|
YO ACUSO
18 de mayo del 2010
París,
13 de enero de 1898
Carta
a M. Félix Faure
Presidente
de
Señor:
Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me
preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy,
esta amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?
Habéis
salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones.
Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para
celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne
triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de
trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre vuestro
nombre -iba a decir sobre vuestro reino- puede imprimir este abominable proceso
Dreyfus! Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy,
bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia
conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se
cometió al amparo de vuestra presidencia.
Puesto
que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré
si antes no lo hace el tribunal con toda claridad.
Es
mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro
del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha
cometido.
Por
eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de
hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién
denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables sino al
primer magistrado del país?
Ante
todo, la verdad acerca del proceso y de la condenación de Dreyfus.
Un
hombre nefasto ha conducido la trama; el coronel Paty de Clam, entonces
comandante. Él representa por sí solo el asunto Dreyfus; no se le conocerá bien
hasta que una investigación leal determine claramente sus actos y sus
responsabilidades. Aparece como un espíritu borroso, complicado, lleno de
intrigas novelescas, complaciéndose con recursos de folletín, papeles robados,
cartas anónimas, citas misteriosas en lugares desiertos, mujeres enmascaradas.
Él imaginó lo de dictarle a Dreyfus la nota sospechosa, él concibió la idea de
observarlo en una habitación revestida de espejos, es a él a quien nos presenta
el comandante Forzineti, armado de una linterna sorda, pretendiendo hacerse
conducir junto al acusado, que dormía, para proyectar sobre su rostro un brusco
chorro de luz para sorprender su crimen en su angustioso despertar. Y no hay
para que diga yo todo: busquen y encontrarán cuanto haga falta. Yo declaro
sencillamente que el comandante Paty de Clam, encargado de instruir el proceso
Dreyfus y considerado en su misión judicial, es en el orden de fechas y
responsabilidades el primer culpable del espantoso error judicial que se ha
cometido.
La
nota sospechosa estaba ya, desde hace algún tiempo, entre las manos del coronel
Sandherr, jefe del Negociado de Informaciones, que murió poco después, de una
parálisis general. Hubo fugas, desaparecieron papeles (como siguen
desapareciendo aún), y el autor de la nota sospechosa era buscado cuando se
afirmó a priori que no podía ser más que un oficial del Estado mayor, y
precisamente del cuerpo de artillería; doble error manifiesto que prueba el
espíritu superficial con que se estudió la nota sospechosa, puesto que un
detenido examen demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de
infantería.
Se
procedió a un minucioso registro; examinándose las escrituras; aquello era como
un asunto de familia y se buscaba al traidor en las mismas oficinas para
sorprenderlo y expulsarlo. Desde que una sospecha ligera recayó sobre Dreyfus,
aparece el comandante Paty de Clam, que se esfuerza en confundirlo y en hacerle
declarar a su antojo.
Aparecen
también el ministro de
Pero
en el fondo de todo esto no hay más que el comandante Paty de Clam, que a todos
los maneja y hasta los hipnotiza, porque se ocupa también de ciencias ocultas,
y conversa con los espíritus.
Parecen
inverosímiles las pruebas a que se ha sometido al desdichado Dreyfus, los lazos
en que se ha querido hacerle caer, las investigaciones desatinadas, las
combinaciones monstruosas... ¡qué denuncia tan cruel!
¡Ah!
Por lo que respecta a esa primera parte, es una pesadilla insufrible, para
quien esta al corriente de sus detalles verdaderos.
