JUAN
XXIII / JUAN EL BUENO
CONCILIO
VATICANO II
PACEM
IN TERRIS
CARTA
ENCÍCLICA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
Sobre
la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse
en la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
A
los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos,
Obispos y otros Ordinarios en paz y comunión
con la Sede Apostólica,
al clero y fieles de todo el mundo y a todos los
hombres de buena voluntad
INTRODUCCIÓN
El
orden en el universo
1.
La paz en la tierra, suprema aspiración de
toda la humanidad a través de la historia,
es indudable que no puede establecerse ni consolidarse
si no se respeta fielmente el orden establecido
por Dios.
2.
El progreso científico y los adelantos técnicos
enseñan claramente que en los seres vivos
y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden
maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee
una intrínseca dignidad, por virtud de la
cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos
adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas
y ponerlas a su servicio.
3.
Pero el progreso científico y los adelantos
técnicos lo primero que demuestran es la
grandeza infinita de Dios, creador del universo
y del propio hombre. Dios hizo de la nada el universo,
y en él derramó los tesoros de su
sabiduría y de su bondad, por lo cual el
salmista alaba a Dios en un pasaje con estas palabras:
¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán
admirable es tu nombre en toda la tierra![1]. Y
en otro texto dice: ¡Cuántas son tus
obras, oh Señor, cuán sabiamente ordenadas![2]
De igual manera, Dios creó al hombre a su
imagen y semejanza[3], dotándole de inteligencia
y libertad, y le constituyó señor
del universo, como el mismo salmista declara con
esta sentencia: Has hecho al hombre poco menor que
los ángeles, 1e has coronado de gloria y
de honor. Le diste el señorío sobre
las obras de tus manos. Todo lo has puesto debajo
de sus pies[4].
El
orden en la humanidad
4.
Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste
que con este orden maravilloso del universo ofrece
el desorden que reina entre los individuos y entre
los pueblos. Parece como si las relaciones que entre
ellos existen no pudieran regirse más que
por 1a fuerza.
5.
Sin embargo, en lo más íntimo del
ser humano, el Creador ha impreso un orden que la
conciencia humana descubre y manda observar estrictamente.
Los hombres muestran que los preceptos de la ley
están escritos en sus corazones, siendo testigo
su conciencia[5]. Por otra parte, ¿cómo
podría ser de otro modo? Todas las obras
de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría,
y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor
es el grado absoluto de perfección de que
gozan[6].
6.
Pero una opinión equivocada induce con frecuencia
a muchos al error de pensar que las relaciones de
los individuos con sus respectivas comunidades políticas
pueden regularse por las mismas leyes que rigen
las fuerzas y los elementos irracionales del universo,
siendo así que tales leyes son de otro género
y hay que buscarlas solamente allí donde
las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la
naturaleza del hombre.
7.
Son, en efecto, estas leyes las que enseñan
claramente a los hombres, primero, cómo deben
regular sus mutuas relaciones en la convivencia
humana; segundo, cómo deben ordenarse las
relaciones de los ciudadanos con las autoridades
públicas de cada Estado; tercero, cómo
deben relacionarse entre sí los Estados;
finalmente, cómo deben coordinarse, de una
parte, los individuos y los Estados, y de otra,
la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya
constitución es una exigencia urgente del
bien común universal.
I.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES CIVILES
8.
Hemos de hablar primeramente del orden que debe
regir entre los hombres.
La
persona humana, sujeto de derechos y deberes
9.
En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa
hay que establecer como fundamento el principio
de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza
dotada de inteligencia y de libre albedrío,
y que, por tanto, el hombre tiene por sí
mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente
y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos
derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún
concepto[7].
10.
Si, por otra parte, consideramos la dignidad de
la persona humana a la luz de las verdades reveladas
por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor
grado aún esta dignidad, ya que los hombres
han sido redimidos con la sangre de Jesucristo,
hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural
y herederos de la gloria eterna.
Los
derechos del hombre
Derecho
a la existencia y a un decoroso nivel de vida
11.
Puestos a desarrollar, en primer término,
el tema de los derechos del hombre, observamos que
éste tiene un derecho a la existencia, a
la integridad corporal, a los medios necesarios
para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente,
el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso,
la asistencia médica y, finalmente, los servicios
indispensables que a cada uno debe prestar el Estado.
De lo cual se sigue que el hombre posee también
el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad,
invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último,
cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa
suya, de los medios necesarios para su sustento[8].
Derecho
a la buena fama, a la verdad y a la cultura
12.
El hombre exige, además,, por derecho natural
el debido respeto a su persona, la buena reputación
social, la posibilidad de buscar la verdad libremente
y, dentro de los límites del orden moral
y del bien común, manifestar y difundir sus
opiniones y ejercer una profesión cualquiera,
y, finalmente, disponer de una información
objetiva de los sucesos públicos.
13.
También es un derecho natural del hombre
el acceso a los bienes de la cultura. Por ello,
es igualmente necesario que reciba una instrucción
fundamental común y una formación
técnica o profesional de acuerdo con el progreso
de la cultura en su propio país. Con este
fin hay que esforzarse para que los ciudadanos puedan
subir, sí su capacidad intelectual lo permite,
a los más altos grados de los estudios, de
tal forma que, dentro de lo posible, alcancen en
la sociedad los cargos y responsabilidades adecuados
a su talento y a la experiencia que hayan adquirido[9].
Derecho
al culto divino
14.
Entre los derechos del hombre dé bese enumerar
también el de poder venerar a Dios, según
la recta norma de su conciencia, y profesar la religión
en privado y en público. Porque, como bien
enseña Lactancio, para esto nacemos, para
ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido
homenaje; para buscarle a El solo, para seguirle.
Este es el vínculo de piedad que a El nos
somete y nos liga, y del cual deriva el nombre mismo
de religión[10]. A propósito de este
punto, nuestro predecesor, de inmortal memoria,
León XIII afirma: Esta libertad, la libertad
verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege
tan gloriosamente la dignidad de la persona humana,
está por encima de toda violencia y de toda
opresión y ha sido siempre el objeto de los
deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad
que reivindicaron constantemente para sí
los apóstoles, la que confirmaron con sus
escritos los apologistas, la que consagraron con
su sangre los innumerables mártires cristianos
[11].
Derechos
familiares
15.
Además tienen los hombres pleno derecho a
elegir el estado de vida que prefieran, y, por consiguiente,
a fundar una familia, en cuya creación el
varón y la mujer tengan iguales derechos
y deberes, o seguir la vocación del sacerdocio
o de la vida religiosa[12].
16.
Por lo que toca a la familia, la cual se funda en
el matrimonio libremente contraído, uno e
indisoluble, es necesario considerarla como la semilla
primera y natural dela sociedad humana. De lo cual
nace el deber de atenderla con suma diligencia tanto
en el aspecto económico y social como en
la esfera cultural y ética; todas estas medidas
tienen como fin consolidar la familia y ayudarla
a cumplir su misión.
17.
A los padres, sin embargo, corresponde antes que
a nadie el derecho de mantener y educar a los hijos[13].
Derechos
económicos
18.
En lo relativo al campo de la economía, es
evidente que el hombre tiene derecho natural a que
se le facilite la posibilidad de trabajar y a la
libre iniciativa en el desempeño del trabajo[14].
19.
Pero con estos derechos económicos está
ciertamente unido el de exigir tales condiciones
de trabajo que no debiliten las energías
del cuerpo, ni comprometan la integridad moral,
ni dañen el normal desarrollo de la juventud.
Por lo que se refiere a la mujer, hay quedarle la
posibilidad de trabajar en condiciones adecuadas
a las exigencias y los deberes de esposa y de madre[15].
20.
De la dignidad de la persona humana nace también
el derecho a ejercer las actividades económicas,
salvando el sentido de la responsabilidad[16]. Por
tanto, no debe silenciarse que ha de retribuirse
al trabajador con un salario establecido conforme
a las normas de la justicia, y que, por lo mismo,
según las posibilidades de la empresa, le
permita, tanto a él como a su familia, mantener
un género de vida adecuado a la dignidad
del hombre. Sobre este punto, nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII afirma: Al deber
de trabajar, impuesto al hombre por la naturaleza,
corresponde asimismo un derecho natural en virtud
del cual puede pedir, a cambio de su trabajo, lo
necesario para la vida propia y de sus hijos. Tan
profundamente está mandada por la naturaleza
la conservación del hombre[17].
Derecho
a la propiedad privada
21.
También surge de la naturaleza humana el
derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos
los de producción, derecho que, como en otra
ocasión hemos enseñado, constituye
un medio eficiente para garantizar la dignidad de
la persona humana y el ejercicio libre de la propia
misión en todos los campos de la actividad
económica, y es, finalmente, un elemento
de tranquilidad y de consolidación para la
vida familiar, con el consiguiente aumento de paz
y prosperidad en el Estado[18].
22.
Por último, y es ésta una advertencia
necesaria, el derecho de propiedad privada entraña
una función social[19].
Derecho
de reunión y asociación
23.
De la sociabilidad natural de los hombres se deriva
el derecho de reunión y de asociación;
el de dar a las asociaciones que creen la forma
más idónea para obtener los fines
propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente
y con propia responsabilidad, y el de conducirlas
a los resultados previstos [20].
24.
Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica
Mater et magistra, es absolutamente preciso que
se funden muchas asociaciones u organismos intermedios,
capaces de alcanzar los fines que os particulares
por sí solos no pueden obtener eficazmente.
Tales asociaciones y organismos deben considerarse
como instrumentos indispensables en grado sumo para
defender la dignidad y libertad de la persona humana,
dejando a salvo el sentido de la responsabilidad[21].
Derecho
de residencia y emigración
25.
Ha de respetarse íntegramente también
el derecho de cada hombre a conservar o cambiar
su residencia dentro de los límites geográficos
del país; más aún, es necesario
que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos
motivos, emigrar a otros países y fijar allí
su domicilio[22]. El hecho de pertenecer como ciudadano
a una determinada comunidad política no impide
en modo alguno ser miembro de la familia humana
y ciudadano de la sociedad y convivencia universal,
común a todos los hombres.
Derecho
a intervenir en la vida pública
26.
Añádese a lo dicho que con la dignidad
de la persona humana concuerda el derecho a tomar
parte activa en la vida pública y contribuir
al bien común. Pues, como dice nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII, el hombre como
tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo
de la vida social, es, por el contrario, y debe
ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin[23].
Derecho
a la seguridad jurídica
27.
A la persona humana corresponde también la
defensa legítima de sus propios derechos;
defensa eficaz, igual para todos y regida por las
normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro
predecesor, de feliz memoria, Pío XII con
estas palabras: Del ordenamiento jurídico
querido por Dios deriva el inalienable derecho del
hombre a la seguridad jurídica y, con ello,
a una esfera concreta de derecho, protegida contra
todo ataque arbitrario([24].
Los
deberes del hombre
Conexión
necesaria entre derechos y deberes
28.
Los derechos naturales que hasta aquí hemos
recordado están unidos en el hombre que los
posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen
en la ley natural, que los confiere o los impone,
su origen, mantenimiento y vigor indestructible.
29.
Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho
del hombre a la existencia corresponde el deber
de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de
vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de
buscar libremente la verdad, el deber de buscarla
cada día con mayor profundidad y amplitud.
