ESA MUJER
RODOLFO
WALSH
Cuento
completo
Producción
de Villa Crespo Digital
22 de
septiembre del 2014. Actualizado el 13 de septiembre del 2016
El coronel
elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como
los ingleses.
El coronel
tiene apellido alemán.
Es un
hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído
sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras
sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que
tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado
filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada,
simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona
vagamente común.
Desde
el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer,
las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil
amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna
forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel
busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco
una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda,
es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa
que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún
día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no
significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio
de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en
algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas
de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas
vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no
me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel
sabe dónde está.
Se mueve
con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y
de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante
el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría
si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio
su whisky.
Él
bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad,
con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen
girar el vaso lentamente.
-Esos
papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer,
coronel.
Sonríe.
-Todo
se encadena -filosofa.
A un potiche
de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara
de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo,
habla de la bomba.
-La pusieron
en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho
por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho
daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante.
Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años
-dice.
El coronel
bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra
su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale
vos, Negra.
Ella se
va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis.
Su desdén queda flotando como una nubecita.
-La pobre
quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa
esto.
-¡Cómo
no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al
mayor X también les ocurrió alguna desgracia después
de aquello.
El coronel
se ríe.
-La fantasía
popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan
nada. No hacen más que repetir.
Enciende
un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme
cualquier chiste -dice.
Pienso.
No se me ocurre.
-Cuénteme
cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré
que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años,
un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito
de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y
esto?
-La tumba
de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel
se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero
el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué
más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó
un tiro una madrugada.
-La confundió
con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero
el capitán N...
-Tuvo
un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más
él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y
usted, coronel?
-Lo mío
es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para,
da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen
que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por
ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A
lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo
voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar
bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá
dependa de mí, coronel.
-Anduvieron
rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el
palier y salió corriendo.
Mete la
mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una
pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora
le falta un bracito.
-Derby
-dice-. Doscientos años.
La pastora
se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una
mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por
qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque
yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé
donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no
saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada,
y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel
bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque
yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica.
Yo he leído a Hegel.
-¿Qué
querían hacer?
-Fondearla
en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los
restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura
tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura,
uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta
el cogote.
-Todos,
coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado
la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle
encima.
-Pero
sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana.
¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta.
Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul
mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles,
arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel
es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer
-le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía
una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían
las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno
hace en una ventanilla mojada.
El coronel
bebe. Es duro.
-Desnuda
-dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos.
Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó,
y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd
-el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego
asqueroso...
Oscurece
por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible.
Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga
despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.
La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto
más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con
sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos,
sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña
una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie
camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético,
geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor,
de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio,
arrastrando la metralleta.
-Me pareció
oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como
la vez pasada.
Se sienta,
más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y
el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se
le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver,
la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel
se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está
todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor.
Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la
oscuridad se piensa mejor.
Vuelve
a servirse un whisky.
-Pero
esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-.
Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón
franciscano.
Bruscamente
se ríe.
-Tuve
que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le
demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite
varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico,
sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve
que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos
obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron.
Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les
meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre
gente?
-Sí,
pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-.
Yo también soy argentino.
-Yo también,
coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno
-dice.
-¿La
vieron así?
-Sí,
ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta.
Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz
del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita
cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de
fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción
o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para
mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver
mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia,
el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero
darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero
el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento
muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mí
no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se
impresionaron?
-Uno se
desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón,
¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar
a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban
a Cristo." Después me agradeció.
Miró
la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola"
dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo
rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche,
la ciudad, el mundo. "Beba".
-Beba
-dice el coronel.
Bebo.
-¿Me
escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos
un dedo.
-¿Era
necesario?
El coronel
es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con
la uña del pulgar y la alza.
-Tantito
así. Para identificarla.
-¿No
sabían quién era?
Se ríe.
La mano se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos,
sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico,
¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión
digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo.
Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella.
Esa mujer era ella.
-¿Muy
cambiada?
-No, no,
usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que
iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló
todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El
profesor R.?
-Sí.
Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien
con autoridad científica, moral.
En algún
lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo
entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz
amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles
que no estoy.
Desaparece.
-Es para
putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres
de la madrugada, a las cinco.
-Ganas
de joder -digo alegremente.
-Cambié
tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué
le dicen?
-Que a
mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el
hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice
una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa
mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero
tienen que ayudarme.
El coronel
está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes
y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas
contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro,
rojo y plata.
-La sacamos
en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo,
siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola.
Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con
una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando
me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor
de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no
sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo
busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles.
El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño,
pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve
-dice su voz extraña.
Miro el
cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve
día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve
en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón
franciscano.
Dónde,
pienso, dónde.
-¡Está
parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo,
porque era un macho!
Entonces
lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor
cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas
le resbalan por la cara.
-No me
haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente
llueve en su memoria.
Me paro,
le toco el hombro.
-¿Eh?
-dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira
con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La
sacaron del país?
-Sí.
-¿La
sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas
personas saben?
-DOS.
-¿El
Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree
que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que
escribirlo, publicarlo.
-Sí.
Algún día.
Parece
cansado, remoto.
-¡Ahora!
-me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo
la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua
se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando
llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya
mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil.
Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde,
coronel, dónde?
Se para
despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué
hago ahí.
Y mientras
salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré
nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario
por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras
sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un
dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una
revelación.
-Es mía
-dice simplemente-. Esa mujer es mía.
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