El
comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica. Corre después en
busca de la señora de Dreyfus y le infunde terror, previniéndola de que, si
habla, su esposo está perdido. Entre tanto, el desdichado se arranca la carne y
proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace
como una crónica del siglo XV, en el misterio, con una terrible complicación de
expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa,
imbécil, que no era solamente una traición vulgar, era también un estúpido
engaño, porque los famosos secretos vendidos eran tan inútiles que apenas
tenían valor. Si yo insisto, es porque veo en este germen, de donde saldrá más
adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia, que afecta
profundamente a nuestra Francia. Quisiera hacer palpable cómo pudo ser posible
el error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam
y como los generales Mercier, Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio,
han ido comprometiendo poco a poco su responsabilidad en este error, que más
tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible, desde luego,
solo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieran a las pasiones
religiosas del medio y a prejuicios de sus investiduras. ¡Y vayan siguiendo las
torpezas!
Cuando
aparece Dreyfus ante el Consejo de Guerra, exigen el secreto más absoluto. Si
un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador
de Alemania hasta Nuestra Señora de París, no se hubieran tomado mayores
precauciones de silencio y misterio.
Se
murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente,
¿Luego
es verdad que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda
Europa y que ha sido preciso para evitar grandes desdichas enterrar en el mayor
secreto? ¡No! Detrás de tanto misterio solo se hallan las imaginaciones
románticas y dementes del comandante Paty de Clam. Todo esto no tiene otro
objeto que ocultar la más inverosímil novela folletinesca. Para asegurarse,
basta estudiar atentamente el acta de acusación leída ante el Consejo de
guerra.
¡Ah!
¡Cuánta vaciedad! Parece mentira que con semejante acta pudiese ser condenado
un hombre. Dudo que las gentes honradas pudiesen leerlas sin que su alma se
llene de indignación y sin que se asome a sus labios un grito de rebeldía,
imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en
Dreyfus
conoce varias lenguas: crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores;
crimen. Algunas veces visita su país natal; crimen. Es laborioso, tiene ansia
de saber; crimen. Si no se turba; crimen. Todo crimen, siempre crimen... Y las
ingenuidades de redacción, ¡las formales aserciones en el vacío! Nos habían
hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa. Es
más: averiguamos que los peritos no están de acuerdo y que uno de ellos, M.
Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se
deseaba. Háblase también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios pasarían
contra Dreyfus. Desconocemos aún sus interrogatorios, pero lo cierto es que no
todos lo acusaron, habiendo que añadir, además, que los veintitrés oficiales
pertenecían a las oficinas del Ministerio de
Así,
pues, solo quedaba la nota sospechosa acerca de la cual los peritos no
estuvieron de acuerdo. Se dice que, en el Consejo, los jueces iban ya,
naturalmente a absolver al reo, y desde entonces, con obstinación desesperada,
para justificar la condena, se afirma la existencia de un documento secreto,
abrumador; el documento que no se puede publicar, que lo justifica todo y ante
el cual todos debemos inclinarnos: ¡el Dios invisible e incognoscible! Ese
documento no existe, lo niego con todas mis fuerzas. Un documento ridículo, sí,
tal vez el documento en que se habla de mujercillas y de un señor D... que se
hace muy exigente, algún marido, sin duda, ¡que juzgaba poco retribuidas las
complacencias de su mujer! Pero un documento que interese a la defensa
nacional, que no puede hacerse público sin que se declare la guerra
inmediatamente, ¡no! ¡No! Es una mentira, tanto mas odiosa y cínica, cuanto que
se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla. Los que la fabricaron,
conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de una legítima emoción;
hacen enmudecer las bocas, angustiando los corazones y pervirtiendo las almas.
¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!
He
aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran cómo pudo cometerse un error
judicial. Y las pruebas morales, como la posición social de Dreyfus, su
fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados,
acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias maquinaciones del
medio clerical en que se movía, y del odio a los puercos judíos que deshonran
nuestra época.
Y
llegamos al asunto Esterhazy. Han pasado tres años y muchas conciencias
permanecen turbadas profundamente, se inquietan, buscan, y acaban por
convencerse de la inocencia de Dreyfus.
No
historiaré las primeras dudas y la final convicción de M. Scheurer-Kestner.
