CARLOS
ASTRADA - 26 DE FEBRERO |
Por Elena Luz González Bazán especial para Villa Crespo Digital
3
de febrero del 2011. Actualizado el 20 de febrero del 2017
Carlos
Astrada (Córdoba, 26 de febrero de 1894 - Buenos Aires, 23 de
diciembre de 1970) fue un filósofo argentino.
Realizó
sus estudios secundarios en el Colegio Nacional del Monserrat de Córdoba
y sus estudios universitarios de Derecho en la Universidad Nacional
de Córdoba. En 1926, con el ensayo "El problema epistemológico
de la Filosofía", Astrada ganó una beca a Alemania.
Estudió en las universidades de Colonia, Bonn y Friburgo, con
Max Scheler, Edmund Husserl, Martin Heidegger y Oscar Becker durante
sus cuatro años allí.
Cuando
regresó a la Argentina, Astrada fue designado como jefe de Publicaciones
y Conferencias en el Instituto Social de la Universidad Nacional del
Litoral (1933-1934). Allí comenzó una carrera extensa
en distintas funciones académicas del país: fue profesor
adjunto de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires (1936-1947), Profesor de Ética en la Facultad de Ciencias
y Humanidades en la Educación en la Universidad de La Plata en
La Plata (1937-1947), Profesor de Filosofía en el Colegio Nacional
de Buenos Aires (1939-1949), profesor de nomología y metafísica
en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos
Aires (1947-1956), Director del Instituto de Filosofía en la
Universidad de Buenos Aires (1948-1956), etcétera.
LA COSMOGONÍA GAUCHA
Gauchos
argentinos en fotografía de 1865 obtenida por Benito Panuzzi
Carlos
Astrada es uno de los pocos filósofos que ha generado la historia
argentina. Lo mismo que Alejandro Korn o Rodolfo Kusch, su destino actual
es el olvido. Autor de numerosas obras de relevancia, como Hegel y el
presente (1931); Nietzsche. Profeta de una edad trágica (1945);
Goethe y el panteísmo spinoziano (1933). En 1948 publica el Mito
Gaucho. Obra de especulación filosófica respecto al hombre
argentino, la geografía pampeana, y la metafísica del
gaucho. La imaginación teórica de Astrada lo conduce a
fundir en una sola constelación reflexiva el Martín Fierro,
la cosmovisión pitagórica y el karma búdico. Mediante
esta sorprendente simbiosis de tradiciones, Astrada piensa la cosmogonía
gaucha, su forma de percibir el origen de la existencia, el hombre y
la llanura. Y su manera de entender el tiempo y sus secretas afinidades
con el círculo, y una "rueda de la tardanza".
COSMOGONÍA
GAUCHA
Por
Carlos Astrada
1.
LA TÉTRADA PAMPEANA
La
extensión yacía cubierta por un gran silencio. El silencio
cuyo piélago iba a ser la cuna del mito pampeano, el que al cobrar
voz, voz de canto, lo desgarraría para articular dentro de su
cósmica concavidad una palabra, la palabra de un mensaje, la
cifra de una cosmogonía, de una historia gaucha del mundo, cuyos
elementos primordiales comienzan a organizarse, a articularse en cosmos
en virtud de la medida y el rimo de las estrofas de un canto.
No
sólo, en el mundo, primero fue la poesía, el canto, sino
que el mundo mismo empieza a arquitecturarse, a surgir del caos primitivo
en una canto plasmador. Es que, como nos enseña el Mago del Norte,
"la poesía es el idioma materno del linaje humano"
y así "como la floricultura es más antigua que la
agricultura y la pintura que la escritura, el canto es más antiguo
que la declamación", que la palabra hablada y el discurso.
El
cielo, la tierra y el mar eran un bloque indiviso de silencio, y en
este inmenso piélago silente flotaban, todavía sin nombres,
es decir in develadas, enigmáticas, las cosas; y la vida pampeana,
latente, en germinación, aguardaba el signo diferenciador y jerarquizador
de las normas, para organizarse e integrarse en un mundo. Cielo, tierra
y mar callaban, y la noche les devolvía, ahondado en eco, el
denso silencio, ese silencio que como el Número pitagórico,
muñido de la fuerza del Uno supremo, o la región de las
Madres goetheanas, es la matriz de las formas originarias, de las que
fluyen de los moldes arquetípicos todos los seres, en concreciones
y diferenciaciones múltiples.