El
deber de respetar los derechos ajenos
30.
Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la
sociedad humana, a un determinado derecho natural
de cada hombre corresponda en los demás el
deber de reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier
derecho fundamental del hombre deriva su fuerza
moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere
e impone el correlativo deber. Por tanto, quienes,
al reivindicar sus derechos, olvidan por completo
sus deberes o no les dan la importancia debida,
se asemejan a los que derriban con una mano lo que
con la otra construyen.
El
deber de colaborar con los demás
31.
Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben
convivir unos con otros y procurar cada uno el bien
de los demás. Por esto, una convivencia humana
rectamente ordenada exige que se reconozcan y se
respeten mutuamente los derechos y los deberes.
De aquí se sigue también el que cada
uno deba aportar su colaboración generosa
para procurar una convivencia civil en la que se
respeten los derechos y los deberes con diligencia
y eficacia crecientes.
32.
No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho
a las cosas necesarias para la vida si no se procura,
en la medida posible, que el hombre posea con suficiente
abundancia cuanto toca a su sustento.
33.
A esto se añade que la sociedad, además
de tener un orden jurídico, ha de proporcionar
al hombre muchas utilidades. Lo cual exige que todos
reconozcan y cumplan mutuamente sus derechos y deberes
e intervengan unidos en las múltiples empresas
que la civilización actual permita, aconseje
o reclame.
El
deber de actuar con sentido de responsabilidad
34.
La dignidad de la persona humana requiere, además,
que el hombre, en sus actividades, proceda por propia
iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose
de la convivencia civil, debe respetar los derechos,
cumplir las obligaciones y prestar su colaboración
a los demás en una multitud de obras, principalmente
en virtud de determinaciones personales. De esta
manera, cada cual ha de actuar por su propia decisión,
convencimiento y responsabilidad, y no movido por
la coacción o por presiones que la mayoría
de las veces provienen de fuera. Porque una sociedad
que se apoye sólo en la razón de la
fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente,
los hombres se ven privados de su libertad, en vez
de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso
de la vida y al propio perfeccionamiento.
La
convivencia civil
Verdad,
justicia, amor y libertad, fundamentos de la convivencia
humana
35.
Por esto, la convivencia civil sólo puede
juzgarse ordenada, fructífera y congruente
con la dignidad humana si se funda en la verdad.
Es una advertencia del apóstol San Pablo:
Despojándoos de la mentira, hable cada uno
verdad con su prójimo, pues que todos somos
miembros unos de otros[25]. Esto ocurrirá,
ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida
forma, los derechos que le son propios y los deberes
que tiene para con los demás. Más
todavía: una comunidad humana será
cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo
la guía de la justicia, respeten los derechos
ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando
estén movidos por el amor de tal manera,
que sientan como suyas las necesidades del prójimo
y hagan a los demás partícipes de
sus bienes, y procuren que en todo el mundo haya
un intercambio universal de los valores más
excelentes del espíritu humano. Ni basta
esto sólo, porque la sociedad humana se va
desarrollando conjuntamente con la libertad, es
decir, con sistemas que se ajusten a la dignidad
del ciudadano, ya que, siendo éste racional
por naturaleza, resulta, por lo mismo, responsable
de sus acciones.
Carácter
espiritual de la sociedad humana
36.
La sociedad humana, venerables hermanos y queridos
hijos, tiene que ser considerada, ante todo, como
una realidad de orden principalmente espiritual:
que impulse a los hombres, iluminados por la verdad,
a comunicarse entre sí los más diversos
conocimientos; a defender sus derechos y cumplir
sus deberes; a desear los bienes del espíritu;
a disfrutar en común del justo placer de
la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse
inclinados continuamente a compartir con los demás
lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán,
en provecho propio, los bienes espirituales del
prójimo. Todos estos valores informan y,
al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de
la cultura, de la economía, de la convivencia
social, del progreso y del orden político,
del ordenamiento jurídico y, finalmente,
de cuantos elementos constituyen la expresión
externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo.
37.
El orden vigente en la sociedad es todo él
de naturaleza espiritual. Porque se funda en la
verdad, debe practicarse según los preceptos
de la justicia, exige ser vivificado y completado
por el amor mutuo, y, por último, respetando
íntegramente la libertad, ha de ajustarse
a una igualdad cada día más humana.
La
convivencia tiene que fundarse en el orden moral
establecido por Dios
38.
Sin embargo, este orden espiritual, cuyos principios
son universales, absolutos e inmutables, tiene su
origen único en un Dios verdadero, personal
y que trasciende a la naturaleza humana. Dios, en
efecto, por ser la primera verdad y el sumo bien,
es la fuente más profunda de la cual puede
extraer su vida verdadera una convivencia humana
rectamente constituida, provechosa y adecuada a
la dignidad del hombre[26]. A esto se refiere el
pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la
razón humana sea norma de la humana voluntad,
por la que se mida su bondad, es una derivación
de la ley eterna, la cual se identifica con la razón
divina... Es, por consiguiente, claro que la bondad
de la voluntad humana depende mucho más de
la ley eterna que de la razón humana [27].
Características
de nuestra época
39.
Tres son las notas características de nuestra
época.
La
elevación del mundo laboral
40.
En primer lugar contemplamos el avance progresivo
realizado por las clases trabajadoras en lo económico
y en lo social. Inició el mundo del trabajo
su elevación con la reivindicación
de sus derechos, principalmente en el orden económico
y social. Extendieron después los trabajadores
sus reivindicaciones a la esfera política.
Finalmente, se orientaron al logro de las ventajas
propias de una cultura más refinada. Por
ello, en la actualidad, los trabajadores de todo
el mundo reclaman con energía que no se les
considere nunca simples objetos carentes de razón
y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás,
sino como hombres en todos los sectores de la sociedad;
esto es, en el orden económico y social,
en el político y en el campo de la cultura.
La
presencia de la mujer en la vida pública
41.
En segundo lugar, es un hecho evidente la presencia
de la mujer en la vida pública. Este fenómeno
se registra con mayor rapidez en los pueblos que
profesan la fe cristiana, y con más lentitud,
pero siempre en gran escala, en países de
tradición y civilizaciones distintas. La
mujer ha adquirido una conciencia cada día
más clara de su propia dignidad humana. Por
ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada
o un mero instrumento; exige, por el contrario,
que, tanto en el ámbito de la vida doméstica
como en el de la vida pública, se le reconozcan
los derechos y obligaciones propios de la persona
humana.
La
emancipación de los pueblos
42.
Observamos, por último, que, en la actualidad,
la convivencia humana ha sufrido una total transformación
en lo social y en lo político. Todos los
pueblos, en efecto, han adquirido ya su libertad
o están a punto de adquirirla. Por ello,
en breve plazo no habrá pueblos dominadores
ni pueblos dominados.
43.
Los hombres de todos los países o son ya
ciudadanos de un Estado independiente, o están
a punto de serlo. No hay ya comunidad nacional alguna
que quiera estar sometida al dominio de otra. Porque
en nuestro tiempo resultan anacrónicas las
teorías, que duraron tantos siglos, por virtud
de las cuales ciertas clases recibían un
trato de inferioridad, mientras otras exigían
posiciones privilegiadas, a causa de la situación
económica y social, del sexo o de la categoría
política.
44.
Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado
por doquiera la convicción de que todos los
hombres son, por dignidad natural, iguales entre
sí. Por lo cual, las discriminaciones raciales
no encuentran ya justificación alguna, a
lo menos en el plano de la razón y de la
doctrina. Esto tiene una importancia extraordinaria
para lograr una convivencia humana informada por
los principios que hemos recordado. Porque cuando
en un hombre surge la conciencia de los propios
derechos, es necesario que aflore también
la de las propias obligaciones; de forma que aquel
que posee determinados derechos tiene asimismo,
como expresión de su dignidad, la obligación
de exigirlos, mientras los demás tienen el
deber de reconocerlos y respetarlos.
45.
Cuando la regulación jurídica del
ciudadano se ordena al respeto de los derechos y
de los deberes, los hombres se abren inmediatamente
al mundo de las realidades espirituales, comprenden
la esencia de la verdad, de la justicia, de la caridad,
de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros
de tal sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos
profundamente por estas mismas causas, se sienten
impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que
es superior al hombre y personal. Por todo lo cual
juzgan que las relaciones que los unen con Dios
son el fundamento de su vida, de esa vida que viven
en la intimidad de su espíritu o unidos en
sociedad con los demás hombres.
II.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS
La
autoridad
Es
necesaria
46.
Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes,
investidos de legítima autoridad, que defiendan
las instituciones y consagren, en la medida suficiente,
su actividad y sus desvelos al provecho común
del país. Toda la autoridad que los gobernantes
poseen proviene de Dios, según enseña
San Pablo: Porque no hay autoridad que no venga
de Dios [28]. Enseñanza del Apóstol
que San Juan Crisóstomo desarrolla en estos
términos: ¿Qué dices? ¿Acaso
todo gobernante ha sido establecido por Dios? No
digo esto -añade-, no hablo de cada uno de
los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque
el que existan las autoridades, y haya gobernantes
y súbditos, y todo suceda sin obedecer a
un azar completamente fortuito, digo que es obra
de la divina sabiduría[29].En efecto, como
Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza
y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe
supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo
impulso eficaz, encaminado al bien común,
resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad
que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad,
surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del
mismo Dios, que es su autor[30].
Debe
estar sometida al orden moral
47.
La autoridad, sin embargo, no puede considerarse
exenta de sometimiento a otra superior. Más
aún, la autoridad consiste en la facultad
de mandar según la recta razón. Por
ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria
procede del orden moral, que tiene a Dios como primer
principio y último fin. Por eso advierte
nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío
XII: El mismo orden absoluto de los seres y de los
fines, que muestra al hombre como persona autónoma,
es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables,
raíz y término de su propia vida social,
abarca también al Estado como sociedad necesaria,
revestida de autoridad, sin la cual no podría
ni existir ni vivir... Y como ese orden absoluto,
a la luz de la sana razón, y más particularmente
a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro
origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese
que... la dignidad de la autoridad política
es la dignidad de su participación en la
autoridad de Dios[31].
Sólo
así obliga en conciencia
48.
Por este motivo, el derecho de mandar que se funda
exclusiva o principalmente en la amenaza o el temor
de las penas o en la promesa de premios, no tiene
eficacia alguna para mover al hombre a laborar por
el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera
esa eficacia, no se ajustaría en absoluto
a la dignidad del hombre, que es un ser racional
y libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial,
una fuerza física; por ello tienen que apelar
los gobernantes a la conciencia del ciudadano, esto
es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar
su pronta colaboración al bien común.
Pero como todos los hombres son entre sí
iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en
consecuencia, puede obligar a los demás a
tomar una decisión en la intimidad de su
conciencia. Es éste un poder exclusivo de
Dios, por ser el único que ve y juzga los
secretos más ocultos del corazón humano.
49.
Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar
en conciencia al ciudadano cuando su autoridad está
unida a la de Dios y constituye una participación
de la misma[32].
Y
se salva la dignidad del ciudadano
50.
