De la Doctrina de la Seguridad Nacional a la “gobernabilidad
democrática con cooperación”
Por
Correpi especial para Villa Crespo Digital
29
de diciembre del 2011
La
sanción de la más reciente ley antiterrorista del
gobierno peronista de los Kirchner, la octava desde el inicio de
su gestión, fue tema abordado por periodistas, comentaristas,
“opinólogos” profesionales y políticos,
y, de manera bien diferente a las anteriores, silenciadas por las
grandes empresas de medios, llegó a los grandes titulares
y las tapas de los diarios.
Esta nueva reforma al código penal, igual que las de 2003,
2005, 2007 y 2009, fue propuesta y aprobada en tiempo record para
cumplir servilmente con las directivas impuestas por el Grupo de
Acción Financiera Internacional (GAFI), uno de los organismos
“especializados” internacionales usados por el imperialismo
para asegurar sus planes de dominación. A través del
GAFI, el FMI y otros organismos similares, el Departamento de Estado
yanqui y el Pentágono ejecutan los objetivos formulados a
partir de los documentos Santa Fe I y II, y ratificados, en las
últimas décadas, en sus planes de seguridad para la
región. Así, buscan garantizar el apoderamiento de
recursos naturales, el subsidio de su propio déficit interno,
la hegemonía en el comercio internacional y el control indiscriminado
de los recursos financieros mundiales, homogeneizando la legislación
mundial y adaptándola a su nueva versión de la Doctrina
de la Seguridad Nacional, que denomina “terrorista”
al mismo enemigo que, décadas atrás, llamó
“subversivo”, y basa su acción, ya no primordialmente
en la intervención militar directa, sino en la defensa de
la "gobernabilidad democrática" sustentada por
la "cooperación continental".
Toda
calificación de “conspirativa” de estas afirmaciones
desaparece si se ingresa al sitio web del FMI y se lee el “Manual
para la redacción de leyes” en la sección “Represión
del financiamiento del terrorismo”, publicado por el Departamento
Jurídico del Fondo Monetario Internacional el 4 de agosto
de 2003. Allí, didácticamente se explica a los gobiernos
de los países sometidos a EEUU cómo ajustar su legislación
interna, salvando las dificultades técnicas que pudieran
surgir por las diferencias que existen entre los variados sistemas
jurídicos vigentes.
La
nueva ley en nada se diferencia de las anteriores, ni en su contenido
ni en la forma de su sanción. A principios del mes de octubre,
el GAFI reclamó, de nuevo, al gobierno argentino que avanzara
en la sanción de leyes antiterroristas, pues las dictadas
entre 2003 y 2009 no alcanzaban. En cuestión de horas, el
ministro de Justicia y DDHH, Julio Alak, convocó a una conferencia
de prensa para anunciar que el poder ejecutivo había enviado
al congreso un nuevo paquete de leyes “para seguir adecuando
la legislación nacional a los mejores estándares internacionales,
de acuerdo con la Convención Internacional para la Supresión
del Financiamiento del Terrorismo y la Convención Interamericana
Contra el Terrorismo”.
Al
día siguiente de la conferencia de prensa ministerial, las
principales representaciones empresariales, como la Unión
Industrial, la Sociedad Rural , las cámaras de la Construcción
y Comercio, la Bolsa porteña, la ABA y la Adeba, aplaudieron
la medida y ratificaron su apoyo al gobierno que más leyes
antiterroristas ha dictado en Argentina, mostrando con claridad
qué intereses se defienden con ese tipo de leyes.
El proyecto, que duplica las penas de cualquier delito cuando la
intención del autor sea “aterrorizar a la población
u obligar a las autoridades públicas nacionales, o gobiernos
extranjeros, o agentes de una organización internacional,
a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”, ya es ley, votada
por la mayoría kirchnerista, buena parte del PJ no kirchnerista,
y renombrados “progres” como Martín Sabatella
y sus compañeros de bancada de Nuevo Encuentro, el ex radical
Carlos Raimundi y el banquero del PC, Carlos Heller.