Es el momento en que esta tétrada o cuaternidad cósmica
va a cobrar voz, irrumpiendo en un canto en el arquetipo de la pampa,
en el gaucho. Así, en el contrapunto de Martín Fierro
con el Moreno, asistimos de nuevo, en el relato rapsódico, al
emerger de cielo, tierra, mar y noche del silencio originario, de este
reino abismático que guarda en germen las floraciones teogónicas
y cosmogónicas. Estamos, más o menos, ante la famosa tétrada
pitagórica (tierra, cielo, humanidad y el Uno supremo como coronación),
con su fuerza genesíaca, tal cual se la enuncia en uno de los
Versos dorados:
La
tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo,
fuente de la Naturaleza y modelo de los Dioses.
Lo que el Moreno, respondiendo a las preguntas de Martín Fierro
canta, es lo que andaba en boca de anónimos rapsodas pampeanos,
los que habían recogido por tradición el relato de la
cosmogonía gaucha. Aquí, el canto del cielo y el mar nos
abren una perspectiva sobre el macrocosmos y estamos frente a la acción
de los elementos, pero evaluados con medida humana y a imagen de los
actos humanos. Por eso del canto del cielo se dice que:
los
cielos lloran al caer el rocío
cantan
al silbar los vientos.
y
del canto del mar que
parece que se quejara
de
que lo estreche la tierra.
En
cambio, el canto de la tierra y el de la noche nos introducen en el
microcosmo, y aquí escuchamos llanto que delata vida naciente,
gemir elegíaco y el lamento perdido en la noche, proveniente
de no se sabe qué humano trance o dolor.
2.
LOS CANONES COSMOGONICOS
A
las preguntas del Moreno, que versan sobre la cantidad, la medida, el
peso y el tiempo, es decir sobre partes esenciales, nociones últimas
de la cosmogonía, Martín Fierro responde dándonos
en sus estrofas la clave de la bóveda, puesto que vierte luz
trascendente acerca de los supremos cánones cosmogónicos:
Uno es el sol, uno el mundo, / sola y única la luna; / ansi,
han de saber que Dios / no crió cantidá ninguna. /El ser
de todos los seres / sólo formó la unidá; / lo
demás lo ha criado el hombre / después que aprendió
a contar.
Aunque
la enumeración de las tres grandes unidades, sol, mundo y luna
es caprichosa, es evidente aquí la reminiscencia de la tríada
de Pitágoras, sobre cuya base éste formula la ley de lo
ternario cósmico como piedra angular de su cosmogonía.
Ya Zoroastro había enunciado en uno de sus oráculos:
El
número tres por doquier reina en el universo
Y
la Mónada es su principio.
Lo mismo que la tríada pitagórica se integra y se concentra
en la unidad divina, en la gran mónada, así también,
en la cosmogonía gaucha, aquella tríada es reabsorbida
en "el de todos los seres’’, ya que él mismo,
como la gran mónada se recrea eternamente a sí misma,
forma la unidad. De esta identificación de los elementos de la
tríada con el ‘‘ser de todos los seres’’,
con la unidad, procede la acusada nota panteísta que encontramos
en la cosmogonía pampeana. En cuanto a la medida:
la medida la inventó / el hombre para bien suyo. / Y la razón
no te asombre, / pues es fácil presumir: / Dios no tenía
que medir / sino la vida del hombre.
Aunque la medida es invención del hombre, éste no es medida
de todas las cosas, como en el enunciado protagórico, sino que
Dios, el Uno, mide la vida del hombre porque, "con su esencia,
le da también la razón por la cual éste, por medio
de su alma, participa de la razón última del Uno",
como nos dice el pitagórico Filolao.
En
lo que respecta al peso:
Dios guarda entre sus secretos / el secreto que eso encierra, / y mandó
que todo peso / cayera siempre a la tierra; / y sigún compriendo
yo, / dende que hay bienes y males, / fué el peso para pesar
/ las culpas de los mortales.