Sentado este principio, se salva la dignidad del
ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades
públicas no es, en modo alguno, sometimiento
de hombrea hombre, sino, en realidad, un acto de
culto a Dios, creador solícito de todo, quien
ha ordenado que las relaciones de la convivencia
humana se regulen por el orden que El mismo ha establecido;
por otra parte, al rendir a Dios la debida reverencia,
el hombre no se humilla, sino más bien se
eleva y ennoblece, ya que servir a Dios es reinar[33].
La
ley debe respetar el ordenamiento divino
51.
El derecho de mandar constituye una exigencia del
orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si
los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición
cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por
consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en
tal caso ni la ley promulgada ni la disposición
dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano,
ya que es necesario obedecer a Dios antes que a
los hombres[34]); más aún, en semejante
situación, la propia autoridad se desmorona
por completo y se origina una iniquidad espantosa.
Así lo enseña Santo Tomás:
En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón
de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta
razón. Y así considerada, es manifiesto
que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se
aparta de la recta razón, es una ley injusta,
y así no tiene carácter de ley, sino
más bien de violencia [35].
Autoridad
y democracia
52.
Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene
de Dios no debe en modo alguno deducirse que los
hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes
de la nación, establecer la forma de gobierno
y determinar los procedimientos y los límites
en el ejercicio de la autoridad. De aquí
que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse
con cualquier clase de régimen auténticamente
democrático[36].
El
bien común
Obliga
al ciudadano
53.
Todos los individuos y grupos intermedios tienen
el deber de prestar su colaboración personal
al bien común. De donde se sigue la conclusión
fundamental de que todos ellos han de acomodar sus
intereses a las necesidades de los demás,
y la de que deben enderezar sus prestaciones en
bienes o servicios al fin que los gobernantes han
establecido, según normas de justicia y respetando
los procedimientos y límites fijados para
el gobierno. Los gobernantes, por tanto, deben dictar
aquellas disposiciones que, además de su
perfección formal jurídica, se ordenen
por entero al bien de la comunidad o puedan conducir
a él.
Obliga
también al gobernante
54.
La razón de ser de cuantos gobiernan radica
por completo en el bien común. De donde se
deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo,
respetando la naturaleza del propio bien común
y ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas
a la situación real de las circunstancias[37]
Está
ligado a la naturaleza humana
55.
Sin duda han de considerarse elementos intrínsecos
del bien común las propiedades características
de cada nación[38]; pero estas propiedades
no definen en absoluto de manera completa el bien
común. El bien común, en efecto, está
íntimamente ligado a la naturaleza humana.
Por ello no se puede mantener su total integridad
más que en el supuesto de que, atendiendo
a la íntima naturaleza y efectividad del
mismo, se tenga siempre en cuenta el concepto de
la persona humana[39].
Debe
redundar en provecho de todos
56.
Añádase a esto que todos los miembros
de la comunidad deben participar en el bien común
por razón de su propia naturaleza, aunque
en grados diversos, según las categorías,
méritos y condiciones de cada ciudadano.
Por este motivo, los gobernantes han de orientar
sus esfuerzos a que el bien común redunde
en provecho de todos, sin preferencia alguna por
persona o grupo social determinado, como lo establece
ya nuestro predecesor, de inmortal memoria, León
XIII: No se puede permitir en modo alguno que la
autoridad civil sirva el interés de uno o
de pocos, porque está constituida para el
bien común de todos[40]. Sin embargo, razones
de justicia y de equidad pueden exigir, a veces,
que los hombres de gobierno tengan especial cuidado
de los ciudadanos más débiles, que
puedan hallarse en condiciones de inferioridad,
para defender sus propios derechos y asegurar sus
legítimos intereses[41].
Abarca
a todo el hombre
57.
Hemos de hacer aquí una advertencia a nuestros
hijos: el bien común abarca a todo el hombre,
es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las
del espíritu. De lo cual se sigue que los
gobernantes deben procurar dicho bien por las vías
adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando
el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano
la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes
del espíritu[42].
58.
Todos estos principios están recogidos con
exacta precisión en un pasaje de nuestra
encíclica Mater et magistra, donde establecimos
que el bien común abarca todo un conjunto
de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos
e1 desarrollo expedito y pleno de su propia perfección
[43].
59.
E1 hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal,
no puede satisfacer sus necesidades ni conseguir
en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta
es 1a razón de que el bien común deba
procurarse por tales vías y con tales medios
que no sólo no pongan obstáculos a
la salvación eterna del hombre, sino que,
por el contrario, le ayuden a conseguirla [44].
Deberes
de los gobernantes en orden al bien común
1.
Defender los derechos y deberes del hombre
60.
En 1a época actual se considera que el bien
común consiste principalmente en la defensa
de los derechos y deberes de 1a persona humana.
De aquí que la misión principal de
los hombres de gobierno deba tender a dos cosas:
de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar
y promover tales derechos; de otro, facilitar a
cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos
deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos
de 1a persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento
de sus deberes debe ser oficio esencial de todo
poder público [45].
61.
Por eso, los gobernantes que no reconozcan los derechos
del hombre o los violen faltan a su propio deber
y carecen, además, de toda obligatoriedad
las disposiciones que dicten [46].
2.
Armonizarlos y regularlos
62.
Más aún, los gobernantes tienen como
deber principal el de armonizar y regular de una
manera adecuada y conveniente los derechos que vinculan
entre sí a los hombres en el seno de la sociedad,
de tal forma que, en primer lugar, los ciudadanos,
al procurar sus derechos, no impidan el ejercicio
de los derechos de los demás; en segundo
lugar, que el que defienda su propio derecho no
dificulte a los otros 1a práctica de sus
respectivos deberes, y, por último, hay que
mantener eficazmente 1a integridad de los derechos
de todos y restablecerla en caso de haber sido violada[47].
3.
Favorecer su ejercicio
63.
Es además deber de quienes están a
la cabeza del país trabajar positivamente
para crear un estado de cosas que permita y facilite
al ciudadano la defensa de sus derechos y el cumplimiento
de sus obligaciones. De hecho, la experiencia enseña
que, cuando falta una acción apropiada de
los poderes públicos en 1o económico,
lo político o lo cultural, se produce entre
los ciudadanos, sobre todo en nuestra época,
un mayor número de desigualdades en sectores
cada vez más amplios, resultando así
que los derechos y deberes de 1a persona humana
carecen de toda eficacia práctica.
4.
Exigencias concretas en esta materia
64.
Es por ello necesario que los gobiernos pongan todo
su empeño para que el desarrollo económico
y el progreso social avancen a mismo tiempo y para
que, a medida que se desarrolla la productividad
de los sistemas económicos, se desenvuelvan
también los servicios esenciales, como son,
por ejemplo, carreteras, transportes, comercio,
agua potable, vivienda, asistencia sanitaria, medios
que faciliten la profesión de la fe religiosa
y, finalmente, auxilios para el descanso del espíritu.
Es necesario también que las autoridades
se esfuercen por organizar sistemas económicos
de previsión para que al ciudadano, en el
caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una
carga mayor en las obligaciones familiares contraídas,
no le falte lo necesario para llevar un tenor de
vida digno. Y no menor empeño deberán
poner las autoridades en procurar y en lograr que
a los obreros aptos para el trabajo se les dé
la oportunidad de conseguir un empleo adecuado a
sus fuerzas; que se pague a cada uno el salario
que corresponda según las leyes de la justicia
y de la equidad; que en las empresas puedan los
trabajadores sentirse responsables de la tarea realizada;
que se puedan constituir fácilmente organismos
intermedios que hagan más fecunda y ágil
la convivencia social; que, finalmente, todos, por
los procedimientos y grados oportunos, puedan participar
en los bienes de la cultura.
5.
Guardar un perfecto equilibrio en 1a regulación
y tutela de los derechos
65.
Sin embargo, el bien general del país también
exige que los gobernantes, tanto en la tarea de
coordinar y asegurar los derechos de los ciudadanos
como en la función de irlos perfeccionando,
guarden un pleno equilibrio para evitar, por un
lado, que la preferencia dada a los derechos de
algunos particulares o de determinados grupos venga
a ser origen de una posición de privilegio
en la nación, y para soslayar, por otro,
el peligro de que, por defender los derechos de
todos, incurran en la absurda posición de
impedir el pleno desarrollo de los derechos de cada
uno. Manténgase siempre a salvo el principio
de que la intervención de las autoridades
públicas en el campo económico, por
dilatada y profunda que sea, no sólo no debe
coartar la libre iniciativa de los particulares,
sino que, por el contrario, ha de garantizar la
expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando,
sin embargo, incólumes los derechos esenciales
de la persona humana [48].
66.
Idéntica finalidad han de tener las iniciativas
de todo género del gobierno dirigidas a facilitar
al ciudadano tanto la defensa de sus derechos como
e1 cumplimiento de sus deberes en todos los sectores
de la vida social.
La
constitución jurídico-política
de la sociedad
67.
Pasando a otro tema, no puede establecerse una norma
universal sobre cuál sea la forma mejor de
gobierno ni sobre los sistemas más adecuados
para el ejercicio de las funciones públicas,
tanto en la esfera legislativa como en 1a administrativa
y en la judicial.
División
de funciones y de poderes
68.
En realidad, para determinar cuál haya de
ser la estructura política de un país
o el procedimiento apto para el ejercicio de las
funciones públicas, es necesario tener muy
en cuenta la situación actual y las circunstancias
de cada pueblo; situación y circunstancias
que cambian en función de los lugares y de
las épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda
con la propia naturaleza del hombre una organización
de la convivencia compuesta por las tres clases
de magistraturas que mejor respondan a la triple
función principal de 1a autoridad pública;
porque en una comunidad política así
organizada, las funciones de cada magistratura y
las relaciones entre el ciudadano y los servidores
de la cosa pública quedan definidas en términos
jurídicos. Tal estructura política
ofrece, sin duda, una eficaz garantía al
ciudadano tanto en el ejercicio de sus derechos
como en el cumplimiento de sus deberes.
Normas
generales para e1 ejercicio de los tres poderes
69.
Sin embargo, para que esta organización jurídica
y política de la comunidad rinda las ventajas
que le son propias, es exigencia de la misma realidad
que las autoridades actúen y resuelvan las
dificultades que surjan con procedimientos y medios
idóneos, ajustados a las funciones específicas
de su competencia y a la situación actual
del país. Esto implica, además, la
obligación que el poder legislativo tiene,
en el constante cambio que 1a realidad impone, de
no descuidar jamás en su actuación
las normas morales, las bases constitucionales del
Estado y las exigencias del bien común. Reclama,
en segundo lugar, que la administración pública
resuelva todos los casos en consonancia con el derecho,
teniendo a la vista la legislación vigente
y con cuidadoso examen crítico de la realidad
concreta. Exige, por último, que el poder
judicial dé a cada cual su derecho con imparcialidad
plena y sin dejarse arrastrar por presiones de grupo
alguno. Es también exigencia de la realidad
que tanto el ciudadano como los grupos intermedios
tengan a su alcance los medios legales necesarios
para defender sus derechos y cumplir sus obligaciones,
tanto en el terreno de las mutuas relaciones privadas
como en sus contactos con los funcionarios públicos[49]
.
Cautelas
y requisitos que deben observar los gobernantes
70.
Es indudable que esta ordenación jurídica
del Estado, la cual responde a las normas de la
moral y de la justicia y concuerda con el grado
de progreso de la comunidad política, contribuye
en gran manera al bien común del país.
