HAROLDO
CONTI
PERIODISTA
- ENSAYISTA - POETA
|
HAROLDO
CONTI
Recuerdo de escritores
y textos del autor, detenido desaparecido durante la última dictadura
militar.
Producción
periodística Villa Crespo Digital
5 de septiembre
del 2011. Actualizado el 19 de diciembre del 2016
Texto
de Gabriel García Márquez |
A Haroldo
Conti, que era un escritor argentino de los grandes, le advirtieron
en octubre de 1975 que las fuerzas armadas lo tenían en una lista
de agentes subversivos. La advertencia se repitió por distintos
conductos en las semanas siguientes y, a principios de 1976, era ya
de dominio público en Buenos Aires. Por esos días, me
escribió una carta a Bogotá, en la cual era evidente su
estado de tensión. "Martha y yo vivimos prácticamente
como bandoleros", decía, "ocultando nuestros movimientos,
nuestros domicilios, hablando en clave". Y terminaba: "Abajo
va mi dirección, por si sigo vivo". Esa dirección
era la de su casa alquilada en el número 1205 de la calle Fitz
Roy, en Villa Crespo, donde siguió viviendo sin precauciones
de ninguna clase hasta que un comando de seis hombres armados la asaltó
a medianoche, nueve meses después de la primera advertencia,
y se lo llevaron vendado y amarrado de pies y manos, y lo hicieron desaparecer
para siempre. Haroldo Conti tenía entonces 51 años, había
publicado siete libros excelentes y no se avergonzaba de su gran amor
a la vida. Su casa urbana tenía un ambiente rural: criaba gatos,
criaba palomas, criaba perros, criaba niños y cultivaba en canteros
legumbres y flores. Como tantos escritores de nuestra generación,
era un lector constante de Hemingway, de quien aprendió además
la disciplina de cajero de banco. Su pensamiento político era
claro y público, lo expresaba de viva voz y lo exponía
en la prensa, y su identificación con la revolución cubana
no era un misterio para nadie.
Desde
que recibió las primeras advertencias tenía una invitación
para viajar a Ecuador, pero prefirió quedarse en su casa. "Uno
elige", me decía en su carta. El pretexto principal para
no irse era que Martha estaba encinta de siete meses y no sería
aceptada en avión. Pero la verdad es que no quiso irse. "Me
quedaré hasta que pueda, y después Dios verá",
me decía en su carta, "porque, aparte de escribir, y no
muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa". En febrero
de 1976, Martha dio a luz un varón, a quien pusieron el nombre
de Ernesto. Ya para entonces, Haroldo Conti había colgado un
letrero frente a su escritorio: "Este es mi lugar de combate, y
de aquí no me voy". Pero sus secuestradores no supieron
lo que decía ese letrero, porque estaba escrito en latín.
El 4 de
mayo de 1976, Haroldo Conti escribió toda la mañana en
el estudio y terminó un cuento que había empezado el día
anterior: A la diestra. Luego se puso saco y corbata para dictar una
clase de rutina en una escuela secundarla del sector, y antes de las
seis de la tarde volvió a casa y se cambió de ropa. Al
anochecer ayudó a Martha a poner cortinas nuevas en el estudio,
jugó con su hijo de tres meses y le echó una mano en las
tareas escolares a una hija del matrimonio anterior de Martha, que vivía
con ellos: Myriam, de siete años. A las nueve de la noche, después
de comerse un pedazo de carne asada, se fueron a ver El Padrino II.
Era la primera vez que iban al cine en seis meses. Los dos niños
se quedaron al cuidado de un amigo que había llegado esa tarde
de Córdoba y lo invitaron a dormir en el sofá del estudio.
Cuando
volvieron, a las 12.05 horas de la noche, quien les abrió la
puerta de su propia casa fue un civil armado con una ametralladora de
guerra. Dentro había otros cinco hombres, con armas semejantes,
que los derribaron a culatazos y los aturdieron a patadas.
El amigo
estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado, y con la cara desfigurada
a golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de
nada porque habían sido adormecidos con cloroformo.
Haroldo
y Martha fueron conducidos a dos habitaciones distintas, mientras el
comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor.