Pero mientras él rebuscaba por su parte, acontecían hechos de importancia en el
Estado Mayor. Murió el coronel Sandherr y sucedióle como jefe del Negociado de
informaciones, el teniente coronel Picquart, quien por esta causa, en ejercicio
de sus funciones, tuvo un día ocasión de ver una carta telegrama dirigida al
comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Era su deber
abrir una información y no lo hizo sin consultar con sus jefes, el general
Gonse y el general Boisdeffre y luego con el general Billot, que había sucedido
al de
Debió
haber un momento psicológico de angustia suprema entre todos los que
intervinieron en el asunto; pero es preciso notar que, habiendo llegado al
ministerio el general Billot, después de la sentencia dictada contra Dreyfus,
no estaba comprometido en el error y podía esclarecer la verdad sin
desmentirse. Pero no se atrevió, temiendo acaso el juicio de la opinión pública
y la responsabilidad en que habían incurrido los generales Boisdeffre y Gonse y
todo el Estado Mayor. Fue un combate librado entre su conciencia de hombre y
todo lo que suponía el buen nombre militar. Pero luego acabó por comprometerse,
y desde entonces, echando sobre sí los crímenes de los otros, se hace tan
culpable como ellos; es más culpable aún, porque fue árbitro de la justicia y
no fue justo. ¡Comprended esto! Hace un año que los generales Billot,
Boisdeffre y Gonse, conociendo la inocencia de Dreyfus, guardan para sí esta
espantosa verdad. ¡Y duermen tranquilos, y tienen mujer e hijos que los aman!
El
coronel Picquart había cumplido sus deberes de hombre honrado. Insistió cerca
de sus jefes, en nombre de la justicia, suplicándoles, diciéndoles que sus
tardanzas eran evidentes ante la terrible tormenta que se les venía encima,
para estallar, en cuanto la verdad se descubriera. Moinsieur Scheurer-Kestner
rogó también al general Billot que por el patriotismo activara el asunto antes
de que se convirtiera en desastre nacional. ¡No! El crimen estaba cometido y el
Estado Mayor no podía ser culpable de ello. Por eso, el teniente coronel
Picquart fue nombrado para una comisión que lo apartaba del ministerio, y poco
a poco fueron alejándose hasta el ejército expedicionario de África, donde
quisieron honrar un día su bravura, encargándole una misión que le hubiera la
vida en los mismos parajes donde el marqués de Mopres encontró la muerte. Pero
no había caído aún en desgracia; el general Gonse mantenía con él una correspondencia
muy amistosa. Su desdicha era conocer un secreto de los que no debieran
conocerse jamás.
En
París la verdad se abría camino, y sabemos ya de que modo la tormenta estalló.
M. Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy como verdadero autor de la
nota sospechosa; mientras M.Scheurer-Kestner depositaba entre las manos del
guardasellos una solicitud pidiendo la revisión del proceso. Desde ese punto el
comandante Esterhazy entra en juego. Testimonios autorizados lo muestran como
loco, dispuesto al suicidio, a la fuga. Luego, todo cambia, y sorprende con la
violencia de su audaz actitud. Había recibido refuerzos: un anónimo
advirtiéndole los manejos de sus enemigos; una dama misteriosa que se molesta
en salir de noche para devolver un documento que había sido robado de las
oficinas militares y que le interesaba conservar para su salvación. Comienzan
de nuevo las novelerías folletinescas, en la que reconozco los medios ya usados
por la fértil imaginación del teniente coronel Paty de Clam. Su obra, la condenación
de Dreyfus, peligraba, y sin duda quiso defenderla. La revisión del proceso era
el desquiciamiento de su novela folletinesca, tan extravagante como trágica,
cuyo espantoso desenlace se realiza en
Se
ha preguntado con estupor cuáles eran los protectores del comandante Esterhazy.
