JUAN
RULFO / MACARIO / PERIODISTA Y ESCRITOR
Producción
Villa Crespo Digital
12
de mayo del 2015
MACARIO
Estoy
sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las
ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron
a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció.
Mi madrina también dice eso: que la gritería de
las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien
quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí,
junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano
para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara
a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en
la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi
madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer
con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también,
aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la
que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes
como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en
la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero a todo esto, es mi madrina la que
me manda a hacer las cosas... Yo quiero mas a Felipa que a mi
madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa
para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo
se está en la cocina arreglando la comida de los tres.
No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes
a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender
el fogón también a mí me toca. Luego es
mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer
ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y
otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer
y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero
yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca,
ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que
uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por
más que coma todo lo que me den. Y Felipa también
sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás
se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen.
Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a
la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a
la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita
de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo
no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que
porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que
yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo
a una señora nada más por nomás. Yo no
me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo
que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama
a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente
que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba
me apedreaba hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi
madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además,
aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso
la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del
obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca
recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche
de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar
de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las
costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor
que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos...
Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo,
y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí
o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para
que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que
se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he
comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche
de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba
más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos,
Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía
que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta
la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no
me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme
en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna
noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a
veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con
eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos,
por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos
contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espantan
mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe
hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por
un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas
de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis
pecados. Que iré al cielo muy pronto y platicará
con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha
maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá
que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso
se confiesa todos los días. No porque ella sea mala,
sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene
que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por
mí. Todos los días. Todas las tardes de todos
los días. Por toda la vida ella me hará ese favor.
Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo,
lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno
da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y
la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de
topes contra el suelo; primero despacito, después más
recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que
anda con la chirimía, cuando viene la chirimía
a la función del Señor. Y entonces uno está
en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum
del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches
y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el
infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con
mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso
es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando
uno esta en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para
ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta
lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del
señor cura...: "El camino de las cosas buenas
esta lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro".
Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi
cuarto cuando todavía esta a oscuras. Barro la calle
y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del
día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre
a pedradas apenas lo ven a uno.
Llueven piedras grandes y filosas por todas
partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos
días a que se remienden las rajaduras de la cara o de
las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos,
porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo
y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también
tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor
de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen,
me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de
comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para
que no den conmigo los pecados mirando que aquello está
a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde
se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito.
Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha
caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo
y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que
me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote
prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo
de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando
uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los
grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido
siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los
gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio.
El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará
de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos
a correr espantados por el susto. Además a mí
me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de
los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más
grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los
costales donde yo me acuesto. También hay alacranes.
Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin
resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta
llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan
a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor
del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno
en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos
a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder
su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé
untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato,
cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también
le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De
cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que
si anduviera en la calle, llamando la atención de los
amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi
madrina no me regaña porque me vea comiéndome
las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas.
Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella
sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna
comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando
aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como
el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz
seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya
sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta
que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en
esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que
el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces
me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de
allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque
sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló
mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy
junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y
no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando.
Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma,
y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina
no le llegará por ningún lado el sueño
si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces
le pedirá a alguno de toda la hilera de santos que tiene
en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que
me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito,
sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré
ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es
allí donde están... Mejor seguiré platicando...
De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos
tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como
la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...
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