Luego los sometieron a un interrogatorio bárbaro. Martha, que
tiene un recuerdo minucioso de aquella noche espantosa, escuchó
las preguntas que le hacían a su marido en la habitación
contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había
hecho a La Habana. En realidad. Había ido dos veces -en 1971
y en 1974-, y en ambas ocasiones como jurado del concurso de La Casa
de las Américas. Los interrogadores trataban de establecer por
esos dos viajes que Haroldo Conti era un agente cubano.
A las
cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes tuvo un gesto humano,
y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo
para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios
dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía
los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló:
"¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió
de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él
no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues
sabía que sólo a los que Iban a morir les permitían
ver la cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron
juntos. Seis meses después del secuestro, habiendo pasado de
un escondite a otro con su hijo menor, Martha se asiló en la
Embajada de Cuba. Allí estuvo año y medio esperando el
salvoconducto, hasta que el general Omar Torrijos intercedió
ante el almirante Emilio Massera, que entonces era miembro de la Junta
de Gobierno Argentina, y éste le facilitó la salida del
país.
Quince
días después del secuestro, cuatro escritores argentinos
-y entre ellos los dos más grandes- aceptaron una invitación
para almorzar en la casa presidencial con el general Jorge Videla. Eran
Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti, presidente
de la Sociedad Argentina de Escritores, v el sacerdote Leonardo Castellani.
Todos habían recibido por distintos conductos la solicitud de
plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo hizo,
y entregó además una lista de otros once escritores presos.
El padre Castellani, entonces tenía casi ochenta años
y había sido maestro de Haroldo Conti, pidió a Videla
que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no se
publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo
vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que
lo encontró en tal estado de postración que no le fue
posible conversar con él.
Otros
presos, liberados más tarde, estuvieron con Haroldo Conti. Uno
de ellos rindió un testimonio escrito, según el cual fue
su compañero de presidio en el campo de concentración
de la Brigada Goemez, situada en la autopista Richieri, a doce kilómetros
de Buenos Aires por el camino de Ezeiza. "En mayo de 1976",
dice el testimonio, "Haroldo Conti se encontraba en una celda de
dos metros por uno, con piso de cemento y puerta metálica. Llegó
el día 20. Dijo haber estado en un lugar del Ejército,
donde lo pasó muy mal. Dijo que se había quedado encerrado
en un baño, donde se desmayó. Apenas sí podía
hablar y no podía comer. El día 21 pudo comer algo. Se
ve que andaba muy mal porque le dieron una manta y lo iban a ver con
frecuencia. En la madrugada del día 22 lo sacaron de la celda.
Parece que lo iban a revisar o algo así. Estaba muy mal y no
retenía orines". El testigo no lo volvió a ver en
la prisión. No ha habido gestión, ni derecha ni torcida,
que la esposa y los amigos de Haroldo Conti no hayamos hecho en el mundo
entero para esclarecer su suerte.
Hace unos
dos años sostuve una entrevista en México con el almirante
Emilio Massera, que ya entonces estaba retirado de las armas y del Gobierno,
pero que mantenía buenos contactos con el poder. Me prometió
averiguar todo lo que pudiera sobre Haroldo Conti, pero nunca me dio
una respuesta definitiva. En junio de 1980, la reina Sofía de
España viajó a Argentina al frente de una delegación
cultural que asistió al aniversario de Buenos Aires. Un grupo
de exiliados le pidió a algunos miembros de la comitiva que intercedieran
ante el Gobierno argentino para la liberación de varios presos
políticos prominentes. Yo, en nombre de la Fundación Habeas,
y como amigo personal de Haroldo Conti, les pedí una gestión
muy modesta: establecer de una vez y para siempre cuál era su
situación real. La gestión se hizo, pero el Gobierno argentino
no dio ninguna respuesta. Sin embargo, en octubre pasado, cuando ya
estaba decidido su retiro de la presidencia, el general Jorge Videla
concedió una entrevista a una delegación de alto nivel
de la agencia Efe, y respondió algunas preguntas sobre los presos
políticos. Por primera vez habló entonces de Haroldo Conti.