Vale decir que, aquí, el peso es interpretado en su doble sentido,
con sus correspondientes signos, científico e histórico,
a saber, como gravitación, la manzana de Newton, y también
como caída, como pecado, la manzana de Adán y Eva, que
ocasionó la pérdida de todos los paraísos que en
el mundo fueron, iniciando el proceso creador de la historia. Proceso
centrado en el hombre, con todos sus bienes y males, los que serán
juzgados no, según un canón escatológico, en un
juicio final como acabamiento de la historia, sino en el recinto de
la propia conciencia, en lo individual, y, en lo colectivo, ante el
tribunal universal, instancia secular representada por la historia universal,
como lo enuncia el conocido apotegma de Hegel: die Weltgeschichte ist
das Weltgericht ("la historia universal es el juicio final").
La
payada especulativa, que por las intenciones del Moreno casi deriva
en pendencia, llega a su fin con la pregunta decisiva que, acerca del
origen del tiempo, aquél formula a Martín Fierro, cuya
respuesta reza:
el
tiempo sólo es tardanza / de lo que está por venir; /
no tuvo nunca principio / ni jamás acabará, / porque el
tiempo es una rueda, / y rueda es eternidá;
3.
KARMA BUDICO Y DESTINO GAUCHO
La
referencia a la rueda como imagen del tiempo nos coloca directamente
ante el símbolo cósmico del budismo, es decir ante una
indudable resonancia oriental en la cosmogonía gaucha. Es sabido
que, para Buda, los rayos, en número infinito, de la rueda cósmica
están constituidos por las ansias y esperanzas humanas siempre
renovadas, caminos de vida que se cortan y entrecruzan, pero que, no
obstante, convergen y se integran en el todo, son absorbidos por éste
en su unidad inmutable. También el karma pampeano tiene profundas
notas de semejanza con el karma búdico. En ambas se trata no
sólo de un acatamiento resignado al destino, sino incluso de
su consciente aceptación, y de la certeza de que el destino puede
modificarse por obra del querer del hombre, ya que éste con la
potencia de su voluntad puede situarse fuera de la acción de
los elementos naturales y enfrentarlos para afirmar, frente a la total
naturaleza, su supremacía.
Martín
Fierro, fiel al karma pampeano, siente el destino como una potencia
operante en la vida humana. Así, en medio de la intemperie de
la pampa, mirando al cielo de sus noches, cree descubrir en el curso
de los astros un signo de esa potencia que gravita sobre él y
resignadamente la acepta:
No hay fuerza contra el destino / que le ha señalao el cielo
/ y aunque no tenga consuelo / aguante el que está en trabajo.
Según la enseñanza del karma, estirpes e individuos, antes
que ellos tracen la órbita de su destino telúrico y se
corporicen históricamente por el nacimiento, existían
ya en el plan uno y originario del mundo. La diferenciación de
la especie humana y de los individuos tendría su origen muy arriba,
y lo que sabemos de su marcha terrena es sólo un reflejo y un
símbolo de lo que se vela en la sombra de los misterios creativos,
del origen remoto, remoto en el tiempo, y remoto, como enorme y brumosa
distancia espiritual, para el esfuerzo por volver a las fuentes absolutas
de que fluyen todas las realizaciones tempo-espaciales... Cada alma
llega a la tierra signada ya por un destino, nota originaria previa
a la encarnación y a su devenir temporal. En este postulado se
compendía la doctrina del karma, que del molde de la sabiduría
oriental se trasvasa al pensamiento antiguo para informarlo en sus direcciones
míticas y filosóficas cardinales. Platón conoce
el karma, cuya idea la trueca, con alguna variante, en la idea de la
pre-existeflcia; también la conoce y valora el neoplatonismo.
Así, Plotino nos dice (Enn., lll, ll, 17): " . . . la razón
universal es una, pero ella no está dividida en partes iguales.
Es por esto que el universo contiene regiones diferentes, buenas y malas;
la desigualdad de las almas corresponde a la de las regiones. Resulta
así que las regiones del universo son tan disímiles como
las almas, y que almas desiguales ocupan también lugares diferentes.
