, quien por la década del 40 realizó tres pequeños vitrales en el baño de caballeros de la confitería "Las Violetas; Daniel Ortolá que restauró recientemente los magníficos vitraux de la afortunadamente reabierta, y ya citada, "Las Violetas", y Félix Bunge, con taller en Santiago del Estero 924, y más de 20 años de minuciosa investigación y trabajo de excelente factura, reciclando innumerable cantidad de piezas en edificios públicos y privados, son algunos de los especialistas, que mantienen vivo el oficio del vitral, haciendo sus propios diseños, ejecutando los realizados por otros artistas, o bien ocupándose de alguna restauración.

Al respecto, Carlos Herzberg, desde su taller de la calle Ecuador al 400, considera: "Hay corrientes de restauración que proponen hacer todo a nuevo, mientras que otras tienen un concepto absolutamente opuesto: toman algo destruido y trabajan con otra ideología....Yo restauré los vitrales de la ex Biblioteca Nacional, allí se decidió usar todo lo que se pudiera de lo existente. No era lo más fácil, a lo viejo hay que reacondicionarlo, pulirlo, lijarlo, prepararlo y soldarlo, y nunca tiene la contextura del plomo nuevo. Fue más complicado pero quedó el mismo vitral que estaba cuando Borges era el director, no un vitral hecho por mí. Yo creo que en esto hay una concepción de la restauración. Hay que decidir si se restaura para que salga en la foto y en la televisión, o para conservar el patrimonio...".

Herzberg, quien es discípulo del escultor Aurelio Macchi, trabaja y enseña junto a Malena Quintar, y cuenta con Eliseo Medina y Nicolás Castagna como ayudantes. Karina Billadoux traduce "Le Traité des Beaux Arts", del monje Teófilo, un renano que se muestra como mentor del taller.

"El material es fascinante, se ablanda, se vuelve rígido, tiene un color que parece vibrar. El vitral me recuerda a Kandinsky, en el sentido de la vibración que debe producir el color en el alma de la gente".

Hay quienes trabajan con vidrios de colores, y otros que lo hacen con vidrios transparentes, que colorean según la necesidad y gusto propio. La grisalla, los vidrios esmaltados y superpuestos, son algunas de las posibilidades creativas del oficio.

Hace unos meses conocí el magnífico taller de Félix Bunge, y con él tuve la posibilidad y el placer de realizar un recorrido, con intención de relevamiento, por distintos edificios porteños que poseen vitraux de verdadero valor patrimonial, como los de la Iglesia Santa Felicitas, los de la capilla del Hospital Alvear, y los del Teatro Colón, entre varios más.

La magia medieval de los talleres de vitrales; multiplicada por tantos pedacitos de vidrio que reflejan increíbles luces de colores; se involucra en la urdimbre porteña.

El Platero

El Padre Guillermo Furlong, en su libro "El trasplante social", de la serie "Historia Social y Cultural del Río de la Plata" (1536-1810) describe, e ilustra con un grabado de John Miers, el "Artificio grande de Plateros indios", donde se observa la manufactura de utensilios de plata, asimismo se reproduce la moneda conmemorativa de la jura de plateros de Buenos Aires a Carlos IV realizada en 1790.

Pasó el tiempo y con él muchos plateros. Entre ellos recordamos a: Tomás Adaglio, Luis J. Alvarez, Enrique de Aurteneche, Abelardo Badaro, Agustín Bafico, Lino Barbosa, Angel Bari, Francisco Basso, Alpinolo Bianchi, Luis Costa, Antonio Daneri, Ernesto Di Tullio, Paulino Esperati, Manuel, Antonio y Juan Manuel Fernández, Agustín Ferrari, Félix Galasso, Luis Gamboa, F. Giaccio, Facundo Giménez, Eugenio Mattaldi, Gregorio Merlo, Nicolás Pietre, Podestá Hnos., Antonio y Angel Podestá, Casimiro Silva, Eusebio Subiría, José María Troncoso, José Varela y G. Weil y Cía.

En 1804 llegó a Buenos Aires el primer Pallarols, procedente de su Barcelona natal, ciudad donde desde 1750 la familia, generación tras otra, se dedicó a la platería.

En la actualidad, Juan Carlos Pallarols, en su local de Defensa donde antes funcionó una de las panaderías tradicionales del barrio de San Telmo, dirige el equipo de trabajo integrado por sus hijos Carlos Daniel y Adrián (séptima generación de plateros), y por Omar Ojeda, Luis Alonso, Alejandro Micheli, Angel Domínguez y Carlos Dijer. Meritxell, su nieta de cinco años, ya está aprendiendo a golpear.

Ingresar en este taller es como descubrir un maravilloso mundo lleno de magia. Los artesanos trabajando, cada uno dejando su impronta personal en las piezas; las herramientas; el repiquetear de la fragua más el tañido de cinceles y martillos y el brillo cambiante de los metales generan un ambiente especial, resultando fácil imaginar que estamos en medio de una cofradía de artesanos medievales.

La plata llega al taller en estado puro. El proceso se inicia en el crisol de fragua (la aleación con el cobre le dará ductilidad y maleabilidad). A continuación se funden lingotes de un kilo, que Pallarols transforma en planchas o en alambres para permitir realizar las piezas deseadas. A partir de allí y luego de horas de cincelado, de batido a martillo y de una gran energía creadora, se llegará a lo buscado, un objeto único. Si bien los plateros trabajan generalmente por encargo, suelen dejar de todas maneras su estilo personal en los diseños. En el caso de Pallarols el barroco rioplatense está siempre presente.