No hizo ninguna precisión de fecha, ni de lugar ni de ninguna
otra circunstancia, pero reveló sin ninguna duda que estaba muerto.
Fue la primera noticia oficial, y hasta ahora la única. No obstante,
el general Videla les pidió a los periodistas españoles
que no la publicaran de inmediato, y ellos cumplieron. Yo considero,
ahora que el general Videla no está en el poder, y sin haberlo
consultado con nadie, que el mundo tiene derecho a conocer esa noticia.
1981. Gabriel García Márquez
Confuso
privilegio ser sobreviviente. En especial cuando a uno –en este
caso, a mí– le piden que tome la palabra para saludar a
alguien que ya no está. Nada menos que "hacer uso de la
palabra" en relación a una persona ausente de manera definitiva,
tratando de convocar una presencia que participe de lo episódico
y la congoja. Un conjuro, en realidad, frente a los agravios del olvido.
Trato
de ser muy claro: el elogio de sus libros (Sudeste o El álamo
carolina) resultaría tan intenso que, eventualmente, pudiera
ser recibido como una apología. Y las apologías no son
mucho más que una colección de ripios, enfáticos
a simple enunciado. O como un epitafio con signos de admiración.
Exorcismo, entonces, de encomios o alabanzas. Al fin de cuentas, si
algo resuena como lo más opuesto a las cortesías es la
apelación al luto. Un duelo que nada tiene de rezongo y mucho
menos de victimismo. Y en eso estamos aquí.
Aludí
al dilema de un sobreviviente como yo. Desde el otro extremo del panegírico
me hacen señas varias discordancias. Y aclaro aún más:
disconformidad en relación a la piadosa –crédula,
incauta– confianza de Haroldo hacia compatriotas que él
creía personas y no eran más que traficantes.
De donde
se sigue, ni elogios legítimos ni reproches fraternales. Pero
del dilema inicial (eso sí, y para trascenderlo) pasar a la diatriba
frente a quienes merodearon a Haroldo abusando de su religiosa –tal
cual– credulidad que renegaba de virtudes oficiales: infidentes,
obscenos amenos bastardos, impostores diestros y veloces, yermen para
lo que les mandaran; y en plano inclinado, espías delatores y
verdugos. Las diatribas, menos mal, son un género muy transitado
por las indignaciones tan clásicas como genuinas; extensas, en
absoluto monótonas, con una inventiva ultrajantemente equitativa,
certeza mediante irrebatibles juicios fidedignos. Y que suelen especializarse
en figurones impávidos y serviciales. La memoria de Haroldo Conti
se transforma así en querella de vestales canonizadas.
Pero,
dos cosas para destacar –brevemente– como jubiloso desagravio
ante todas esas miserias: primero el viaje que hicimos juntos con Haroldo
y, después, uno de sus libros fundamentales.
Salimos
de La Habana en uno de aquellos aviones vetustos, obstinados a los que
llamaban –creo recordar– Britanias con cuatro hélices
aún y con la mitad de la cabina de pasajeros "despejada"
para hacerles lugar a cajas, bultos y demás correos. Haroldo
y yo íbamos sentados con las rodillas recogidas a la altura del
pecho. Bien. Abajo y de un tajo. El portaba una especie de cañón
de aluminio relleno con afiches del nuevo cine cubano; yo, apenas si
un cenicero con el emblema de cierto hotel y destinado a una amiga del
barrio de Boedo. Haroldo me lo reprochó. Aeropuerto de Terranova:
Haroldo descifraba un monumento a la Queen of England mientras yo me
resbalé en la pista helada tratando de no resultar demasiado
sentimental. En Irlanda los dos nos descubrimos más corroborados
al verificar el mítico verde calumniado por Oscar Wilde, Shaw
y el Ulises. En Praga abundamos sobre Kafka y en torno al socialismo
centroeuropeo. Y nos desquitamos en Madrid encarnizándonos con
el Generalísimo. Haroldo hablaba con fervor de Buenos Aires eludiendo,
reposadamente, toda pasión argentina.
