JULIO
CORTÁZAR
UN
HOMENAJE A AGRONOMÍA
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JULIO
CORTÁZAR
Producción
Periodística de Villa Crespo Digital
8 de septiembre
del 2011. Actualizado el 20 de diciembre del 2016
Cortázar
vuelve al barrio Agronomía
El barrio de Agronomía aparece en varios de sus relatos, como
en el cuento "Omnibus" de su primer libro de cuentos, "Bestiario".
Los fines
de semana y las vacaciones de Julio Cortázar entre los años
1934 y 1951 transcurrían en la casa de su madre, en el barrio
de Agronomía, cuando el joven escritor volvía de dar sus
clases como profesor de escuelas secundarias en las localidades bonaerenses
de Chivilcoy y Bolívar.
El barrio
de Agronomía aparece en varios de sus relatos,
como en el cuento "Omnibus" de su primer libro de cuentos,
"Bestiario". Al hablar del puente
San Martín, Cortázar dijo: "Todos me decían,
por ejemplo, que el puente de la Avenida San Martín era sólo
eso, un puente. A mí sin embargo, me parecía el camino
adecuado a la sobriedad y la belleza". Mañana y el domingo,
Julio Cortázar regresará al barrio Agronomía con
una serie de homenajes organizados por el Ministerio de Cultura porteño
y los vecinos en el Instituto Comunicaciones, Tinogasta 2685 -a la altura
de Avenida San Martín 5500- en el horario de 10 a 23.
—Si
le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva —pidió
la señora Roberta,
reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba
las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación
con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría
cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de
lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado
para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té
dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales
de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta
y Zamudio bajó
Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto
por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía.
En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras
esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones
sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney
le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta
dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó
apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían
más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema.
Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco
bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en
la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en
pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón
y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes
y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin
que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo.
Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de
un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto
azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero."
Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló
vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se
instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el
lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando.
Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar,
el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo
por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su
asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió
unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre
ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín
a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada
y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó
de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en
el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella,
por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una
vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida
absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en
la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia
la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros
de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo
de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del
ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros
miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que
sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez
era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en
ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque
había esperado un desenlace amable, una razón de risa
como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su
comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y
continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo,
fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando
la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir
la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando
las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así
una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros
miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve
ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus
tengan ramos.
Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían
los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona
de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles
del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo
duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía
a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas
y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios,
color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera
ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles
casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel
rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante
en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo
de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban
vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas
tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles
bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y
también el guarda, el señor de los claveles, el calor
en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro
tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos
de Cuenca terminan.
Nadie
bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda
que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre
tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba
el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince",
oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el
boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y
le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince."
Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo,
ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío
al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco
centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara
la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación
de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces
lo miró rápido y el se puso a devolverle la mirada; los
dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación,
nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con
las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después
al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera
pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban
mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la
miraban directamente porque les interesaba más el recién
llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los
dos en la misma observación. Qué cosa estúpida
esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con
su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería.
Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad
sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos
boleto de quince", como si eso los acercara.
Tocarle
el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes,
metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le
hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el
muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras
en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre
que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba
en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora
con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía
vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente,
con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía
obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de
bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener
un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba
a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba
sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al
anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el
rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón;
de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de
la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta
para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos
antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con
las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba
algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío
cayéndole de todas partes.
Sin detenerse
el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada
frente al peristilo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el
pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon
las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había
un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su
ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien
que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron
en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los
claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento
vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y
franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros,
o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta
hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la
gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de
su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las
rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila,
mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos
entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de
debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara
en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás
con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron
ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño,
más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi
necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía
todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los
dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran
simplemente manos; nada más.
—
¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula:
"Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo,
y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca,
marca boletero un boleto azul
o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos;
el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó
la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó
velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera
que puso plomo en el estómago de
Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote
cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada,
se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después
Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya,
como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una
mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo
despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre
la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus
en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de
golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los
sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—.
Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se
dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a
un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda
no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor.
Vieron (sin
querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor
abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con
el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos
miraban al muchacho y que éste se ponía rígido,
como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba
en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda
carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido
tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a
dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va
a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro,
le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras
el último vagón pasaba con un estrépito de hierros.
El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a
su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías,
la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible
pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de
que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro
pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse
tirando de la campanilla
y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así;
lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano
que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos
me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A
mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en
la solapa —dijo—. Hoy salí
apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a
Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
— ¿No se podría levantar un poco la ventanilla?
Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía
frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor;
el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera
y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—.
Usted ve que es el único asiento del coche que viene así,
por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento
de levantarse.—
Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero
ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba
de lleno para escapar a la atracción de allá adelante,
de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El
pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó
la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio
acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente
Clara—. Cree que lleva todo,
y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me
sentí tan mal.
—Eran insoportables —protestó él—. ¿Usted
vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los
ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo
Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él
con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles
apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue
a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los ví apenas habían
subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida
San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría
en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió
del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la
manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos
alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parpadeando.
"¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una
voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el
conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló
al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
— Si no estuviera usted... —murmuró Clara—.
Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
— Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
— Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera
bajado igual.
—Yo saqué boleto de quince —dijo él —
Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después
hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los
subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire
verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la
nueva
Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más
en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún
policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse
contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose
con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele
las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron
bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas.
Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al
puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza
casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes,
de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería
de la gente, de la paciencia.
Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su
compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio,
temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—.
Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido
para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la torre de
los ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas
doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido
y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada,
y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus
piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso
libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a
punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje
a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante,
y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose
escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba
con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los
rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y
temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero,
los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento
en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo
con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió
su compañero saltaba también y la puerta bufó al
cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos
rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas
que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar
la palanca que cerraba la puerta.
Él
la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza
llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban
como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente
el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía
de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue
a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos
de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo
tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron
andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba
su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
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