71.
Sin embargo, en nuestros tiempos, la vida social
es tan variada, compleja y dinámica, que
cualquier ordenación jurídica, aun
la elaborada con suma prudencia y previsora intención,
resulta muchas veces inadecuada frente a las necesidades.
72.
Hay que añadir un hecho más: el de
que las relaciones recíprocas de los ciudadanos,
de los ciudadanos y de los grupos intermedios con
las autoridades y, finalmente, de las distintas
autoridades del Estado entre sí, resultan
a veces tan inciertas y peligrosas, que no pueden
encuadrarse en determinados moldes jurídicos.
En tales casos, la realidad pide que los gobernantes,
para mantener incólume la ordenación
jurídica del Estado en sí misma y
en los principios que la inspiran, satisfacer las
exigencias fundamentales de la vida social, acomodar
las leyes y resolver los nuevos problemas de acuerdo
con los hábitos de la vida moderna, tengan,
lo primero, una recta idea de la naturaleza de sus
funciones y de los límites de su competencia,
y posean, además, sentido de la equidad,
integridad moral, agudeza de ingenio y constancia
de voluntad en grado bastante para descubrir sin
vacilación lo que hay que hacer y para llevarlo
a cabo a tiempo y con valentía[50].
Acceso
del ciudadano a la vida pública
73.
Es una exigencia cierta de la dignidad humana que
los hombres puedan con pleno derecho dedicarse a
la vida pública, si bien solamente pueden
participar en ella ajustándose a las modalidades
que concuerden con la situación real de la
comunidad política a la que pertenecen.
74.
Por otra parte, de este derecho de acceso a la vida
pública se siguen para los ciudadanos nuevas
y amplísimas posibilidades de bien común.
Porque, primeramente, en las actuales circunstancias,
los gobernantes, al ponerse en contacto y dialogar
con mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden
conocer mejor los medios que más interesan
para el bien común, y, por otra parte, la
renovación periódica de las personas
en los puestos públicos no sólo impide
el envejecimiento de la autoridad, sino que además
le da la posibilidad de rejuvenecerse en cierto
modo para acometer el progreso de la sociedad humana[51].
Exigencias
de la época
Carta
de los derechos del hombre
75.
De todo 1o expuesto hasta aquí se deriva
con plena claridad que, en nuestra época,
lo primero que se requiere en la organización
jurídica del Estado es redactar, con fórmulas
concisas y claras, un compendio de los derechos
fundamentales del hombre e incluirlo en la constitución
general del Estado.
Organización
de poderes
76.
Se requiere, en segundo lugar, que, en términos
estrictamente jurídicos, se elabore una constitución
pública de cada comunidad política,
en la que se definan los procedimientos para designar
a los gobernantes, los vínculos con los que
necesariamente deban aquellos relacionarse entre
sí, las esferas de sus respectivas competencias
y, por último, las normas obligatorias que
hayan de dirigir el ejercicio de sus funciones.
Relaciones
autoridad-ciudadanos
77.
Se requiere, finalmente, que se definan de modo
específico los derechos y deberes del ciudadano
en sus relaciones con las autoridades y que se prescriba
de forma clara como misión principal delas
autoridades el reconocimiento, respeto, acuerdo
mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos
y deberes del ciudadano.
Juicio
crítico
78.
Sin embargo, no puede aceptarse la doctrina de quienes
afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos
grupos es la fuente primaria y única de donde
brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene
la fuerza obligatoria de la constitución
política y nace, finalmente, el poder de
los gobernantes del Estado para mandar[52].
79.
No obstante, estas tendencias de que hemos hablado
constituyen también un testimonio indudable
de que en nuestro tiempo los hombres van adquiriendo
una conciencia cada vez más viva de su propia
dignidad y se sienten, por tanto, estimulados a
intervenir en la ida pública y a exigir que
sus derechos personales e inviolables se defiendan
en la constitución política del país.
No basta con esto; los hombres exigen hoy, además,
que las autoridades se nombren de acuerdo con las
normas constitucionales y ejerzan sus funciones
dentro de los términos establecidos por las
mismas.
III.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES
Las
relaciones internacionales deben regirse por la
ley moral
80.
Nos complace confirmar ahora con nuestra autoridad
las enseñanzas que sobre el Estado expusieron
repetidas veces nuestros predecesores, esto es,
que las naciones son sujetos de derechos y deberes
mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben
regularse por las normas de la verdad, la justicia,
la activa solidaridad y la libertad. Porque la misma
ley natural que rige las relaciones de convivencia
entre los ciudadanos debe regular también
las relaciones mutuas entre las comunidades políticas.
81.
Este principio es evidente para todo el que considere
que los gobernantes, cuando actúan en nombre
de su comunidad y atienden al bien de la misma,
no pueden, en modo alguno, abdicar de su dignidad
natural, y, por tanto, no les es lícito en
forma alguna prescindir de la ley natural, a la
que están sometidos, ya que ésta se
identifica con la propia ley moral.
82.
Es, por otra parte, absurdo pensar que los hombres,
por el mero hecho de gobernar un Estado, puedan
verse obligados a renunciar a su condición
humana. Todo lo contrario, han sido elevados a tan
encumbrada posición porque, dadas sus egregias
cualidades personales, fueron considerados como
los miembros más sobresalientes de la comunidad.
83.
Más aún, el mismo orden moral impone
dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad
rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa
autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral
sin derrumbarse inmediatamente, al quedar privada
de su propio fundamento. Es un aviso del mismo Dios:
Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended;
aprended vosotros los que domináis los confines
de la tierra. Aplicad el oído los que imperáis
sobre las muchedumbres y los que os engreís
sobre la multitud de las naciones. Porque el poder
os fue dado por el Señor, y la soberanía
por el Altísimo, el cual examinará
vuestras obras y escudriñará vuestros
pensamientos[53].
84.
Finalmente, es necesario recordar que también
en la ordenación de las relaciones internacionales
la autoridad debe ejercerse de forma que promueva
el bien común de todos, ya que para esto
precisamente se ha establecido.
85.
Entre las exigencias fundamentales del bien común
hay que colocar necesariamente el principio del
reconocimiento del orden moral y de la inviolabilidad
de sus preceptos. El nuevo orden que todos los pueblos
anhelan... hade alzarse sobre la roca indestructible
e inmutable de la ley moral, manifestada por el
mismo Creador mediante el orden natural y esculpida
por El en los corazones de los hombres con caracteres
indelebles... Como faro resplandeciente, la ley
moral debe, con los rayos de sus principios, dirigir
la ruta de la actividad de los hombres y de los
Estados, los cuales habrán de seguir sus
amonestadoras, saludables y provechosas indicaciones,
sí no quieren condenar a la tempestad y al
naufragio todo trabajo y esfuerzo para establecer
un orden nuevo[54].
Las
relaciones internacionales deben regirse por la
verdad
86.
Hay que establecer como primer principio que las
relaciones internacionales deben regirse por la
verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas
relaciones se evite toda discriminación racial
y que, por consiguiente, se reconozca como principio
sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas
son iguales en dignidad natural. De donde se sigue
que cada una de ellas tiene derecho a la existencia,
al propio desarrollo, a los medios necesarios para
este desarrollo y a ser, finalmente, la primera
responsable en procurar y alcanzar todo lo anterior;
de igual manera, cada nación tiene también
el derecho a la buena fama y a que se le rindan
los debidos honores.
87.
La experiencia enseña que son muchas y muy
grandes las diferencias entre los hombres en ciencia,
virtud, inteligencia y bienes materiales. Sin embargo,
este hecho no puede justificar nunca el propósito
de servirse de la superioridad propia para someter
de cualquier modo a los demás. Todo lo contrarío:
esta superioridad implica una obligación
social más grave para ayudar a los demás
a que logren, con el esfuerzo común, la perfección
propia.
88.
De modo semejante, puede suceder que algunas naciones
aventajen a otras en el grado de cultura, civilización
y desarrollo económico. Pero esta ventaja,
lejos de ser una causa lícita para dominar
injustamente a las demás, constituye más
bien una obligación para prestar una mayor
ayuda al progreso común de todos los pueblos.
89.
En realidad, no puede existir superioridad alguna
por naturaleza entre los hombres, ya que todos ellos
sobresalen igualmente por su dignidad natural. De
aquí se sigue que tampoco existen diferencias
entre las comunidades políticas por lo que
respecta a su dignidad natural. Cada Estado es como
un cuerpo, cuyos miembros son los seres humanos.
Por otra parte, 1a experiencia enseña que
los pueblos son sumamente sensibles, y no sin razón,
en todas aquellas cosas quede alguna manera atañen
a su propia dignidad.
90.
Exige, por último, la verdad que en el uso
de los medios de información que la técnica
moderna ha introducido, y que tanto sirve para fomentar
y extender el mutuo conocimiento de los pueblos,
se observen de forma absoluta las normas de una
serena objetividad. Lo cual no prohíbe, ni
mucho menos, a los pueblos subrayar los aspectos
positivos de su vida. Pero han de rechazarse por
entero los sistemas de información que, violando
los preceptos de la verdad y de la justicia, hieren
la fama de cualquier país [55].
Las
relaciones internacionales deben regirse por la
justicia
91.
Segundo principio: las relaciones internacionales
deben regularse por las normas de la justicia, lo
cual exige dos cosas: el reconocimiento de los mutuos
derechos y el cumplimiento de los respectivos deberes.
92.
Y como las comunidades políticas tienen derecho
a la existencia, al propio desarrollo, a obtener
todos los medios necesarios para su aprovechamiento,
a ser los protagonistas de esta tarea y a defender
su buena reputación y los honores que les
son debidos, de todo ello se sigue que las comunidades
políticas tienen igualmente el deber de asegurar
de modo eficaz tales derechos y de evitar cuanto
pueda lesionarlos. Así como en las relaciones
privadas los hombres no pueden buscar sus propios
intereses con daño injusto de los ajenos,
de la misma manera, las comunidades políticas
no pueden, sin incurrir en delito, procurarse un
aumento de riquezas que constituya injuria u opresión
injusta de las demás naciones. Oportuna es
a este respecto la sentencia de San Agustín:
Si se abandona la justicia, ¿qué son
los reinos sino grandes latrocinios?[56].
93.
Puede suceder, y de hecho sucede, que pugnen entre
sí las ventajas y provechos que las naciones
intentan procurarse. Sin embargo, las diferencias
quede ello surjan no deben zanjarse con las armas
ni por el fraude o el engaño, sino, como
corresponde a seres humanos, por la razonable comprensión
recíproca, el examen cuidadoso y objetivo
de la realidad y un compromiso equitativo de los
pareceres contrarios.
El
problema de las minorías étnicas
94.
A este capítulo de las relaciones internacionales
pertenece de modo singular la tendencia política
quedes de el siglo XIX se ha ido generalizando e
imponiendo, por virtud de la cual los grupos étnicos
aspiran a ser dueños de sí mismos
y a constituir una sola nación. Y como esta
aspiración, por muchas causas, no siempre
puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia
de minorías étnicas dentro de los
límites de una nación de raza distinta,
lo cual plantea problemas de extrema gravedad.
95.