La
ley se sumó a la dictadas, siempre en obediencia al poder
imperial, desde 2003: la 25.765 y la 25.764, ambas de agosto de
2003, que recogieron buena parte del contenido de los proyectos
fracasados, en 1995 y 1997, impulsados por el menemismo, el radicalismo
y el Frepaso, como el arrepentido, el informante, el testigo de
identidad encubierta; las leyes 26.023 y 26.024, de abril de 2005,
que ratificaron e incorporaron al derecho interno la Convención
Interamericana contra el Terrorismo (Convención de Barbados)
y el Convenio Internacional para la represión de la financiación
del terrorismo de la ONU ; la ley 26.087, de abril de 2006, que
modificó el encubrimiento y lavado de activos de origen delictivo
y dio más facultades para la UIF ; la ley 26.268, de julio
de 2007, que creó los delitos de “asociación
ilícita terrorista”, de recolección o provisión
de fondos para tales asociaciones, y, finalmente, en noviembre de
2009, la ley 26.538, que amplió más el Fondo permanente
de recompensas.
De
allí que resulte llamativo que, después de su total
silencio frente a los proyectos anteriores, igual de peligrosos,
esta nueva reforma “antiterrorista” del código
penal concitara la atención de los políticos del sistema,
de los grandes medios y de organizaciones y “personalidades”
íntimamente vinculadas –cuando no orgánicas-
del partido de gobierno. La inusitada reacción comenzó
a partir de que, puesto a defender la ley, entonces todavía
en forma de proyecto, el director de la UIF (Unidad de Información
Financiera), José Sbatella, dijo que el propósito
no era perseguir opositores, sino castigar como actos terroristas
las corridas cambiarias, los golpes de mercado o la emisión
de noticias falsas.
Sbatella,
que antes de ser funcionario kirchnerista pasó por la gestión
pública en los gobiernos de Alfonsín, Menem y De La
Rúa, abrió, seguramente sin desearlo, el debate. Sus
palabras motivaron la inmediata reacción del establishment
financiero y del aparato empresarial de medios, que lanzaron titulares
como “Éramos pocos y a los medios nos llegó
la ley antiterrorista” (nota del editor general adjunto de
Clarín, 24/12/2011).
“Como
está escrito, la nueva ley abre la puerta a la criminalización
de la protesta social”, dijo el senador radical Ernesto Sanz,
cuyo partido encabezó el represor gobierno de la Alianza,
que asumió en diciembre de 1999, fusilando autoconvocados
en el Puente General Belgrano de Corrientes, y escapó fusilando
a los manifestantes en todo el país, en diciembre de 2001.
Rubén Giustiniani, referente del Frente Amplio Progresista,
llamó “paradójico” que “en la Argentina
, un país que se precia de estar a la cabeza en materia de
Derechos Humanos, se apruebe una ley que significa un grave retroceso
en esta materia”. No le parece paradójico, claro, que
el gobierno provincial de su “Partido Socialista” en
Santa Fe registre los mayores índices de asesinados por el
gatillo fácil y la tortura en cárceles y comisarías
desde hace más de cinco años.
Otra
voz “progresista” que se alzó fue la del juez
de la Corte Suprema, Eugenio Raúl Zaffaroni, que habló
de la “extorsión del GAFI” y llamó “disparate”
al proyecto, adjetivo que nunca usó para referirse a sus
propios fallos limitando la aplicación del delito de tortura
a los hechos ocurridos durante gobiernos militares, pues sostiene
que, en democracia, la aplicación de tormentos nunca puede
constituir más que delitos menores, excarcelables y prescriptibles,
como apremios o vejaciones.
