|
CRÓNICA
DE UNA HERENCIA
CON
PRÓLOGO DE GASTÓN GORI
Producción
periodística de Villa Crespo Digital
6
de septiembre del 2016
Oscar
Ángel Agú nos obsequia este poema que
leyó hoy, 4 de septiembre del 2011, en la Costanera
de Santa Tomé, frente a la escultura que representa
a los inmigrantes.
Este poema, aparte, es del libro "Crónica
de una herencia", publicado hace unos años
y con prólogo de Gastón Gori.
V
O C E S
Larga
y lenta turba de voces enraizadas
van girando tras las manos,
dolientes en sus ayes fantasmales,
cuya corporatura ósea se anuda ancestral
en las riberas.
Dibujando mundos supuestos,
los voy armando pieza a pieza
en un barco y una lejanía
que me deja sin herencia.
Salí ventroso de mar con peces en el sombrero,
el azul infinito de días en el rostro
ateridas las manos sin monedas.
Sabía, sí, que el idioma era ajeno,
desgraciado en una tierra parturienta,
belicosa pampa de la promesa
Partí hacia ella,
con mi pobreza y mis hijos a cuestas,
la soledad ahondada en el agua
recordando las canciones del terruño,
el olor a paja en la molienda,
el pan tibio y escaso del invierno,
las voces aflautadas de nuestras mujeres,
el llamado del domingo en su tañir los valles,
el humo invernal de las chimeneas
chorreando el cielo,
dibujando caprichos que el viento envolvía.
Y ahora el mar. El seco mar,
su azul bochornoso,
los olores de la bodega donde dormimos domesticados,
el sol vertical siempre
apoyando los hombres en la espera.
Y esa voz se me asemeja sola,
descreída de su historia,
voz adánica expulsada del Edén,
corrupta y salvaje. Desheredada.
Había que ser fundante del suelo,
de los hijos, de la raza,
acorazada en esa esperanza nunca apagada
de volver, tras el desierto azul,
a las colinas originales de la cepa.
Y me fui metiendo adentro de la pampa ancha,
como alarido interminable de partos diarios,
de horizontes sospechosos de ausencias;
boca inmensa que exhalaba miedos,
largas columnas de impotencia
con el silencio aterrador de la noche
y lo imprevisto. Siempre lo imprevisto,
llevándose hijos, madres, padres.
sigue...
|
interior
del Conventillo El Nacional / La Paloma
Entonces,
nos abroquelábamos con la fuerza residual
destilada del temor,
encendiendo hogueras crepitantes que no dejábamos
enmudecer
en las noches hirientes de julio.
Estas voces van mordiéndome las manos desde adentro,
día a día, con mayor peso, mientras los
años
van escribiendo sus notas en mis células,
acumulándose en mis huesos
y no hago otra cosa que apuntar decires
de mis memorias de oyente.
Y es entonces cuando aflora
la profunda soledad metafísica,
impronunciable, desahuciada en su estancia,
dolorosa e inconsciente.
Soledad embrutecida de soles
con los recuerdos imposibles, retrotrayendo la infancia
o los sueños de leche y miel.
Soledad salvaje, lastimada,
ahondada por una labor a destajo
y el cansancio habitando el cuerpo,
cual bestia decrépita.
La lejanía se hizo aún más lejana
y estaba ahí, clavado,
estirado sobre la tierra virgen,
copulando con ella, extenuado sin fin,
creciendo el dolor secándome la garganta,
partiéndome los labios, erizando mi piel
sin poder gritarlo,
como un pez fuera del agua dando bocanadas al aire tramposo.
Cuando ya todo lo acabado,
pisado, nacido,
comenzaba a desmoronarse en el fracaso de la cosecha
o en las manos furtivas,
se fueron anudando los pueblos
como oasis hospitalarios de la soledad campesina,
donde el tañir de los valles se transfiguró
en pampa.
¡Teníamos la hora del rezo!.
El domingo comenzaba a amanecer,
endulzando con su murmullo
la fatiga ósea crecida de la tierra.
Entonces cantábamos y bailábamos
nuestras canciones natales
forzando que durasen la semana
humedeciendo la rudeza de prohijar la tierra.
Fue por esos tiempos, ya escasa la sed de volver,
que nuestros hijos,
llenos de soles planos,
empezaron a amarse tras las tareas
sin que nos diéramos cuenta
del ciclo riguroso de la vida.
Y así, nuestros sentimientos entrelazados
de vuelta y amores nacientes,
se fueron abroquelando en la promesa
de la tierra nueva.
Caracteres:
3886
|