En esta materia hay que afirmar claramente que todo
cuanto se haga para reprimir la vitalidad y el desarrollo
de tales minorías étnicas viola gravemente
los deberes de la justicia. Violación que
resulta mucho más grave aún si esos
criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento
de la raza.
96.
Responde, por el contrario, y plenamente, a lo que
la justicia demanda: que los gobernantes se consagren
a promover con eficacia los valores humanos de dichas
minorías, especialmente en lo tocante a su
lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas
económicas[57].
97.
Hay que advertir, sin embargo, que estas minorías
étnicas, bien por la situación que
tienen que soportar a disgusto, bien por la presión
de los recuerdos históricos, propenden muchas
veces a exaltar más de lo debido sus características
raciales propias, hasta el punto de anteponerlas
a los valores comunes propios de todos los hombres,
como si el bien de la entera familia humana hubiese
de subordinarse al bien de una estirpe. Lo razonable,
en cambio, es que tales grupos étnicos reconozcan
también las ventajas que su actual situación
les ofrece, ya que contribuye no poco a su perfeccionamiento
humano el contacto diario con los ciudadanos de
una cultura distinta, cuyos valores propios puedan
ir así poco a poco asimilando. Esta asimilación
sólo podrá lograrse cuando las minorías
se decidan a participar amistosamente en los usos
y tradiciones de los pueblos que las circundan;
pero no podrá alcanzarse si las minorías
fomentan los mutuos roces, que acarrean daños
innumerables y retrasan el progreso civil de las
naciones.
Las
relaciones internacionales deben regirse por el
principio de la solidaridad activa
Asociaciones,
colaboración e intercambios
98.
Como las relaciones internacionales deben regirse
por las normas de la verdad y de la justicia, por
ello han de incrementarse por medio de una activa
solidaridad física y espiritual. Esta puede
lograrse mediante múltiples formas de asociación,
como ocurre en nuestra época, no sin éxito,
en lo que atañe a la economía, la
vida social y política, la cultura, la salud
y el deporte. En este punto es necesario tener a
la vista que la autoridad pública, por su
propia naturaleza, no se ha establecido para recluir
forzosamente al ciudadano dentro de los límites
geográficos de la propia nación, sino
para asegurar ante todo el bien común, el
cual no puede ciertamente separarse del bien propio
de toda la familia humana.
99.
Esto implica que las comunidades políticas,
al procurar sus propios intereses, no solamente
no deben perjudicar a las demás, sino que
también todas ellas han de unir sus propósitos
y esfuerzos, siempre que la acción aislada
de alguna no baste para conseguirlos fines apetecidos;
en esto hay que prevenir con todo empeño
que lo que es ventajoso para ciertas naciones no
acarree a las otras más daños que
utilidades.
100.
Por último, el bien común universal
requiere que en cada nación se fomente toda
clase de intercambios entre los ciudadanos y los
grupos intermedios. Porque, existiendo en muchas
partes del mundo grupos étnicos más
o menos diferentes, hay que evitar que se impida
la comunicación mutua entre las personas
que pertenecen a unas u otras razas; lo cual está
en abierta oposición con el carácter
de nuestra época, que ha borrado, o casi
borrado, las distancias internacionales. No ha de
olvidarse tampoco que los hombres de cualquier raza
poseen, además de los caracteres propios
que los distinguen de los demás, otros e
importantísimos que les son comunes con todos
los hombres, caracteres que pueden mutuamente desarrollarse
y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne
a los valores del espíritu. Tienen, por tanto,
el deber y el derecho de convivir con cuantos están
socialmente unidos a ellos.
101.
Es un hecho de todos conocido que en algunas regiones
existe evidente desproporción entre la extensión
de tierras cultivables y el número de habitantes;
en otras, entre las riquezas del suelo y los instrumentos
disponibles para el cultivo; por consiguiente, es
preciso que haya una colaboración internacional
para procurar un fácil intercambio de bienes,
capitales y personas[58].
102.
En tales casos, juzgamos lo más oportuno
que, en la medida posible, el capital busque al
trabajador, y no al contrario. Porque así
se ofrece a muchas personas la posibilidad de mejorar
su situación familiar, sin verse constreñidas
a emigrar penosamente a otros países, abandonando
el suelo patrio, y emprender una nueva vida, adaptándose
a las costumbres de un medio distinto.
La
situación de los exiliados políticos
103.
El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a
todos los hombres nos hace sentir una profunda aflicción
ante el infortunio de quienes se ven expulsados
de su patria por motivos políticos. La multitud
de estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra
época, se ve acompañada constantemente
por muchos e increíbles dolores.
104.
Tan triste situación demuestra que los gobernantes
de ciertas naciones restringen excesivamente los
límites de la justa libertad, dentro de los
cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro
una vida humana. Más aún: en tales
naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad
se somete a discusión o incluso queda totalmente
suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden
de la sociedad civil se subvierte; por que la autoridad
pública está destinada, por su propia
naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad,
cuyo deber principal es reconocer el ámbito
justo de la libertad y salvaguardar santamente sus
derechos.
105.
Por esta causa, no está demás recordar
aquí a todos que los exiliados políticos
poseen la dignidad propia de la persona y se les
deben reconocer los derechos consiguientes, los
cuales no han podido perder por haber sido privados
de la ciudadanía en su nación respectiva.
106.
Ahora bien, entre los derechos de la persona humana
debe contarse también el de que pueda lícitamente
cualquiera emigrar a la nación donde espere
que podrá atender mejor a sí mismo
y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades
públicas admitir a los extranjeros que llegan
y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su
comunidad, favorecerlos propósitos de quienes
pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros.
107.
Por estas razones, aprovechamos la presente oportunidad
para alabar públicamente todas las iniciativas
promovidas por la solidaridad humana o por la cristiana
caridad y dirigidas a aliviarlos sufrimientos de
quienes se ven forzados a abandonar sus países.
108.
Y no podemos dejar de invitara todos los hombres
de buen sentido a alabar las instituciones internacionales
que se consagran íntegramente a tan trascendental
problema.
La
carrera de armamentos y el desarme
109.
En sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo
en las naciones económicamente más
desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican
todavía, enormes armamentos, dedicando a
su construcción una suma inmensa de energías
espirituales y materiales. Con esta política
resulta que, mientras los ciudadanos de tales naciones
se ven obligados a soportar sacrificios muy graves,
otros pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas
necesarias para su progreso económico y social.
110.
La razón que suele darse para justificar
tales preparativos militares es que hoy día
la paz, así dicen, no puede garantizarse
sí no se apoya en una paridad de armamentos.
Por lo cual, tan pronto como en alguna parte se
produce un aumento del poderío militar, se
provoca en otras una desenfrenada competencia para
aumentar también las fuerzas armadas. Y si
una nación cuenta con armas atómicas,
las demás procuran dotarse del mismo armamento,
con igual poder destructivo.
111.
La consecuencia es clara: los pueblos viven bajo
un perpetuo temor, como si les estuviera amenazando
una tempestad que en cualquier momento puede desencadenarse
con ímpetu horrible. No les falta razón,
porque las armas son un hecho. Y si bien parece
difícilmente creíble que haya hombres
con suficiente osadía para tomar sobre sí
la responsabilidad de las muertes y de la asoladora
destrucción que acarrearía una guerra,
resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera
imprevisible puede de improviso e inesperadamente
provocar el incendio bélico. Y, además,
aunque el poderío monstruoso de los actuales
medios militares disuada hoy a los hombres de emprender
una guerra, siempre se puede, sin embargo, temer
que los experimentos atómicos realizados
con fines bélicos, si no cesan, pongan en
grave peligro toda clase de vida en nuestro planeta.
112.
Por lo cual la justicia, la recta razón y
el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente
que cese ya la carrera de armamentos; que, de un
lado y de otro, las naciones que los poseen los
reduzcan simultáneamente; que se prohíban
las armas atómicas; que, por último,
todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen
a un desarme simultáneo, controlado por mutuas
y eficaces garantías. No se debe permitir
-advertía nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial,
con sus ruinas económicas y sociales y sus
aberraciones y perturbaciones morales, caiga por
tercera vez sobre la humanidad[59].
113.
Todos deben, sin embargo, convencerse que ni el
cese en la carrera de armamentos, ni la reducción
de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme
general son posibles si este desarme no es absolutamente
completo y llega hasta las mismas conciencias; es
decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial
y sinceramente en eliminar de los corazones el temor
y la angustiosa perspectiva de la guerra. Esto,
a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy
se sigue para mantenerla paz se sustituya por otra
completamente distinta, en virtud de la cual se
reconozca que una paz internacional verdadera y
constante no puede apoyarse en el equilibrio de
las fuerzas militares, sino únicamente en
la confianza recíproca. Nos confiamos que
es éste un objetivo asequible. Se trata,
en efecto, de una exigencia que no sólo está
dictada por las normas de la recta razón,
sino que además es en sí misma deseable
en grado sumo y extraordinariamente fecunda en bienes.
114.
Es, en primer lugar, una exigencia dictada por la
razón. En realidad, como todos saben, o deberían
saber, las relaciones internacionales, como las
relaciones individuales, han de regirse no por la
fuerza de las armas, sino por las normas de la recta
razón, es decir, las normas de la verdad,
de la justicia y de una activa solidaridad.
115.
Decimos, en segundo lugar, que es un objetivo sumamente
deseable. ¿Quién, en efecto, no anhela
con ardentísimos deseos que se eliminen los
peligros de una guerra, se conserve incólume
la paz y se consolide ésta con garantías
cada día más firmes?
116.
Por último, este objetivo es extraordinariamente
fecundo en bienes, porque sus ventajas alcanzan
a todos sin excepción, es decir, a cada persona,
a los hogares, a los pueblos, a la entera familia
humana. Como lo advertía nuestro predecesor
Pío XII con palabras de aviso que todavía
resuenan vibrantes en nuestros oídos: Nada
se pierde con la paz; todo puede perderse con la
guerra[60].
117.
Por todo ello, Nos, como vicario de Jesucristo,
Salvador del mundo y autor de la paz, interpretando
los más ardientes votos de toda la familia
humana y movido por un paterno amor hacia todos
los hombres, consideramos deber nuestro rogar y
suplicar a 1a humanidad entera, y sobre todo a los
gobernantes, que no perdonen esfuerzos ni fatigas
hasta lograr que el desarrollo de la vida humana
concuerde con la razón y la dignidad del
hombre.
118.
Que en las asambleas más previsoras y autorizadas
se examine a fondo la manera de lograr que las relaciones
internacionales se ajusten en todo el mundo a un
equilibrio más humano, o sea a un equilibrio
fundado en la confianza recíproca, la sinceridad
en los pactos y el cumplimiento de las condiciones
acordadas. Examínese el problema en toda
su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto
de arranque sólido para iniciar una serie
de tratados amistosos, firmes y fecundos.
119.Por
nuestra parte, Nos no cesaremos de rogar a Dios
para que su sobrenatural ayuda dé prosperidad
fecunda a estos trabajos.
Las
relaciones internacionales deben regirse por la
libertad
120.
Hay que indicar otro principio: el de que las relaciones
internacionales deben ordenarse según una
norma de libertad. El sentido de este principio
es que ninguna nación tiene derecho a oprimir
injustamente a otras o a interponerse de forma indebida
en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable
que todas presten ayuda a las demás, a fin
de que estas últimas adquieran una conciencia
cada vez mayor de sus propios deberes, acometan
nuevas y útiles empresas y actúen
como protagonistas de su propio desarrollo en todos
los sectores.
