PANCHO
RAMÍREZ / LA DELFINA Y NORBERTA
Producción
Villa Crespo Digital
23
de junio del 2015
EL
SUPREMO ENTRERRIANO
Nace
el 13 de marzo de 1786 en Concepción del Uruguay, actualmente
la provincia de Entre Ríos, es asesinado en Villa de
María del Río Seco, Córdoba, Argentina,
10 de julio de 1821.
Fue un caudillo, entrerriano, llamado El Supremo por sus camaradas
quienes lo consideraban su único líder y portavoz,
fue uno de los primeros líderes del federalismo provincial
contra el unitarismo y la dominación de Buenos Aires.
De
una familia prominente. Se incorporó al movimiento patriótico
en 1810 al actuar como nexo entre Díaz Vélez y
Rondeau. En 1811 se unió a Ricardo López Jordán
(padre) para apoyar al líder uruguayo José Gervasio
de Artigas en su lucha contra los españoles en el Uruguay
y Entre Ríos y contra la invasión portuguesa desde
el Brasil de 1816.
Durante
los siguientes años, hubo un equilibrio inestable, en
las provincias ribereñas, entre Santa Fe, dirigida por
Estanislao López, y Entre Ríos, por Pancho Ramírez.
Ambas opuestas a la dominación de Buenos Aires. El Director
Supremo, Martín de Pueyrredón, intentó
una política conciliatoria, mientras tanto, para proteger
su objetivo principal: apoyar a San Martín en su proyecto
continental de independencia respecto de España.
En
1819 la situación cambió dramáticamente
cuando José Miguel Carrera, ex presidente chileno, regresó
de su exilio en los Estados Unidos y Pueyrredón le impidió
que fuera a Chile, recientemente liberado por San Martín.
Carrera se alió con Carlos María de Alvear, que
estaba ansioso por recuperar el poder político en Buenos
Aires, y convencieron a López y a Ramírez para
que se unieran a ellos contra el Directorio.
Lo
que sigue es la historia de amores y rencores entre dos mujeres
y un hombre…
El
texto es de Carlos B. Delfante y su libro: Una Flor Blanca En
El Cardal.
Es
28 de junio de 1839: un día de invierno en Arroyo de
la China (actual Concepción del Uruguay).
Acaso es también un día de fiesta (aunque amarga
y secreta) para Norberta Calvento, la señorita cuarentona
que oye, desde la sala, el paso demorado de un ataúd.
Sus ropas de luto no se deben por cierto a la muerta reciente
que transita sobre la calle despareja. Desde hace dieciocho
años, viste de negro por un hombre que le pertenecía
y que esa muerta próxima supo robarle con descaro. Ahora
tiene el consuelo de ver pasar, como reza el proverbio árabe,
el cadáver de su enemiga. Tampoco ésa, la extranjera,
ha tenido derecho, ni legal ni celestial, a llamarse viuda.
“¿Pero es que le habría importado eso a
la manceba?”, se tortura Norberta. Las noticias del día
siguiente la desalientan por completo. La Delfina ha muerto
a solas, anticipándose al tango, “sin confesión
y sin Dios, crucificada a su pena, como abrazada a un rencor”.
Nada debió de inquietarle la bendición de un fraile
a la que se animaba a presentarse ante el Supremo de los Supremos
tan arrogantes y desnudos de toda protección como se
había presentado una vez ante el Supremo Entrerriano.
Si algo faltaba para cerrar el circulo de un melodrama ejemplar,
la misma Norberta se encargaría de proveerlo años
más tarde, cuando, por su expreso pedido, sería
amortajada con el traje de bodas cosido en vano para su casamiento.
Pocas
historias cumplen, en efecto, los requisitos de la pasión
romántica con la perfección del ya legendario
amor entre el caudillo Francisco Ramírez y su cautiva
portuguesa, por todas conocidas como La Delfina. Hay un héroe
indiscutido (Ramírez) que, como deben hacerlo los amados
de los dioses, muere joven; hay una mujer fatal (Delfina), tan
bella como enigmática, que lo lleva involuntariamente
a la muerte. No faltan dos personajes secundarios que completan
el episodio: una víctima inocente de la gran pasión
(Norberta, la novia abandonada) y un presunto traidor al héroe,
por ambición y celos (el entonces coronel Lucio Norberto
Mansilla). Se trata de un amor entre enemigos, y también
entre un Príncipe y una Cenicienta. Un amor que ignora
bandos y jerarquías, que rompe convenciones, que lleva
su desafío hasta el último extremo.