Por eso,
de Sudeste quisiera sugerir: se equivocan quienes lo emparentaron con
El viejo y el mar; no se trata en Haroldo del Caribe transparente sino
del Paraná embarrado que finge mansedumbre alterada por bruscos
arrebatos a lo Horacio Quiroga. El río es tiempo que fluye y
cuerpo (herida, pejerrey y agobio) del protagonista, que suele empecinarse
en trabajos robinsonianos o en fantasmas en un delta grotescamente alucinado,
a lo Fermín Eguía. Sudeste "elemental" con agua,
desde ya, fuego, zanjas yventarrones. Comarca primordial marcada por
faenas y sabidurías que siempre aluden o preanuncian la presencia
de la muerte.
La muerte,
muertes, en Sudeste y en los otros libros de Haroldo Conti (baladas,
jaulas y cazadores), casi siempre aparecen como ecos, ráfagas,
amagos o inscripciones en la corteza de los árboles. Es que los
epitafios de Haroldo fundamentalmente son vegetales. Las piedras entre
nosotros resultan mojones o se llaman Walsh, Ortega Peña, Paco
Urondo. Invictos. Como Haroldo Conti, más sosegado pero también
invicto.
04 de mayo del 2006
PRÓLOGO
MASCARÓ
HAROLDO
CONTI
|
Mascaró
se me apareció hace cosa de tres años. Yo estaba vacío
y triste, después de haber publicado En vida, y como ocurre siempre,
pero en este caso muy especialmente, pensé entonces que no volvería
a escribir una sola línea en todo el resto de mi vida. No me
sorprende ahora haberme equivocado, a tal punto que en esos tres años
escribí dos libros, aparte de otras cosas, porque eso me ocurre
generalmente. Salvo los premios, no acierto por lo común en nada.
Bueno,
yo estaba vacío y triste cuando un buen día escuché
de un auténtico vagabundo la in-creíble historia del Príncipe
Patagón. Me gusta escuchar a la gente. Creo que eso me salvó.
Pegué un salto en el aire. Ahí tenía mi próxima
novela. Tan clara la tenía que me abalancé sobre un papel
y escribí de un saque el plan. Fue la primera vez que tuve el
plan del principio al fin. Sirve tanto como un plan económico
o el pronóstico del tiempo. Fue tan sólo un punto de partida,
una especie de compromiso. Mascaró tenía que madurar dentro
de mí. Eso me llevó su tiempo. Nunca me apresuro en esos
casos. Sucede que llega un momento que la historia empuja tanto dentro
de uno que sale afuera por sí sola. Así fue. Mascaró
me hacía señas desde un costado de mi vida llamándome
a su loco camino.
Pues bien,
tanto empujó, que otro buen día, para cortar amarras,
salté de golpe al camino, me marché inclusive de mi casa,
abandoné todo y ahí empezó mi vida con Mascaró,
es decir, empezó la novela que para mí es siempre un auténtico
modus vivendi. Resumirla en un par de líneas no tiene sentido.
Podría intentar una especie de comentario conceptual que, en
definitiva, puede aplicarse tanto a Mascaró como a la Imitación
de Cristo o a un libro de Napoleón Primero. Eso le corresponde,
en todo caso, a los críticos. Contar la historia sin encarnadura
sería falsificarla. Y contar la historia tal cual aconteció
sería narrar la novela de nuevo. Porque aquel plancito creció
y creció como un árbol y así entraron en esa historia
desde mis más sencillos amigos, como Tony Beck o el capitán
Alfonso Domínguez, alias "Cojones", hasta esta tierra
de lucha y esperanza que se llama América.
Mascaró
daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto,
y yo era a medias, el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces,
que Mascaró realmente no me pertenece.
Ahora, a diferencia de esas otras veces, no he quedado triste y vacío,
porque Mascaró sigue vivo y me demanda nuevos caminos. Siento,
eso sí, la breve tristeza de despedirme de él para que
comience a compartir su camino con otras gentes. Aquí estamos,
pues, a un costado de ese camino diciendo los adioses y estrechando
su firme mano. Pero yo sé que volverá. Yo sé que
volverá. Yo sé que volverás, compadre. Por eso
te digo hasta siempre. No te olvides de mí ni de mi compañera,
los que tanto te amamos. Volvé pronto para que podamos seguir
viviendo y amando, oscuro jinete, dulce cazador de hombres. Mascaró,
alias Joselito Bembé, alias la Vida.