También desde el propio riñón kirchnerista
hubo críticas, como las formuladas en sendos comunicados
por Abuelas de Plaza de Mayo y el CELS. El segundo se quejó
por la “imprecisión de los términos”,
mientras que la organización dirigida por Estela Barnes de
Carlotto (cuyo hijo Remo votó afirmativamente en el recinto)
advirtió que: “Si bien el Gobierno sostiene una política
de no represión, los jueces, como poder independiente, serán
quienes apliquen e interpreten esta ley. Ante la heterogénea
composición de la magistratura, integrada en muchos casos
por jueces de perfil conservador, no faltará quien la interprete
en un sentido negativo (...) y los gobiernos provinciales con un
perfil diferenciado al del gobierno nacional también podrían
encontrar la oportunidad de impulsar prácticas represivas
de la protesta”. O sea, bastaría una definición
más concreta de “terrorismo”, y jueces y gobernadores
que sean fieles kirchneristas, para que no tuviéramos nada
que temer...
Los
kirchneristas y sus aliados, escandalizados por la grosería
represiva de la norma –a ellos les gustan las cosas más
sutiles-, depositan sus esperanzas en que la presidenta, cabeza
del poder ejecutivo que remitió el proyecto al congreso,
y jefa de un gobierno que lleva promulgadas siete “leyes antiterroristas”
anteriores, vete la iniciativa. Son contradicciones propias de las
fricciones internas entre los distintos bloques burgueses, sin que
ninguno de ellos abandone su posicionamiento antipopular.
Todo
el conglomerado de leyes ya existentes, afines a la que acaba de
ser sancionada, establece una frondosa burocracia secreta poblada
de informantes, infiltrados, agentes encubiertos y provocadores,
legitimados por el “legal ejercicio de la superior función
de protección del orden público”, y que vemos
actuar a diario, cuando los jueces usan informes de inteligencia
de la policía o la gendarmería para fundar sus fallos.
Ahora,
es “terrorismo internacional” cualquier acto que tenga
por propósito “aterrorizar a la población”,
y nada causa más terror a la burguesía que la clase
trabajadora organizada y en pie. Es “terrorista” quien
pretenda “obligar a un gobierno o a una organización
internacional a realizar un acto, o abstenerse de hacerlo”,
lo que, claramente, es aplicable a cualquier movilización
que exija una medida de gobierno o la repudie.
En
la actualidad, jueces y fiscales tienen suficiente, con las normas
que ya existen, para represaliar a gusto a los luchadores populares.
Tenemos compañeros acusados de “extorsión”
por reclamar un aumento de sueldo; por “amenazas coactivas”
por defender un paro de actividades; por “homicidio”
por defenderse de una patota; por “entorpecimiento del normal
funcionamiento de un establecimiento productivo” por hacer
un piquete frente a una fábrica, sin olvidar las figuras
típicamente usadas para reprimir la protesta, como la interrupción
del tránsito vehicular terrestre y el atentado y resistencia
a la autoridad, o las creadas con ese específico fin, como
la prepotencia ideológica, la intimidación pública,
la incitación a la violencia colectiva, la intimidación
pública y las variantes de la asociación ilícita,
“calificada” y “terrorista”.
La
sistemática incorporación de más normas represivas,
especialmente diseñadas para dotar al aparato estatal de
mejores y más eficaces herramientas para criminalizar la
protesta social y perseguir a los luchadores del campo popular,
muestra que, pese a que con lo que ya tienen les alcanza para que
más de 6.000 compañeros sufran el embate judicial
por movilizarse en defensa de sus derechos, saben que, más
temprano que tarde, crecerán las luchas, y quieren estar
preparados para defender sus privilegios.
Las
leyes antiterroristas –ésta, y las siete anteriores-
son herramientas revestidas de legalidad, destinadas a disciplinar
a los sectores y organizaciones que combaten al sistema. Lejos de
ser una novedad, son una actualización del esquema represivo
del estado que responde a los intereses imperialistas de EEUU y
sus organismos internacionales. Su propósito determinante
es aislar las luchas, amedrentar a quienes se organicen, y eliminar
la resistencia.
La excusa, hoy, es el terrorismo. Como en el pasado, la única
forma de enfrentar esta escalada represiva es con más organización
y con más lucha, para responder en forma unificada ante cada
ataque al pueblo trabajador.
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