El
héroe. Ramírez era hijo de familia decente, de
recursos. Su padre, Juan Gregorio, paraguayo, marino fluvial
y propietario rural; su madre, Tadea Florentina Jordán,
nativa de la provincia, dueña también de algunos
campos. Leandro Ruiz Moreno sostiene que por la rama paterna
se hallaba emparentado con el marqués de Salinas, y por
la materna, con el virrey Vértiz y Salcedo. Más
allá de estos encumbrados antecedentes, lo cierto es
que Francisco Ramírez fue ante todo hijo sobresaliente
de sus propios actos. Pasado ya el furioso fervor liberal y
porteño contra los caudillos provincianos, que animó,
entre otros, los textos de Vicente Fidel López, bien
pueden verse hoy en esos actos también virtudes cívicas
y civilizadoras no reconocidas antes, como ocurre con la ley
de enseñanza primaria obligatoria, la fundación
de escuelas, los avances en la institucionalización política
de la Mesopotamia argentina
Pero
para la construcción del mito no son tales aportes, sin
duda encomiables, los que cuentan. Desde su temprana actuación,
a los veinticuatro años, como chasqui de la Independencia,
en los albores de la Revolución de Mayo, lo que distingue
a Ramírez entre otros es su clarividente valentía
y la suerte prodigiosa que acompaña sus empresas. Sabe
disciplinar a los propios, emboscar y sorprender a los ajenos.
Es él quien arrea todo el ganado que encuentra al paso,
y se acerca a Buenos Aires, envuelto en polvo, fragores y bramidos,
desconcertante, temible, sin que se sepa cuántos hombres
comanda realmente. Es él quien ordena el cruce del Paraná,
de noche, y hace nadar a los soldados gauchos asidos a la cola
de los caballos para tomar, al día siguiente, la ciudad
de Coronda. El, también, quien vence siempre, aun con
tropas diezmadas; quien confunde el sendero del enemigo, o lo
apabulla con un coraje ostentoso, hasta la última y definitiva
batalla, que será también su primera derrota.
Cuando
conoce a Delfina aún es aliado del santafecino Estanislao
López y de Gervasio Artigas, en contra del Brasil y de
Buenos Aires. Después de• ganar en Cañada
de Cepeda, en 1820, López y Ramírez entran en
la ciudad del Puerto, pero no abusan de su triunfo. Su escolta
es reducida y no se muestran proclives a la exhibición
afrentosa ni a las indiscriminadas represalias (Ramírez
acaba de perdonarle la vida a su primer jefe, el director supremo
Rondeau, a quien descubre oculto en unos pajonales). Su único
gesto de barbarie (o, simplemente, de afirmación victoriosa)
es atar sus caballos a las rejas de la Pirámide de Mayo.
Suscriben, con Buenos Aires, el Tratado del Pilar, a costa,
para Ramírez, de un nuevo enemigo:
Artigas,
que le declara la guerra por no haber sido consultado a tal
efecto.
Aunque
el caudillo oriental sale perdedor en la contienda, pronto el
entrerriano se encontrará completamente solo: en 1821,
roto el Tratado del Pilar, López pacta con Buenos Aires,
que ya tiene otros gobernantes. Podría decirse, sin embargo,
que la soledad de Ramírez es la de la gloria, o la que
le decreta la envidia de sus rivales. Por un abrumador plebiscito,
Don Poncho es consagrado gobernador supremo de la República
Entrerriana, que reúne las actuales Entre Ríos,
Corrientes y Misiones. ¿Un reino propio, como aventura
el poeta Enrique Molina? Sólo en algunas exterioridades
fastuosas, porque El Supremo piensa en constituciones modernas,
sin monarcas. Esto no le impide entrar en Corrientes con esplendor:
bien vestidos (ha mandado hacer uniformes para todos sus hombres
en Buenos Aires) él, los suyos y La Delfina, que gasta
traje de oficial y chambergo con la misma pluma de avestruz
que rubrica el escudo de la nueva república. En las galas
de sociedad Delfina, no obstante, sabrá cambiar el chambergo
por las flores y la peineta, y el sable por el abanico. Luego,
en el campamento de La Bajada, donde habrá bailes, títeres,
juegos de naipes, riña de gallos, carreras y hasta corridas
de toros, dejará el abanico por la guitarra en la que
—dicen— es diestra. Hacen bien en multiplicar expansiones
y dispendios. Aún no lo saben, pero a su pasión
pública le quedan pocas horas de fiesta.