121.
Habida cuenta de la comunidad de origen, de redención
cristiana y de fin sobrenatural que vincula mutuamente
a todos los hombres y los llama a constituir una
sola familia cristiana, hemos exhortado en la encíclica
Mater et magistra a las comunidades políticas
económicamente más desarrolladas a
colaborar de múltiples formas con aquellos
países cuyo desarrollo económico está
todavía en curso[61].
122.
Reconocemos ahora, con gran consuelo nuestro, que
tales invitaciones han tenido amplia acogida, y
confiamos que seguirán encontrando aceptación
aún más extensa todavía en
el futuro, de tal manera que aun los pueblos más
necesitados alcancen pronto un desarrollo económico
tal, que permita a sus ciudadanos llevar una vida
más conforme con la dignidad humana.
123.
Pero siempre ha de tenerse muy presente una cautela:
que esa ayuda a las demás naciones debe prestarse
de tal forma que su libertad quede incólume
y puedan ellas ser necesariamente las protagonistas
decisivas y las principales responsables de la labor
de su propio desarrollo económico y social.
124.
En este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII dejó escrito un saludable
aviso: Un nuevo orden, fundado sobre los principios
morales, prohíbe absolutamente la lesión
de la libertad, de la integridad y de la seguridad
de otras naciones, cualesquiera que sean su extensión
territorial y su capacidad defensiva. Si es inevitable
que los grandes Estados, por sus mayores posibilidades
y su poderío, tracen el camino para la constitución
de grupos económicos entre ellos y naciones
más pequeñas y más débiles,
es, sin embargo, indiscutible -como para todos en
el marco del interés general- el derecho
de éstas al respeto de su libertad en el
campo político, a la eficaz guarda de aquella
neutralidad en los conflictos entre los Estados
que les corresponde según el derecho natural
y de gentes, a la tutela de su propio desarrollo
económico, pues tan sólo así
podrán conseguir adecuadamente el bien común,
el bienestar material y espiritual del propio pueblo
[62].
125.
Así, pues, es necesario que las naciones
más ricas, al socorrer de múltiples
formas a las más necesitadas, respeten con
todo esmero las características propias de
cada pueblo y sus instituciones tradicionales, e
igualmente se abstengan de cualquier intento de
dominio político. Haciéndolo así,
se contribuirá no poco a formar una especie
de comunidad de todos los pueblos, dentro de la
cual cada Estado, consciente de sus deberes y de
sus derechos, colaborará, en plano de igualdad,
en pro de la prosperidad de todos los demás
países[63].
Convicciones
y esperanzas de la hora actual
126.
Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros
tiempos la profunda convicción de que las
diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos
deben resolverse no con las armas, sino por medio
de negociaciones y convenios.
127.
Esta convicción, hay que confesarlo, nace,
en la mayor parte de los casos, de la terrible potencia
destructora que los actuales armamentos poseen y
del temor a las horribles calamidades y ruinas que
tales armamentos acarrearían. Por esto, en
nuestra época, que se jacta de poseer la
energía atómica, resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir
el derecho violado.
128.
Sin embargo, vemos, por desgracia, muchas veces
cómo los pueblos se ven sometidos al temor
como a ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes
presupuestos en gastos militares. justifican este
proceder -y no hay motivo para ponerlo en duda-
diciendo que no es el propósito de atacar
el que los impulsa, sino el de disuadir a los demás
de cualquier ataque.
129.
Esto no obstante, cabe esperar que los pueblos,
por medio de relaciones y contactos institucionalizados,
lleguen a conocer mejor los vínculos sociales
con que la naturaleza humana los une entre sí
y a comprender con claridad creciente que entre
los principales deberes de la común naturaleza
humana hay que colocar el de que las relaciones
individuales e internacionales obedezcan al amor
y no al temor, porque ante todo es propio del amor
llevar a los hombres a una sincera y múltiple
colaboración material y espiritual, de la
que tantos bienes pueden derivarse para ellos.
IV.
ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES MUNDIALES
La
interdependencia de los Estados en lo social, político
y económico
130.
Los recientes progresos de la ciencia y de la técnica,
que han logrado repercusión tan profunda
en la vida humana, estimulan a los hombres, en todo
el mundo, a unir cada vez más sus actividades
y asociarse entre sí. Hoy día ha experimentado
extraordinario aumento el intercambio de productos,
ideas y poblaciones. Por esto se han multiplicado
sobremanera las relaciones entre los individuos,
las familias y las asociaciones intermedias de las
distintas naciones, y se han aumentado también
los contactos entre los gobernantes de los diversos
países. Al mismo tiempo se ha acentuado la
interdependencia entre las múltiples economías
nacionales; los sistemas económicos de los
pueblos se van cohesionando gradualmente entre sí,
hasta el punto de quede todos ellos resulta una
especie de economía universal; en fin, el
progreso social, el orden, la seguridad y la tranquilidad
de cualquier Estado guardan necesariamente estrecha
relación con los de los demás.
131.En
tales circunstancias es evidente que ningún
país puede, separado de los otros, atender
como es debido a su provecho y alcanzar de manera
completa su perfeccionamiento. Porque la prosperidad
o el progreso de cada país son en parte efecto
y en parte causa de la prosperidad y del progreso
de los demás pueblos.
La
autoridad política es hoy insuficiente para
lograr el bien común universal
132.
Ninguna época podrá borrar la unidad
social de los hombres, puesto que consta de individuos
que poseen con igual derecho una misma dignidad
natural. Por esta causa, será siempre necesario,
por imperativos de la misma naturaleza, atender
debidamente al bien universal, es decir, al que
afecta a toda la familia humana.
133.
En otro tiempo, los jefes de los Estados pudieron,
al parecer, velar suficientemente por el bien común
universal; para ello se valían del sistema
de las embajadas, las reuniones y conversaciones
de sus políticos más eminentes, los
pactos y convenios internacionales. En una palabra,
usaban los métodos y procedimientos que señalaban
el derecho natural, el derecho de gentes o el derecho
internacional común.
134.
En nuestros días, las relaciones internacionales
han sufrido grandes cambios. Porque, de una parte,
el bien común de todos los pueblos plantea
problemas de suma gravedad, difíciles y que
exigen inmediata solución, sobre todo en
lo referente a la seguridad y la paz del mundo entero;
de otra, los gobernantes de los diferentes Estados,
como gozan de igual derecho, por más que
multipliquen las reuniones y los esfuerzos para
encontrar medios jurídicos más aptos,
no lo logran en grado suficiente, no porque les
falten voluntad y entusiasmo, sino porque su autoridad
carece del poder necesario.
135.
Por consiguiente, en las circunstancias actuales
de la sociedad, tanto la constitución y forma
de los Estados como el poder que tiene la autoridad
pública en todas las naciones del mundo deben
considerarse insuficientes para promover el bien
común de los pueblos.
Es
necesaria una autoridad pública de alcance
mundial
136.
Ahora bien, si se examinan con atención,
por una parte, el contenido intrínseco del
bien común, y, por otra, la naturaleza y
el ejercicio de la autoridad pública, todos
habrán de reconocer que entre ambos existe
una imprescindible conexión. Porque el orden
moral, de la misma manera que exige una autoridad
pública para promover el bien común
en la sociedad civil, así también
requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente.
De aquí nace que las instituciones civiles
-en medio de las cuales la autoridad pública
se desenvuelve, actúa y obtiene su fin- deben
poseer una forma y eficacia tales que puedan alcanzar
el bien común por las vías y los procedimientos
más adecuados a las distintas situaciones
de la realidad.
137.Y
como hoy el bien común de todos los pueblos
plantea problemas que afectan a todas las naciones,
y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos
una autoridad pública cuyo poder, estructura
y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio
de acción tenga un alcance mundial, resulta,
en consecuencia, que, por imposición del
mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad
pública general.
La
autoridad mundial debe establecerse por acuerdo
general de las naciones
138.
Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar
vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos
para conducir al bien común universal, ha
de establecerse con el consentimiento de todas las
naciones y no imponerse por la fuerza. La razón
de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad
desempeñar eficazmente su función,
es menester que sea imparcial para todos, ajena
por completo a los partidismos y dirigida al bien
común de todos los pueblos. Porque si las
grandes potencias impusieran por la fuerza esta
autoridad mundial, con razón sería
de temer que sirviese al provecho de unas cuantas
o estuviese del lado de una nación determinada,
y por ello el valor y la eficacia de su actividad
quedarían comprometidos. Aunque las naciones
presenten grandes diferencias entre sí en
su grado de desarrollo económico o en su
potencia militar, defienden, sin embargo, con singular
energía la igualdad jurídica y la
dignidad de su propia manera de vida. Por esto,
con razón, los Estados no se resignan a obedecer
a los poderes que se les imponen por la fuerza,
o a cuya constitución no han contribuido,
o a los que no se han adherido libremente.
La
autoridad mundial debe proteger los derechos de
la persona humana
139.
Así como no se puede juzgar del bien común
de una nación sin tener en cuenta la persona
humana, lo mismo debe decirse del bien común
general; por lo que la autoridad pública
mundial ha de tender principalmente a que los derechos
de la persona humana se reconozcan, se tengan en
el debido honor, se conserven incólumes y
se aumenten en realidad. Esta protección
de los derechos del hombre puede realizarla o la
propia autoridad mundial por sí misma, si
la realidad lo permite, o bien creando en todo el
mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes
de los distintos países puedan cumplir sus
funciones con mayor facilidad.
El
principio de subsidiariedad en el plano mundial
140.
Además, así como en cada Estado es
preciso que las relaciones que median entre la autoridad
pública y los ciudadanos, las familias y
los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por
el principio de la acción subsidiaria, es
justo que las relaciones entre la autoridad pública
mundial y las autoridades públicas de cada
nación se regulen y rijan por el mismo principio.
Esto significa que la misión propia de esta
autoridad mundial es examinar y resolver los problemas
relacionados con el bien común universal
en el orden económico, social, político
o cultural, ya que estos problemas, por su extrema
gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata,
presentan dificultades superiores a las que pueden
resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada
nación.
141.
Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial
limitar la esfera de acción o invadir la
competencia propia de la autoridad pública
de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial
debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente
dentro del cual no sólo los poderes públicos
de cada nación, sino también los individuos
y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad
realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender
sus derechos[64].
La
organización de las Naciones Unidas
142.
Como es sabido, e1 26 de junio de 1945 se creó
1a Organización de las Naciones Unidas, conocida
con la sigla ONU, a la que se agregaron después
otros organismos inferiores, compuestos de miembros
nombrados por la autoridad pública de las
diversas naciones; a éstos les han sido confiadas
misiones de gran importancia y de alcance mundial
en lo referente a la vida económica y social,
cultural, educativa y sanitaria. Sin embargo, el
objetivo fundamental que se confió a la Organización
de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar
la paz internacional, favorecer y desarrollar las
relaciones de amistad entre los pueblos, basadas
en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple
colaboración en todos los sectores de la
actividad humana.
143.