En consecuencia, para Plotino, no es el nacimiento lo que determina
la peculiaridad natural vital del hombre, sino, a la inversa, la naturaleza,
prediseñada en el plan de la razón universal, lo que determina
el nacimiento del hombre, conforme al módulo de su estirpe, también
predeterminado.
De
acuerdo a esta idea, la fidelidad al ser de la comunidad en que se ha
nacido (fidelidad a la propia naturaleza) no significa abandono, pasividad
espiritual respecto a un destino étnico y biológico, sino
un alerta que viene del más profundo estrato del ser humano para
articularse en la conciencia de un firme vínculo de nosotros
mismos con un destino que, como una potencia lejana, pero efectiva,
planea por encima de nuestra existencia. Nos sentimos atados fuertemente
a la trayectoria anímica y cultural de nuestra estirpe, a su
constelación espiritual, con la certeza de que sólo dentro
de su urdimbre está el logro del destino individual y de lo nacional
que, alentando en él, le da sentido y entronque. El hombre es
la manifestación tempo-espacial de un principio, de un comienzo,
que se remonta al de su gente, la que ha advenido al planeta y en él
se ha creado su ámbito, concibiendo su tránsito, sus creaciones
y su rumbo como una misión trascendente e intransferible.
Lo que excede temporalmente al individuo es la herencia paterna y la
de raza, el acervo de una cultura con sus técnicas e instrumentaciones;
pero todo este contenido tradicional no se agota en la realidad espiritual
del individuo, como podría sostenerlo una doctrina naturalista
o un historicismo incapaz de ascender a lo normativo. El legado hereditario,
biológico e histórico, no tiene otra función que
reunir y coordinar en el hombre fuerzas y disposiciones virtuales que
sólo pueden ser asumidas y valoradas por el individuo cuando
mediante ellas llega a expresión una tradición anímico-espiritual,
una herencia oriunda de un comienzo, que si fue histórico, ya
se ha transformado en una estructura esencial, incorporada al reino
incorruptible de las esencias. Unicamente en virtud de esta confluencia
de lo gentilicio-histórico y del karma se transforma el hombre,
de mero producto biológico, en un símbolo, que se hizo
terreno, si cuajó en un módulo humano con el insurgir
de una estirpe a esta vida fue para ayudar a inscribir, en el cosmos
histórico de las culturas, la constelación impermutable
de la propia, cifra de un mensaje único, que no cabe homologar
con ningún otro. De aquí arranca la peculiar tarea espiritual
del individuo. Si valoramos esta idea en toda su fundamental importancia,
se nos iluminará el significado profundo del imperativo de la
sabiduría antigua, que se expresa en el "conocete a ti mismo’’
délfico, cuyo pendant es el "sé tu mismo" deviene
"el que eres’’. En este imperativo encuentra su único
fundamento, para el hombre, la decisión de mantenerse fiel a
su naturaleza y de obrar siempre conforme a ella, realizando el propio
karma.
De
este modo, pues, que si estamos aquí, en esta región del
universo, en sentido plotiniano, frente a la anchura infinita de la
pampa y bajo la Cruz del Sur, es porque venimos desde muy lejos y un
imperativo de fidelidad a la propia estirpe, el eslabón invisible
del destino, nos vincula a orígenes siempre memorables.
En
cambio, dentro del marco de la imagen cristiana del mundo, el problema
que plantea la doctrina del karma no encuentra lugar ni asidero para
su formulación, y menos el de su influjo positivo sobre la programación
de la tarea perfectamente singularizada de hombres, estirpes, naciones
sobre el planeta, tarea que éstos conciben y cumplen como misión
y como destino. La Iglesia rechaza la idea de la pre-existencia, reconocida
por las tradiciones anteriores indo-germánicas pre-cristianas,
incluso, como vimos, por las de la cultura clásica.
Para
la concepción cristiana, toda alma humana es creada por Dios
de la nada en el instante mismo en que ella nace en un determinado cuerpo,
el que le corresponde. El Dios cristiano sólo conoce individuos
sueltos, sin entronque alguno; pero no razas, ni estirpes, ni pueblos,
ni naciones, ni tampoco individuos adscriptos a éstas o a una
estirpe; vale decir sólo conoce almas individuales, emergentes
de la nada por un acto de creación.