La
mujer fatal. La Delfina es un personaje definido mucho más
por las incertidumbres que por las certezas. Ni siquiera se
sabe si Delfina corresponde a un nombre o a un apellido (se
la ha llamado también María Delfina). Su origen
familiar, su posición social, han sido objeto de fluctuaciones
similares:
Si
unos la creen hija bastarda de un virrey brasileño, otros
la suponen humilde recogida por una familia estanciera. Hay
quien dice que marchó a la campaña contra Artigas
siguiendo, fraternalmente, a un miembro de esa misma familia,
mientras que otras voces menos corteses la toman por ramera,
o la hacen amante de algún oficialito. Hasta su belleza
(de consenso indudable) está signada por lo impreciso.
Como ocurre con Francisco Ramírez, nadie sabe a ciencia
cierta si fue rubia o morena, blanca o mestiza. Alguno (el poeta
Molina) le atribuye voz de sirena criolla y destrezas musicales.
No se sabe si alcanzó también el desahogo de expresarse
en letra escrita. Criada en el campo, en Río Grande do
Sul, acaso ni siquiera haya cursado la enseñanza primaria,
la única que se les impartía incluso a los varones,
aunque fuesen hijos de familias acomodadas, como el propio Ramírez.
Otro
rasgo de La Delfina es indiscutible: era una mujer valiente
de puertas afuera (porque también hubo muchas y anónimas
guerreras domésticas que en las más duras adversidades
sostuvieron, ellas solas, sus familias). Su valor era llamativo,
exhibicionista. Amaba los uniformes vedados a su sexo y los
lucía, según parece, con gallardía inolvidable.
No eran sólo una forma elegante de travestismo, sino
verdadera ropa de trabajo: acompañé a su Pancho
como coronela del ejército federal en todas las batallas,
aunque esa dulce compañía le significó
a su amante la muerte. Delfina aparece en este sentido como
contrafigura de otra guerrera: doña Victoria Romero de
Peñaloza, más eficaz que ella en las lides militares,
y que por salvar (con éxito) a su marido, el Chacho,
recibió la herida en la frente inmortalizada por la copla
popular.
¿Por
qué, siendo su cautiva y virtual esclava, se enamoró
de Ramírez, y por qué éste, dueño
todopoderoso, la convirtió en reina sin corona? Mucho
se ha escrito sobre el estado de cautiverio femenino: crónico
y también fundacional en la especie humana, donde el
sexo, con el extraordinario poder de gestar y reproducir (y
por ello reducido a la subordinación y el control), fue
siempre botín de las guerras y prenda de las alianzas.
Susana Silvestre, en su biografía amorosa de la singular
pareja, dedica páginas lúcidas a la historia de
las cautivas rioplatenses, mediadoras, con su cuerpo, entre
dos mundos. Podemos suponer que a ella no le fue difícil
dejarse encantar por Ramírez, hombre joven, en el cenit
de sus talentos y de su buena estrella, cuyo carácter
“despejado y audaz, amplio y prestigioso”, con algo
de artista”, es reconocido incluso por Vicente F. López.
Las prendas personales del caudillo y la oportunidad de un fulgurante
ascenso hacia el poder y la gloria, marchando y mandando a su
lado como si fuera un hombre, debieron de mezclársele
en una irresistible combinación afrodisíaca. Y
Ramírez, ¿qué vio en Delfina?
Para
que una modesta cuartelera presa lograra encadenar a un varón
que podía disponer de todas las mujeres, y hacerle olvidar
sus serios compromisos matrimoniales con la hermana de un amigo
íntimo, debió de ser algo más que un cuerpo
atractivo y una sensualidad bien dispuesta. Dulzura (la de la
música, la de su lengua madre) habría, sin duda,
en ella; no la pasividad o la excesiva facilidad, que matan
el deseo. Cautiva, pero brava seductora; sin remilgos, aunque
orgullosa en su indefensión, seguramente supo darse exigiendo,
y ganó la batalla con Ramírez desde el primer
encuentro, cuando el placer total, correspondido, borró
la asimetría entre vencedor y vencida, y los dos fueron,
uno del otro, prisioneros.
