HAROLDO
CONTI / CUENTO PERDIDO
Producción
Villa Crespo Digital
14
de mayo del 2015
El
tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién
diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier
forma el tío se ponía nervioso una hora antes.
Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban
pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo.
La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían
a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del
vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los ingleses, Alem,
la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi,
en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja,
se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una
foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía
que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una
hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten
en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre
que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista
a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires,
y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja
tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre
allí como el primer día. Mientras cruzaba la plaza,
pues, vio al tío por anticipado en un rincón del
hall del Pacífico (ellos todavía decían
Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía
a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero
a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas,
manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse
de que todavía seguía allí.
Lo
había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo
pero él estaba fuera y la muchacha entendió las
cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa,
a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban.
Se había extraviado en algún punto de Leandro
Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió
volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía
un par de años que Oreste no veía al tío
pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca
y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos
deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba
algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento,
el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo
alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines
con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido
con los años. Eso parecía, al menos. En realidad
era un mísero galpón con un par de andenes mal
iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veo todo aquello coloreado
por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de
esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera
a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía
como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier
forma y la vieja estación Pacífico lucía
ahora como lo que era, un misero galpón de chapas lleno
de ruidos y olor a frito.
Vio
al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía
muy pequeño e insignificante. Tenía las manos
metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas
sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía
nada.
Reaccionó
cuando lo tuvo delante. --! Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre.
Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato.
Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba
a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían,
con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como
un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente,
o el gran tío Agustín, la única vez que
lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con
cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador,
o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero
y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
-¿Cómo va? -Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron
a abrazar.
-¿Y usted, que tal? Bien, bien.
-¿La tía?
-Y, bien...
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente.
Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
-¿A qué hora sale el tren? -A las ocho y media.
-Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
-No... Mejor nos quedamos aquí ¿A dónde
vamos a ir? Entre que arriman el tren, y enganchan la locomotora
se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso.
Vamos.
-¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció
y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron
un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada,
veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de
insistir, un Cinzano con bíter.
-¿Cómo se largó hasta aquí?
-Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
-Está parado, dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Saco y examinó el viejo
Tissot con agujas orientales.
-¿Qué te decía?... Ah, si! Vine a ver a
mi primo, Vicente.
Hacía seis años que no lo veía. Somos del
mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que
hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
-Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído
que tenía cuando esperaba en el hall.
-¿Qué tal? Cómo va eso?-volvió a
preguntar con desgano. -Bien, bien.
-¿Se progresa?
-Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío
y todos ellos.
-Traje una punta de encargues. La tía me pidió
unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un
año que anda detrás de eso.
Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... En noviembre.
Hace cuatro meses.
-¿Para qué sirve? , -Para el estómago.
Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías,
pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
-Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de
Cinzano.
-Bueno, fui a la Franco- Inglesa y conseguí todo lo que
quise.
Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuántos
quiere?".
Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón
de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco
años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo
desapareció así un día y no lo vio más.
-¿Qué tal todo aquello? -preguntó Oreste
después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años
envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo
de sombras.
-Igual.
-Los muchachos?
-Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último
trago.
-¿Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
-Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió
los paquetes y las valijas y comenzó a caminar apresuradamente
hacia el andén número 4. Parecía haberlo
olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo
miró con extrañeza.
-Está bien, muchacho. No te molestes.
-Déle saludos a la tía. A todos.
-Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda
que corrían a su vez como si la estación se les
fuera a caer encima y metían por las ventanillas los
chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó
a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó
la cabeza por una ventanilla.
-Cuándo vas a ir por allá -preguntó mirando
mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
-Apenas pueda.
-Tenés que ir, eso es. Cuándo dijiste?
-Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija.
Después se sentó en la punta del banco y permaneció
en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
-¡Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al
borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente
medio cuerpo por la ventanilla.
-Chau, querido, ¡chau! -dijo y lo besó en la mejilla
como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El
tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó
una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría
y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos
hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano
que no encontró respuesta.
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