De este modo, el problema de porqué un hombre pertenece a ésta
y no a otra estirpe encierra un misterio teológico. La ortodoxia
cristiana lo "explica" con un: Dios lo ha querido así,
y este designio divino permanece inescrutable para la intelección
humana. La teoría protestante de la predestinación, según
la cual está ya predeterminado en el espíritu divino que
cada hombre tiene que ser tal como él aparecerá en su
existencia terrena, lejos de aclarar la cuestión, la torna más
difícil y oscura.
Leibniz
da carta de naturaleza filosófica a esta idea, al concebir todo
acaecer en la sustancia humana individual como una consecuencia de su
concepto, tal como éste se ha originado en la inteligencia de
Dios.
4.
LA RUEDA DE LA TARDANZA
Al
quedar apresado en la rueda cósmica de su karma, que no de otra
manera puede pensarse el nexo de los individuos con la estirpe en un
devenir cíclico siempre recomenzante, el hombre argentino concibe
y vive el tiempo como incrementación constante de su destino,
de sus posibilidades vitales, es decir como un movimiento de una rueda
que en cada giro se agranda, se enriquece en su sustancia. Por eso,
para él, dentro del cuadro de la cosmogonía gaucha,
el tiempo sólo es tardanza
de
lo que está por venir.
Un
futuro que es puro esquema, en el no hay nada que pueda acaecer, de
lo que ya está, como virtualidad, insinuado en nuestro ser, en
nuestra expectativa, es un futuro que no incide grávido en nuestro
presente, baldío de las cosas que se esperan. En este caso no
podemos hablar de "lo porvenir’, que está ya contenido
germinal en el presente, y que hace que éste se adelante elástico
y confiado hacia él.
El
argentino, en cambio, que, movilizado con el impulso hacia el mañana,
va al encuentro de su provenir, concibe el tiempo, y lo que nos traerá,
en la perspectiva de la "tardanza", como impaciencia creadora,
en la que lo nuevo ya está pulsando en el anhelo esperanzado
de que rebosa su presente. Frente a este futuro, predibujado por la
esperanza y el afán, el futuro de la previsión astronómica
y de la calculada objetividad de los resultados, "previstos",
de la ciencia físico-matemática, no es nada más
que un presente estático, en el que no hay nada que esté
"por venir", que implique novedad y creación.
En el sentido de esta distinción, podemos decir, con exactitud,
que (para) el hombre argentino... el tiempo se temporaliza desde el
futuro, en tanto éste es expectativa vital y existencial de lo
que ya se encuentra en gestación, en un proceso henchido siempre
de novedad, de realidad inédita. De modo que este futuro, como
futuro viviente, establece, tiene ya, un nexo con su pasado inmediato,
con su ayer, y está inmanente en su hoy. Lo que está siempre
"por venir" no se pierde en una dimensión rectilínea,
que se aleja del impulso del punto de partida, sino que gira continuamente
en torno del eje de la "rueda’" que es el tiempo, para
Martín Fierro.
Todo lo nuevo, todo el aporte creador que entraña "lo
que está por venir" gira, con el movimiento de la rueda
del tiempo, en torno de la vida argentina, del eje de la argentinidad,
dilatando sus efectivas posibilidades, enriqueciéndola en la
dimensión circular de sí misma.
La
fe, la confianza, que el hombre argentino tiene en el porvenir, contemplado
y sentido como mera "tardanza" de primicias inminentes, de
una ventura y una prosperidad nacional ciertas, que están ya
a la vista y que sólo demoran por la impaciencia del realizador,
es fe en la distensión vital, creadora, del ser de la patria,
que así ensancha, agranda y embellece su propio ámbito.
(*)
(*)
Fuente: Carlos Astrada, El mito gaucho. Martín Fierro y el hombre
argentino, Buenos Aires, Ediciones Cruz del Sur, 1948.
El
mito gaucho y otras obras de Carlos Astrada pueden ser leídas
en el Instituto de Literatura argentina "Ricardo Rojas", de
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, ubicado en la calle 25 de mayo 217, 1 piso, de la ciudad de Buenos
Aires, Argentina.
FUENTE:
el pensamiento de afuera
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