El
traidor. En todo humano paraíso hay una serpiente, y
ese papel parece tocarle aquí a don Lucio Norberto Mansilla
Lucio Norberto Mansilla, futuro padre de Eduarda y de Lucio
y., entonces un joven coronel porteño con mundana cultura
y sólidos conocimientos técnicos que puso, durante
un tiempo, al servicio de Ramírez. Horacio Salduna, biógrafo
del Supremo Entrerriano, le achaca a Mansilla la responsabilidad
mediata de su catastrófico final.
Los
dos hombres habían entrado en contacto durante las hostilidades
entre Artigas y Ramírez, después de 1820. Mansilla
colabora con sus trescientos cívicos y queda sellada
una amistad marcial que no será duradera. Cuando Buenos
Aires y López se vuelven contra Ramírez, que prepara
—nada menos— una gran campaña con el fin
de recuperar el territorio paraguayo para la Argentina, Mansilla
se echa atrás, argumentando que no desenvainará
la espada contra su ciudad de nacimiento. Ramírez acepta
esta disculpa plausible, aunque le solicita que al menos conduzca
a la infantería desde Corrientes hasta Paraná.
Mansilla acata, pero no cumple. Su defección priva a
Ramírez de las fuerzas imprescindibles para enfrentar
a López, a Bustos y a Lamadrid y lo precipita hacia la
ruina.
Salduna
considera premeditada la traición de Mansilla, que se
habría comportado desde el comienzo como infiltrado porteño.
Buenos Aires y Santa Fe lo ayudarán, luego de la muerte
de Ramírez, a coronar ambiciones personales con el cargo
de gobernador de Entre Ríos. A la codicia política
se habría sumado otra de distinto orden:
Mansilla
deseaba, también, los favores de La Delfina, como lo
prueba la correspondencia intercambiada con el comandante Barrenechea,
al que, ya desaparecido Ramírez, envía
—inútilmente—
corno celestino.
El
final: los testimonios próximos al hecho y la memoria
popular sostuvieron siempre que Francisco Ramírez murió
en el intento de salvar a Delfina de la partida enemiga que
la había echado en tierra y comenzaba a desnudarla. Aunque
hubo intentos de atribuir su muerte a otros motivos, se han
desacreditado detalladamente estas pretensiones.
Después
de que muriera, Ramírez fue decapitado y su cabeza, embalsamada,
conoció en Santa Fe el escarnio público. Su amada
logró volver a Arroyo de la China, donde lo sobrevivió
por dieciocho años. Susana Poujol (La Delfina, una pasión)
la imagina prisionera (al final, voluntaria) de la novia olvidada,
Norberta Calvento, unidas ambas por el recuerdo y la soledad.
Quizá no estuvo tan sola; después de todo (la
carta de Barrenechea a Mansilla hace suponer que la cercaba,
al menos, un cortejante), pero no se casó ni engendró
hijos, y no intentó, tampoco, volver a su tierra natal.
Tal
vez en toda esta historia de amor y muerte haya una insospechada
ganadora encubierta: Norberta, cuyo deseo, por incumplido, nunca
pudo gastarse. Como la Magdalena de El ilustre amor (Mujica
Lainez), también, acaso, llegó a la tumba como
un ídolo fascinador, envuelta en el vestido blanco de
la única que pudo llamarse novia del Supremo Entrerriano.
Bibliografía
La Delfina: (circa 1800-1839) probable hija del virrey portugués
en Brasil. Acompañó constantemente y ejerció
una gran influencia sobre el caudillo Francisco Ramírez.
Francisco Ramírez: (1786-1821) nació en la actual
Concepción del Uruguay. Caudillo entrerriano, uno de
los primeros líderes del federalismo. De familia prominente,
se incorporó tempranamente (en 1810) a las luchas por
la Independencia.
FUENTES:
La gazeta, la Nación, Revisionistas y fuentes propias.
Caracteres:
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