Argumento decisivo de la misión de la ONU
es la Declaración universal de los derechos
del hombre, que la Asamblea general ratificó
el 10 de diciembre de 1948. En el preámbulo
de esta Declaración se proclama como objetivo
básico, que deben proponerse todos los pueblos
y naciones, el reconocimiento y el respeto efectivo
de todos los derechos y todas las formas de la libertad
recogidas en tal Declaración.
144.
No se nos oculta que ciertos capítulos de
esta Declaración han suscitado algunas objeciones
fundadas. juzgamos, sin embargo, que esta Declaración
debe considerarse un primer paso introductorio para
el establecimiento de una constitución jurídica
y política de todos los pueblos del mundo.
En dicha Declaración se reconoce solemnemente
a todos los hombres sin excepción la dignidad
de la persona humana y se afirman todos los derechos
que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad,
respetar las normas morales, cumplir los deberes
de la justicia, observar una vida decorosa y otros
derechos íntimamente vinculados con éstos.
145.
Deseamos, pues, vehementemente que la Organización
de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada
vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud
y nobleza de sus objetivos. ¡Ojalá
llegue pronto el tiempo en que esta Organización
pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre!,
derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad
de la persona humana, son universales, inviolables
e inmutables. Tanto mas cuanto que hoy los hombres,
por participar cada vez más activamente en
los asuntos públicos de sus respectivas naciones,
siguen con creciente interés la vida de los
demás pueblos y tienen una conciencia cada
día más honda de pertenecer como miembros
vivos a la gran comunidad mundial.
V.
NORMAS PARA LA ACCIÓN TEMPORAL DEL CRISTIANO
Presencia
activa en todos los campos
146.
Al llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros
hijos a participar activamente en la vida pública
y colaborar en el progreso del bien común
de todo el género humano y de su propia nación.
Iluminados por la luz de la fe cristiana y guiados
por la caridad, deben procurar con no menor esfuerzo
que las instituciones de carácter económico,
social, cultural o político, lejos de crear
a los hombres obstáculos, les presten ayuda
positiva para su personal perfeccionamiento, así
en el orden natural como en el sobrenatural.
Cultura,
técnica y experiencia
147.
Sin embargo, para imbuir la vida pública
de un país con rectas normas y principios
cristianos, no basta que nuestros hijos gocen de
la luz sobrenatural de la fe y se muevan por el
deseo de promover el bien; se requiere, además,
que penetren en las instituciones de la misma vida
pública y actúen con eficacia desde
dentro de ellas.
148.
Pero como la civilización contemporánea
se caracteriza sobre todo por un elevado índice
científico y técnico, nadie puede
penetrar en las instituciones públicas si
no posee cultura científica, idoneidad técnica
y experiencia profesional.
Virtudes
morales y valores del espíritu
149.
Todas estas cualidades deben ser consideradas insuficientes
por completo para dar a las relaciones de la vida
diaria un sentido más humano, ya que este
sentido requiere necesariamente como fundamento
la verdad; como medida, la justicia; como fuerza
impulsora, la caridad, y como hábito normal,
la libertad.
150.
Para que los hombres puedan practicar realmente
estos principios han de esforzarse, lo primero,
por observar, en el desempeño de sus actividades
temporales, las leyes propias de cada una y los
métodos que responden a su específica
naturaleza; lo segundo, han de ajustar sus actividades
personales al orden moral y, por consiguiente, han
de proceder como quien ejerce un derecho o cumple
una obligación. Más aún: la
razón exige que los hombres, obedeciendo
a los designios providenciales de Dios relativos
a nuestra salvación y teniendo muy en cuenta
los dictados de la propia conciencia, se consagren
a la acción temporal, conjugando plenamente
las realidades científicas, técnicas
y profesionales con los bienes superiores del espíritu.
Coherencia
entre la fe y la conducta
151.
Es también un hecho evidente que, en las
naciones de antigua tradición cristiana,
las instituciones civiles florecen hoy con un indudable
progreso científico y poseen en abundancia
los instrumentos precisos para llevar a cabo cualquier
empresa; pero con frecuencia se observa en ellas
un debilitamiento del estímulo y de la inspiración
cristiana.
152.
Hay quien pregunta, con razón, cómo
puede haberse producido este hecho. Porque a la
institución de esas leyes contribuyeron no
poco, y siguen contribuyendo aún, personas
que profesan la fe cristiana y que, al menos en
parte, ajustan realmente su vida a las normas evangélicas.
La causa de este fenómeno creemos que radica
en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es,
por consiguiente, necesario que se restablezca en
ellos la unidad del pensamiento y de la voluntad,
de tal forma que su acción quede anima da
al mismo tiempo por la luz de la fe y el impulso
de la caridad.
153.
La inconsecuencia que demasiadas veces ofrecen los
cristianos entre su fe y su conducta, juzgamos que
nace también de su insuficiente formación
en la moral y en la doctrina cristiana. Porque sucede
con demasiada frecuencia en muchas partes que los
fieles no dedican igual intensidad a la instrucción
religiosa y a la instrucción profana; mientras
en ésta llegan a alcanzar los grados superiores,
en aquélla no pasan ordinariamente del grado
elemental. Es, por tanto, del todo indispensable
que la formación de la juventud sea integral,
continua y pedagógicamente adecuada, para
que la cultura religiosa y la formación del
sentido moral vayan a la par con el conocimiento
científico y con el incesante progreso de
la técnica. Es, además, necesario
que los jóvenes se formen para el ejercicio
adecuado de sus tareas en el orden profesional[65].
Dinamismo
creciente en la acción temporal
154.
Es ésta, sin embargo, ocasión oportuna
para hacer una advertencia acerca de las grandes
dificultades que supone el comprender correctamente
las relaciones que existen entre los hechos humanos
y las exigencias de la justicia; esto es, la determinación
exacta de las medidas graduales y de las formas
según las cuales deban aplicarse los principios
doctrinales y los criterios prácticos a la
realidad presente de la convivencia humana.
155.
La exactitud en la determinación de esas
medidas graduales y de esas formas es hoy día
más difícil, porque nuestra época,
en la que cada uno debe prestar su contribución
al bien común universal, es una época
de agitación acelerada. Por esta causa, el
esfuerzo por ver cómo se ajustan cada vez
mejor las realidades sociales a las normas de la
justicia es un trabajo de cada día. Y, por
lo mismo, nuestros hijos deben prevenirse frente
al peligro de creer que pueden ya detenerse y descansar
satisfechos del camino recorrido.
156.
Por el contrario, todos los hombres han de pensar
que lo hasta aquí hecho no basta para lo
que las necesidades piden, y, por tanto, deben acometer
cada día empresas de mayor volumen y más
adecuadas en los siguientes campos: empresas productoras,
asociaciones sindicales, corporaciones profesionales,
sistemas públicos de seguridad social, instituciones
culturales, ordenamiento jurídico, regímenes
políticos, asistencia sanitaria, deporte
y, finalmente, otros sectores semejantes. Son todas
ellas exigencias de esta nuestra época, época
del átomo y de las conquistas espaciales,
en la que la humanidad ha iniciado un nuevo camino
con perspectivas de una amplitud casi infinita.
Relaciones
de los católicos con los no-católicos
Fidelidad
y colaboración
157.
Los principios hasta aquí expuestos brotan
de la misma naturaleza de las cosas o proceden casi
siempre de la esfera de los derechos naturales.
Por ello sucede con bastante frecuencia que los
católicos, en la aplicación práctica
de estos principios, colaboran dé múltiples
maneras con los cristianos separados de esta Sede
Apostólica o con otros hombres que, aun careciendo
por completo de la fe cristiana, obedecen, sin embargo,
a la razón y poseen un recto sentido de la
moral natural. En tales ocasiones procuren los católicos
ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos
y no aceptar jamás compromisos que puedan
dañar la integridad de la religión
o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo,
mostrarse animados de espíritu de comprensión
para las opiniones ajenas, plenamente desinteresados
y dispuestos a colaborar lealmente en la realización
de aquellas obras que sean por naturaleza buenas
o al menos puedan conducir al bien[66]
Distinguir
entre el error y el que lo profesa
158.
Importa distinguir siempre entre el error y el hombre
que lo profesa, aunque se trate de personas que
desconocen por entero la verdad o la conocen sólo
a medias en el orden religioso o en el orden de
la moral práctica. Porque el hombre que yerra
no que da por ello despojado de su condición
de hombre, ni automáticamente pierde jamás
su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida
siempre en cuenta. Además, en la naturaleza
humana nunca desaparece la capacidad de superar
el error y de buscar el camino de la verdad. Por
otra parte, nunca le faltan al hombre las ayudas
de la divina Providencia en esta materia. Por lo
cual bien puede suceder que quien hoy carece de
la luz de la fe o profesa doctrinas equivocadas,
pueda mañana, iluminado por la luz divina,
abrazar la verdad. En efecto, si los católicos,
por motivos puramente externos, establecen relaciones
con quienes o no creen en Cristo o creen en El deforma
equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles
una ocasión o un estímulo para alcanzarla
verdad.
Distinguir
entre filosofías y corrientes históricas
159.
En segundo lugar, es también completamente
necesario distinguir entre las teorías filosóficas
falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del
mundo y del hombre y las corrientes de carácter
económico y social, cultural o político,
aunque tales corrientes tengan su origen e impulso
en tales teorías filosóficas. Porque
una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida,
ya no cambia. Por el contrario, las corrientes referidas,
al desenvolverse en medio de condiciones mudables,
se hallan sujetas por fuerza a una continua mudanza.
Por lo demás, ¿quién puede
negar que, en la medida en que tales corrientes
se ajusten a los dictados de la recta razón
y reflejen fielmente las justas aspiraciones del
hombre, puedan tener elementos moralmente positivos
dignos de aprobación?
Utilidad
de estos contactos
160.
Por las razones expuestas, puede a veces suceder
que ciertos contactos de orden práctico que
hasta ahora parecían totalmente inútiles,
hoy, por el contrario, sean realmente provechosos
o se prevea que pueden llegar a serlo en el futuro.
Pero determinar si tal momento ha llegado o no,
y además establecer las formas y las etapas
con las cuales deban realizarse estos contactos
en orden a conseguir metas positivas en el campo
económico y social o en el campo cultural
o político, son decisiones que sólo
puede dar la prudencia, virtud moderadora de todas
las que rigen la vida humana, así en el plano
individual como en la esfera social. Por lo cual,
cuando se trata delos católicos, la decisión
en estas materias corresponde principalmente a aquellas
personas que ocupan puestos de mayor influencia
en el plano político y en el dominio específico
en que se plantean estas cuestiones. Sólo
se les impone una condición: la de que respeten
los principios del derecho natural, observen la
doctrina social que la Iglesia enseña y obedezcan
las directrices de las autoridades eclesiásticas.
Porque nadie debe olvidar que la Iglesia tiene el
derecho y al mismo tiempo el deber de tutelarlos
principios de la fe y de la moral, y también
el de interponer su autoridad cerca de los suyos,
aun en la esfera del orden temporal, cuando es necesario
juzgar cómo deben aplicarse dichos principios
a los casos concretos[67].
Evolución,
no revolución
161.
No faltan en realidad hombres magnánimos
que, ante situaciones que concuerdan poco o nada
con las exigencias de la justicia, se sienten encendidos
por un deseo de reforma total y se lanzan a ella
con tal ímpetu, que casi parece una revolución
política.