Entre algunas de las piezas realizadas por este artesano recordamos al mate que el presidente Raúl Alfonsín le encargó para obsequiarle a Felipe González, al que Pallarols le grabó el nombre Isidoro, como llamaban al estadista español de chico, y como se hacía llamar ya más grande, para esconderse de las persecuciones franquistas. También se destaca el cáliz realizado a pedido del presidente De la Rúa, para obsequiárselo al Papa Juan Pablo II. Hojas de malvón, y flores de cardo, "la verdadera flor nacional", una pluma realizada por su abuelo, un ángel tocando la trompeta, y las lunas, que para Pallarols tienen un interés que va más allá de la estética, al emparentarla con la alquimia y la magia que siempre tienen lugar a la luz de la luna. No debemos olvidar que la familia realizó muchos de los bastones presidenciales.

Junto a los elementos de trabajo de los plateros y de sus obras, el taller de la calle Defensa deja ver, además, una hermosa colección de máscaras que perteneció a Guilermo Magrassi, junto a instrumentos de música, cuadros y otros objetos.

Otro orfebre que se destaca en el noble arte de trabajar la plata es Emilio Patarca. Sus obras, ya sean candelabros, facones, mates, bombillas, portarretratos o sahumadores, están expuestas en el Fondo Nacional de las Artes, en el Museo Nacional de Arte Decorativo y en otras instituciones. Desde hace varios años Patarca viene realizando exposiciones, con el objeto de hacer conocer la platería criolla en el mundo, entre ellas recordamos las realizadas en el consulado argentino de Nueva York y en la Casa Argentina en Roma durante 1996.

En su taller del quinto piso de San José 762, se ordenan calentadores, crisoles, moldes, sopletes, tases (yunques), cinceles en gran número, y martillos de diferentes tipos. Patarca desde 1981 es platero exclusivo del tradicional Bazar Inglés "Wright" de Avenida de Mayo.

Otro orfebre, del barrio de San Telmo, es Marcelo Toledo que tiene su taller en la calle Humberto I° 462.

Por último recordamos a Francisco Condurso, quien a los diez años se inició en el taller de los Corsini, especialistas en forjar bombillas de oro y plata, en el barrio de Boedo. Su aprendizaje continuó con el platero Julio Orellano. Hoy, en el taller de Francisco Condurso, también trabajan sus hijos: Marcela, Pablo, Francisco y Gabriel. La tradición continúa con orfebres como Pallarols, Patarca, Toledo y Condurso el oficio de platero tiene su mejor brillo.


El Frentista

Entre los diferentes aspectos de la construcción, uno de los más notables, dado que "pone la cara" al edificio, es el del tratamiento de la fachada. Ahí es donde desarrollaba su experiencia y su habilidad el frentista, personaje, que cuando era bueno, resultaba muy solicitado.

En su mayoría fueron de origen italiano, que en su país natal fueron maestros del estuco, hombres rudos que se trepaban con gran agilidad por los andamios mientras iban componiendo el frente de una casa, esa suerte de rompecabezas que determinaba la personalidad de la construcción, aquí inventaron un revoque imaginativo que copió la piedra hasta en sus más pequeños detalles. "Los cortes, las tallas, todo: dureza más, dureza menos, igualito que en París", como escribiera Alicia Dujovne Ortiz en su artículo "Buenos Aires, alma de piedra París".

Las casas chorizo, ese clásico de la arquitectura porteña, representan un buen catálogo de la obra de los frentistas. La mayoría de las fachadas de estas casas fueron realizadas en revoque símil piedra. Con este material, tradicional en nuestro medio, se sustituía la escasez de canteras y la falta de desarrollo constructivo en piedra. La habilidad técnica y artesanal de los frentistas, lograba una excelente imitación, tanto de color como de textura, de la verdadera piedra París. Esta técnica en la ejecución de fachadas resultó muy difundida, determinando una impronta característica en el paisaje urbano de Buenos Aires y de muchas otras ciudades del país, como en Balcarce, donde el frentista italiano Fangio realizó una intensa labor. Allí nació, en 1911, su hijo Juan Manuel, con el tiempo extraordinario quíntuple campeón mundial de Fórmula 1.

Parte de la técnica del símil piedra era ejecutada aplicando el material in situ, sobre los planos de fachada acotados por los "cortes de piedra", allí el frentista tenía una serie de posibilidades en cuanto al acabado, ya fuera "fratachado", "peinado", "martelinado", "pulido", de acuerdo a la textura solicitada. La ornamentación, ya fueran cornisas y molduras lineales, que realizaban con la ayuda de plantillas corredizas sobre reglas, o elementos premoldeados, utilizaban la misma técnica. El símil piedra se caracteriza por envejecer con gran nobleza.

En las casas chorizo el ornato de las fachadas tuvo gran importancia. Desde aquellas más sencillas hasta las más complejas, las diferentes maneras de cada frentista lograron adaptarse a su matriz formal. Ornatos clásicos, florales a la manera art-nouveau, antropomórficos o geométricos, muy difundidos a través del art-decó, estaban a disposición de estos artesanos de la construcción.

* Compilación especial
 
CON LA RENOVACIÓN DEL DISEÑO, actualizamos y corregimos investigaciones, informes y trabajos realizados en otros momentos y que no están incorporados en años anteriores, sino que forman parte del material entregado en el presente año.
Compilación especial realizada y publicada el 17 de mayo del 2006 renovada y continuada hasta enero 2009.
 
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