Muerte
de un hermano
Haroldo Conti
A
mi madre
|
El viejo
ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento
que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el
medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó
sobre él.
—Juan...
El hombre sonrió.
— ¡Juan!
— ¿Qué tal, hermano?
— ¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
— ¿No te dije que algún día iba a volver?
—Sí... eso dijiste... ¡claro que sí!
La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras
avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se
comprimieron y juntaron en una franja circular.
—Juan, hermanito...
Movió la cabeza para uno y otro lado.
—Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.
—Lo sé.
— ¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero
al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé...
Yo le decía a esta gente —trató de señalar—,
esta gente...
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él,
no había duda. El mismo rostro duro y franco.
—Yo también llegué a dudar, ¿sabes? —reconoció
entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta. —Bueno, se comprende.
—Supongo que sí...
—Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es
así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó
dentro de él.
— ¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había
vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera
las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose
apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese
rostro querido.
— ¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? —preguntó
con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca
en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
—Bien, bien...
— ¡Este Juan!... ¿Eso es todo?
—Nunca hablé demasiado.
—No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos
o tres palabras más.
Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi
igual a este Juan. O tal vez igual del todo.
—Pero cantabas muy bien, eso sí ¿Todavía
conservas esa linda voz?
—Creo que sí.
— ¿Y cantas también?
—Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna
cosa.
—Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero
no canta casi nunca...
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
—A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente
era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por
lo bajo:
—Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí...
Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes
cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que
el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me
dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa".
Volvió a levantar la cabeza.
—Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente
a pesar de que era una mano ancha y poderosa.
—Creí que ya no vendrías. Ésa era la verdad.
Perdóname, pero lo llegué a creer.
— ¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido
y te voy a llevar.
— ¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan,
quiero que lo oigan todos!
—Eso es...
—Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano
y nos iremos un día... ¿Qué pasa? ¡Juan!
¡Juan!
—Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
—Creí que te habías ido.
—No te preocupes.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ése era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía
y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía
una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol
con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los
pájaros y los cielos por el otro.
Años
atrás, la mano también sobre el hombro, le había
dicho casi lo mismo. "No te preocupes. Volveré por ti un
día." Estaban sobre el camino de tierra, en el límite
del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido
que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron
el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después
salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el
coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después
desapareció en un recodo.
Él
se preguntó más de una vez de dónde le había
nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la
proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba
en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse
algún carro soñoliento o la figura más pequeña
y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la
mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía
todo el camino para él, de una punta a otra, y además
lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y
confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal
que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente
hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se
marchó.
Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje
de tristeza. Y después vinieron los años difíciles.
La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió
en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta
que una mañana de agosto salió al camino él también
y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció
detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía
después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas
un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza,
miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.
En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda
esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo
él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupación
consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo
y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana.
A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían
boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían
lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas
alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y .pensaba en
la casa lejana, el campo joven y abundoso.
Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan.
No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse
con canciones y vislumbres más propias del día. Pero de
todas maneras su hermano había crecido dentro de él y
era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había
una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían
frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces,
vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero
en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso
para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Sólo que últimamente la imagen había empalidecido
y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía
la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido
interés en el asunto. Ni más ni menos. Los años
habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se
dejaba llevar y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
—Las
cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...
—¿De qué estás hablando?
—Me pregunto cómo sucedió todo esto.
—¿Qué importancia tiene, muchacho?
—Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas
sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
—Bueno, es lo que pasa por lo general.
—No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida
y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
—No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente.
Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.
—Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te
la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
—Aquí estoy.
— ¿Quisieras darme la mano?
—Claro que sí.
Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera
y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba
extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.
— ¿Qué se habrá hecho de la gente? —se
preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener
la cabeza que parecía querer escapársele—. Debe
ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el último
hilo de voz preguntó todavía:
— ¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
—Cuando quieras, muchacho.
—Vamos ya...
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