162.
Queremos que estos hombres tengan presente que el
crecimiento paulatino de todas las cosas es una
ley impuesta por la naturaleza y que, por tanto,
en el campo de las instituciones humanas no puede
lograrse mejora alguna si no es partiendo paso a
paso desde el interior delas instituciones. Es éste
precisamente el aviso queda nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII, con las siguientes
palabras: No en la revolución, sino en una
evolución concorde, están la salvación
y la justicia. La violencia jamás ha hecho
otra cosa que destruir, no edificar; encender las
pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros,
no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado
a los hombres y a los partidos a la dura necesidad
de reconstruir lentamente, después de pruebas
dolorosas, sobre los destrozos de la discordia[68].
Llamamiento
a una tarea gloriosa y necesaria
163.
Por tanto, entre las tareas más graves de
los hombres de espíritu generoso hay que
incluir, sobre todo, la de establecer un nuevo sistema
de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio
y la égida de la verdad, la justicia, la
caridad y la libertad: primero, entre los individuos;
en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos
Estados; tercero, entre los Estados entre sí,
y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades
intermedias y Estados particulares, de un lado,
y de otro, la comunidad mundial. Tarea sin duda
gloriosa, porque con ella podrá consolidarse
la paz verdadera según el orden establecido
por Dios.
164.
De estos hombres, demasiado pocos sin duda para
las necesidades actuales, pero extraordinariamente
beneméritos de la convivencia humana, es
justo que Nos hagamos un público elogio y
al mismo tiempo les invitemos con urgencia a proseguir
tan fecunda empresa. Pero al mismo tiempo abrigamos
la esperanza de que otros muchos hombres, sobre
todo cristianos, acuciados por un deber de conciencia
y por la caridad, se unirán a ellos. Porque
es sobremanera necesario que en la sociedad contemporánea
todos los cristianos sin excepción sean como
centellas de luz, viveros de amor y levadura para
toda la masa. Efecto que será tanto mayor
cuanto más estrecha sea la unión de
cada alma con Dios.
165.
Porque la paz no puede darse en la sociedad humana
si primero no se da en el interior de cada hombre,
es decir, si primero no guarda cada uno en sí
mismo el orden que Dios ha establecido. A este respecto
pregunta San Agustín: ¿Quiere tu alma
ser capaz de vencer las pasiones? Que se someta
al que está arriba y vencerá al que
está abajo; y se hará la paz en ti;
una paz verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál
es el orden de esta paz? Dios manda sobre el alma;
el alma, sobre la carne; no hay orden mejor[69].
Es
necesario orar por la paz
166.
Las enseñanzas que hemos expuesto sobre los
problemas que en la actualidad preocupan tan profundamente
a la humanidad, y que tan estrecha conexión
guardan con el progreso de la sociedad, nos las
ha dictado el profundo anhelo del que sabemos participan
ardientemente todos los hombres de buena voluntad;
esto es, la consolidación de la paz en el
mundo.
167.
Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien el
anuncio profético proclamó Príncipe
de la Paz[70], consideramos deber nuestro consagrar
todos nuestros pensamientos, preocupaciones y energías
a procurar este bien común universal. Pero
la paz será palabra vacía mientras
no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales,
movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado
en esta nuestra encíclica: un orden basado
en la verdad, establecido de acuerdo con las normas
de la justicia, sustentado y henchido por la caridad
y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la
libertad.
168.
Débese, sin embargo, tener en cuenta que
la grandeza y la sublimidad de esta empresa son
tales, que su realización no puede en modo
alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales
del hombre, aunque esté movido por una buena
y loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya
un reflejo lo más perfecto posible del reino
de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural
del cielo.
169.
Exige, por tanto, la propia realidad que en estos
días santos nos dirijamos con preces suplicantes
a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su
muerte no sólo borró los pecados,
fuente principal de todas las divisiones, miserias
y desigualdades, sino que, además, con el
derramamiento de su sangre, reconcilió al
género humano con su Padre celestial, aportándole
los dones de la paz: Pues El es nuestra Paz, que
hizo de los pueblos uno... Y viniendo nos anunció
la paz a los de lejos y la paz a los de cerca[71].
170.
En la sagrada liturgia de estos días resuena
el mismo anuncio: Cristo resucitado, presentándose
en medio de sus discípulos, les saludó
diciendo: «La paz sea con vosotros. Aleluya».
Y los discípulos se gozaron viendo al Señor[72].
Cristo, pues, nos ha traído la paz, nos ha
dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No
como el mundo la da os la doy yo[73]./p>
171.
Pidamos, pues, con instantes súplicas al
divino Redentor esta paz que El mismo nos trajo.
Que El borre de los hombres cuanto pueda poner en
peligro esta paz y convierta a todos en testigos
de la verdad, de la justicia y del amor fraterno.
Que El ilumine también con su luz la mente
de los que gobiernan las naciones, para que, al
mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad,
aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo
de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las
voluntades de todos los hombres para echar por tierra
las barreras que dividen a los unos de los otros,
para estrecharlos vínculos de la mutua caridad,
para fomentar la recíproca comprensión,
para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado.
De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos
los pueblos se abracen como hermanos y florezca
y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.
172.
Por último, deseando, venerables hermanos,
que esta paz penetre en la grey que os ha sido confiada,
para beneficio, sobre todo, de los más humildes,
que necesitan ayuda y defensa, a vosotros, a los
sacerdotes de ambos cleros, a los religiosos y a
las vírgenes consagradas a Dios, a todos
los fieles cristianos y nominalmente a aquellos
que secundan con entusiasmo estas nuestras exhortaciones,
impartimos con todo afecto en el Señor la
bendición apostólica. Para todos los
hombres de buena voluntad, a quienes va también
dirigida esta nuestra encíclica, imploramos
de Dios salud y prosperidad.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el día de jueves
Santo, 11 de abril del año1963, quinto de
nuestro pontificado.
IOANNES
PP. XXIII
Notas
[1]
Sal 8,1.
[2]Sal
104 (V. 103), 24.
[3]
Cf. Gén 1,26.
[4]
Sal 8,5-6.
[5]
Rom 2,15.
[6]
Cf. Sal 18,8-11.
[7]Cf.
Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24; Juan XXIII, discurso del
4 de enero de 1963: AAS 55 (1963) 89-91.
[8]Cf
Pío XI, DiÅ ini Redemptoris: AAS 29
(1937) 78; y Pío XII, mensaje del 1 de junio
de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS
33 (1941) 195-202.
[9]Cf.
Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[10]
Divinae Institutiones 1.4 c.28 n.2: ML 6,535.
[11]
León XIII, Libertas praestantissimum: AL
8,237-238 (Roma 1888).
[12]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[13]Cf.
Pío XI, Casti connubii: AAS 22 (1930) 539-592;
y Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[14]
Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941,
en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941)
201.
[15]
Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,128-129
(Roma 1891).
[16]
Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961)
422.
[17]
Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941,en
la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.
[18]
Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961)
428.
[19]
Cf. ibid., 430.
[20]
Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,134-142
(Roma 1891); Pío XI, Quadragesimo anno: AAS
23 (1931) 199-200; y Pío XII, Sertum laetitiae:
AAS 31 (1939) 635-644.
[21]
Cf. AAS 53 (1961) 430.
[22]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1952: AAS 45 (1953) 33-46.
[23]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1944: AAS 37 (1945) 12.
[24]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[25]
Ef 4,25.
[26]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 14.
[27]
Summa Theologiae I-II q.19 a.4; cf. etiam a.9.
[28]
Rom 13,1-6.
[29]
In Epist. ad Rom. c.13,1-2 hom.23: MG 60,615.
[30]
León XIII, Immortale Dei: AL 5,120 (Roma
1885).
[31]
Pío XII, radiomensaje navideño de
1944: AAS 37 (1945) 15.
[32]
Cf León XIII, Diuturnum illud: AL 2,274 (Roma1881).
[33]
Cf ibíd., 278; e Immortale Dei: AL 5,130
(Roma1885).
[34]
Hech 5,29.
[35]
Summa Theologiae I-II q.93 a.3 ad 2; cf. Pío
XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37
(1945) 5-23.
[36]
Cf. León XIII, Diuturnum illud: AL 2,271-272
(Roma1881); y Pío XII, radiomensaje navideño
de 1944: AAS 37 (1945) 5-23.
[37]Cf.
Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943). 13; y León XIII, Immortale
Dei: AL 5,120 (Roma 1885).
[38]
Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939)412-453.
[39]
Cf. Pío XI, Mil brennender Sorge: AAS 29
(1937) 159; y Divini Redemptoris; AAS 29 (1937)
65-106.
[40]
León XIII, Immortale Dei: AL 5,121 (Roma
1885).
[41]
Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,133-134
(Roma 1891).
[42]
Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939)
433.
[43]
AAS 53 (1961) 19.
[44]
Cf. Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931)
215.
[45]
Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941,
en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941)
200.
[46]Cf.
Pío XI, Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937)
159; Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 79; y Pío
XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35
(1943) 9-24.
[47]
Cf. Pío XI, Divini Redemptoris: AAS 29 (1937)
81; y Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[48]
Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 415.
[49]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[50]
Cf. Pio XII, radiomensaje navideño de 1944:
AAS 37 (1945) 15-16.
[51]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 12.
[52]
Cf. León XIII, Annum ingressi: AL 22.52-80
(Roma 1902-1903).
[53]
Sab 6,2-4.
[54]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1941: AAS34 (1942) 16.
[55]
Cf Pío XII, radiomensaje navideño
de 1940: AAS33 (1941) 5-14.
[56]
De civitate Dei1.4 c.4: ML 41,115. Cf Pío
XII, radiomensaje navideño de 1939: AAS(1940)
5-13.
[57]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1941: AAS34 (1942) 10-21.
[58]
Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS53 (1961)
439.
[59]
Cf. Pío XII, radiomensaje de 1941: AAS 34
(1942) 25; y Benedicto XV, Exhortación a
los gobernantes de las naciones en guerra, 1 de
agosto de 1917: AAS 9 (1917) 18.
[60]
Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1939: AAS31 (1939) 334.
[61]
Cf. AAS 53 (1961) 440-441.
[62]62
Pío XII, radiomensaje navideño de
1941: AAS 34 (1942) 16-17.
[63]
Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 443.
[64]
Pío XII, alocución a los jóvenes
de la Acción Católica Italiana, 12
de septiembre de 1948: AAS 40 (1948) 412.
[65]
Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961)
454.
[66]
Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 456.
[67]
Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961)
456. Cf. etiam León XIII, Immortale Dei:
AL 5,128 (Roma 1885); Pío XI, Ubi arcano:
AAS14 (1922) 698; y Pío XII, alocución
al Congreso internacional de mujeres católicas,
11 de septiembre de 1947: AAS39 (1947) 486.
[68]
Pío XII, alocución a los trabajadores
italianos en la fiesta de Pentecostés, 13
de juniode 1943: AAS35 (1943) 175.
[69]
Miscelanea Augusti? iana...: Sancti Augustini, Sermones
post Maurino reperti p.633 (Roma 1930).
[70]
Cf. Is 9,6.
[71]
Ef 2,14-17
[72]
Responsorio de maitines del viernes de la semana
de Pascua.
[73]
Jn 14,27.