MARIPOSAS
EN LA PANZA
Por
Ximena Sauter
Como
cada sábado por la mañana Juan se levantó de
la cama, se calzó sus pantuflas, y a pesar de sus 74 años,
se podía percibir la energía que lo impulsaba a comenzar
su día, aún cuando su andar era pausado.
Luego
de preparar minuciosa y prolijamente la ropa que iba a usar, Juan
se metió bajo la ducha y mientras el agua corría por
su ajado rostro, una sonrisa apenas perceptible se dibujó
en sus labios. Parecía que la timidez no dejaba que la sonrisa
se expandiese en toda su capacidad, pero en realidad eran los pensamientos
de Juan los responsables de aquella delicada expresión. Cerrando
los ojos, aquel hombre evocaba los momentos más felices de
su vida; en cada uno de ellos, estaba Sofía.
Sofía
era la esposa de Juan, él la amaba como el primer día,
aquel en el que la vio en la Biblioteca Nacional, erguida y con
gesto apacible, estudiando el lomo de los libros que recorría
dulcemente con el dedo índice. Juan supo en ese mismo instante
que ella sería su mujer para toda la vida. Sofía era
dulce, pero de carácter firme; fina y elegante sin por ello
mostrar un ápice de orgullo o vanidad; inteligente y justa,
pues siempre tenía la respuesta adecuada; y bella, por sobre
todo bella a los ojos de Juan.
El
hombre salió del baño con paso cansino y comenzó
a vestirse con la mirada perdida en el horizonte que se mostraba
a través de la ventana. Se sentó en la cama y se agachó
con lentitud para calzarse los zapatos. Mientras se acomodaba el
calzado seguía sonriendo, y hasta se le escapó una
corta carcajada al recordar cuánto había tenido que
insistir para que Sofía accediera a salir con él allá
por los años cuarenta. “Sofía…”,
dijo en vos alta, mientras apoyaba sobre el colchón los nudillos
de sus manos cerradas tomando impulso para levantarse.
Ya
frente al espejo, afeitado, con la corbata puesta, el fino cabello
blanco peinado hacia atrás, Juan se colocaba la loción
para después de afeitar cuyo perfume agradaba tanto a Sofía.
Ella solía acercarse a él cuando se preparaba para
ir a trabajar, arrimaba su rostro al de él entre el cuello
y la oreja, para deslizarse luego hasta la comisura de su boca y
posar un dulce beso en sus labios. Su mirada era cómo un
bálsamo que lo dejaba calmo y embelesado. Luego ella le rozaba
con el dorso de la mano suavemente la mejilla y le decía,
“Que tengas un excelente día mi amor”.
Juan
abrió la puerta del cuarto y salió a los jardines
de la institución. Vivía allí hacía
ya un par de años, y aunque no era lo que había planeado,
lo aceptaba con bonhomía. Ella también vivía
allí y eso era lo único que importaba.
La
divisó a lo lejos sentada en una banca leyendo un libro.
¡Qué bella era aún con el pasar de los años!
Él sabía cuánto le gustaba leer, era uno de
sus pasatiempos favoritos, por eso le compró un libro para
su aniversario. Juan empezó a caminar hacia la banca y mientras
caminaba, sentía flojedad en las manos. Se detuvo un momento
y se aclaró la garganta. Cuando estuvo cerca, ella percibió
su sombra y levantó su mirada; allí no había
reproche, más bien curiosidad. La misma mirada dulce de la
que él tantas veces se regocijó de ser el destinatario.
Como se sentó enseguida junto a ella y le pidió disculpas
por la interrupción ella le regaló una sonrisa cordial.
-
¿Disculpe, le molesta si me siento aquí? - pregunto
él mirándola tímidamente.
- No, no es problema. - dijo ella fijando sus ojos en el libro que
él traía en las manos.- Este es un excelente lugar
si desea leer tranquilo.
- Si, lo sé - respondió el, y giró la cara
para verla de frente. De pronto tomando coraje, con gesto serio
pero determinado le dijo:
- Aunque… este libro no es mío… es para usted.
Sé cuánto le gusta leer y quería regalárselo.
Ella
se puso un poco nerviosa y él percibió la indecisión
en su semblante. Se apresuró a decir:
- Yo estuve aquí el sábado pasado. ¿Me recuerda?
- Lo siento, la verdad que no. - Contestó ella, y rompió
el contacto visual. Gracias por el gesto pero no puedo aceptar el
regalo de un desconocido.
Juan,
aunque un poco angustiado, retomó la palabra y prosiguió:
- Quisiera invitarla a caminar por el jardín, la tarde está
muy bella. Y así, charlando lograríamos conocernos
un poco, y entonces usted podría aceptar el libro, ¿qué
le parece?
Sofía
estaba dudosa, se podía notar la lucha en su mente tratando
de encontrar la respuesta más acertada. Mientras se miraba
los largos dedos de las manos posadas en sus rodillas para evitar
afrontar la mirada de él, dijo:
- No lo sé, yo…
Y
en ese momento sintió un impulso. Levantó la mirada
y estudió el rostro del hombre que tenía enfrente.
Un solo pensamiento cruzó su mente, “¡Qué
apuesto es!” concluyó para sus adentros, era una confesión
para sí misma, para él un breve silencio.
Sofía sintió deseos de rozarle la mejilla con la mano
y de acercarse para percibir mejor el dulce aroma que despedía
su cuello. Aunque su mente no lo concedía, ella ya había
hecho su elección. Se levantó suavemente y mientras
el revoloteo de cientos mariposas inundaba su panza, le dijo con
vos suave pero resuelta:
-
Caminemos… ¿Cómo me dijo usted que se llamaba?