Desde luego, en la sombra, el teniente coronel Paty de Clam, que ha imaginado y
conducido todas las maquinaciones, descubriendo su presencia en los
procedimientos descabellados. Después los generales Boisdeffre, Gonse y
Boillot, obligados a defender al comandante, puesto que no pueden consentir que
se pruebe la inocencia de Dreyfus, cuando este acto habría de lanzar contra las
oficinas de
A
esto se reduce, señor Presidente de la república, el asunto Esterhazy, un
culpable a quien se trata de salvar haciéndole parecer inocente, hace dos meses
que no perdemos de vista esa interesante labor. Y abrevio porque solo quise
hacer el resumen, a grandes rasgos, de la historia cuyas ardientes páginas un
día serán escritas con toda extensión. Hemos visto al general Pellieux,
primero, y al comandante Ravary, mas tarde, hacer una información infame, de la
cual han de salir transfigurados los bribones y perdidas las gentes honradas.
Después se ha convocado al Consejo de Guerra. ¿Cómo se pudo suponer que un
Consejo de Guerra deshiciese lo que había hecho un Consejo de Guerra?
Aparte
la fácil elección de los jueces, la elevada idea de disciplina que llevan esos
militares en el espíritu, bastaría para debilitar su rectitud. Quien dice
disciplina dice obediencia. Cuando el ministro de la guerra, jefe supremo, ha
declarado públicamente y entre las aclamaciones de la representación nacional,
la inviolabilidad absoluta de la cosa juzgada, ¿queréis que un Consejo de
Guerra se determine a desmentirlo formalmente? Jerárquicamente no es posible
tal cosa. El general Billot, con sus declaraciones, ha sugestionado a los
jueces que han juzgado como entrarían en fuego a una orden sencilla de su jefe:
sin titubear. La opinión preconcebida que llevaron al tribunal fue sin duda
esta: "Dreyfus ha sido condenado por crimen de traición ante un Consejo de
Guerra; luego es culpable y nosotros, formando un Consejo de Guerra, no podemos
declararlo inocente. Y como suponer culpable a Esterhazy, sería proclamar la
inocencia de Dreyfus, Esterhazy debe ser inocente".
Y
dieron el inocuo fallo que pesará siempre sobre nuestros Consejos de Guerra,
que hará en adelante sospechosas todas sus deliberaciones. El primer Consejo de
guerra pudo equivocarse; pero el segundo ha mentido. El jefe supremo había
declarado la cosa juzgada inatacable, santa, superior a los hombres, y ninguno se
atrevió a decir lo contrario. Se nos habla del honor del ejército; se nos
induce a respetarlo y amarlo. Cierto que sí; el ejército que se alzará en
cuanto se nos dirija la menor amenaza, que defenderá el territorio francés, lo
forma todo el pueblo, y solo tenemos para el ternura y veneración. Pero ahora
no se trata del ejército, cuya dignidad justamente mantenemos en el ansia de
justicia que nos devora; se trata del sable, del señor que nos darán acaso
mañana. Y besar devotamente la empuñadura del sable del ídolo. ¡No, eso no!
Por
lo demás queda demostrado que el proceso Dreyfus no era mas que un asunto
particular de las oficinas de guerra; un individuo del Estado Mayor, denunciado
por sus camaradas del mismo cuerpo, y condenado, bajo la presión de sus jefes.
Por
lo tanto, lo repito, no puede aparecer inocente sin que todo el Estado mayor
aparezca culpable. Por esto las oficinas militares, usando todos los medios que
les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a
Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus. ¡Ah!, que gran barrido debe hacer el
Gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot).
¿Cuándo vendrá el ministerio verdaderamente fuerte y patriota, que se atreva de
una vez a refundirlo, y renovarlo todo? Conozco a muchas gentes que, suponiendo
posible una guerra, tiemblan de angustia, ¡porque saben en qué manos esta la
defensa nacional! ¡En qué albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones se ha
convertido el sagrado asilo donde se decide la suerte de la patria! Espanta la
terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio
humano de un infeliz, de un puerco judío. ¡Ah! se han agitado allí la demencia
y la estupidez, maquinaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres
inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación, ahogando
en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y
sacrílego, de razón de estado.
Y
es un crimen más apoyarse con la persona inmunda, dejarse defender por todos
los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente,
derrotando el derecho y la probidad. Es un crimen haber acusado como
perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza
de las naciones libres y justas, mientras los canallas urden impunemente el
error que tratan de imponer al mundo entero. Es un crimen extraviar la opinión
con tareas mortíferas que la pervierten y la conducen al delirio. Es un crimen
envenenar a los pequeños y a los humildes, exasperando las pasiones de reacción
y de intolerancia, y cubriéndose con el antisemitismo, de cuyo mal morirá sin
duda
¡Esa
verdad, esa justicia que nosotros buscamos apasionadamente, las vemos ahora
humilladas y desconocidas! Imagino el desencanto que padecerá sin duda el alma
de M. Scheurer-Kestner, y lo creo atormentado por los remordimientos de no
haber procedido revolucionariamente el día de la interpelación en el Senado,
desembarazándose de su carga, para derribarlo todo de una vez. Creyó que la
verdad brilla por si sola, que se lo tendría por honrado y leal, y esta
confianza lo ha castigado cruelmente. Lo mismo le ocurre al teniente coronel
Picquart que, por un sentimiento de dignidad elevada, no ha querido publicar
las cartas del general Gonse; escrúpulos que lo honran de tal modo que,
mientras permanecía respetuoso y disciplinado, sus jefes lo hicieron cubrir de
lodo instruyéndole un proceso de la manera mas desusada y ultrajante. Hay,
pues, dos víctimas; dos hombres honrados y leales, dos corazones nobles y
sencillos, que confiaban en Dios, mientras el diablo hacia de las suyas. Y
hasta hemos visto contra el teniente coronel Picquart este acto innoble: un
tribunal francés consentir que se acusara públicamente a un testigo y cerrar
los ojos cuando el testigo se presentaba para explicar y defenderse. Afirmo que
esto es un crimen más, un crimen que subleva la conciencia universal.
Decididamente, los tribunales militares tienen una idea muy extraña de la
justicia.
Tal
es la verdad, señor Presidente, verdad tan espantosa, que no dudo quede como
una mancha en vuestro gobierno. Supongo que no tengáis ningún poder en este
asunto, que seáis un prisionero de
Hasta
hoy no principia el proceso, pues hasta hoy no han quedado deslindadas las
posiciones de cada uno; a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro
los justicieros que daremos la vida porque la luz se haga. Cuanto más duramente
se oprime la verdad, más fuerza toma, y la explosión será terrible. Veremos
como se prepara el más ruidoso de los desastres.
Señor
Presidente, concluyamos, que ya es tiempo.
Yo
acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante -quiero suponer
inconsciente- del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres
años después con maquinaciones descabelladas y culpables.
Acuso
al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una
de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso
al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de
Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen
de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al
Estado Mayor comprometido.
Acuso
al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo
crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace
de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.
Acuso
al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información
infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha
labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia.
Acuso
a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus
informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los
declare víctimas de ceguera de los ojos y del juicio.
Acuso
a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en
L'Éclair y en L'Echo de París. Una campaña abominable para cubrir su falta,
extraviando a la opinión pública.
Y
por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado
fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber
cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver
conscientemente a un culpable.
No
ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y
31 de
En
cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he
visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero
como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo
aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la
verdad y de la justicia.
Sólo
un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre
de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi
ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme
a los Tribunales y que me juzguen públicamente.
Así
lo espero.
Émile
Zola
París,
13 de enero de 1898
*
Alegato en favor del capitán Alfred Dreyfus, dirigido por Émile Zola mediante
una carta abierta al presidente de Francia, M. Félix Faure, y publicado por el
diario L'Aurore el 13 de enero de 1898 en su primera plana.
Caracteres:
26.403