Producción
Villa Crespo Digital
23
de julio del 2014
Algo
tan simple como dar un abrazo se vuelve un acto extremo, temerario.
¿Será que nos hemos civilizado tanto que llegamos
al punto de volvernos analfabetos de lo esencial? ¿Cuántos
actos primordiales dejamos para mañana, para nunca?
Es posible que al rato de terminar este texto yo vaya a parar por
lo menos a la cárcel. Muy posible.
¿Por
qué a la cárcel? Ya va, ya va, dejemos que la fruta
caiga por madura.
Empiezo
por donde se empieza: por el principio. Y digo.
Permiso.
Este Caminante Quieto quiere, precisamente, aquietarse, hacer una
pausa para suspender el vértigo del limbo cotidiano: el vértigo
de las rutinas. Trataré de hacer pie en el sosiego y desde
allí le soltaré riendas. Hay ocurrencias que a uno
a cada tanto lo alcanzan, después lo abandonan, hasta que
otra vez lo alcanzan, y así. La idea central de este relato
está en un par de páginas de mi libro La conversación
de los cuerpos (1982). Me reapareció en otro libro, Cuerpos
abraSados (1984). Finalmente, me alcanzó una vez más
en La misa humana (1992). Pero resulta que ahora, concluyendo la
primera década del siglo 21, la ocurrencia que creía
cancelada me vuelve a través de una sucesión de preguntas.
Y no me resisto.
A
las preguntas las carga la sed. ¿Por qué esta repentina
necesidad de compartirlas? No sé explicarlo. De todos modos,
convido a que deshojemos algunas, paladeando la lluvia que sucede
o la lluvia que debiera suceder. Observemos, por ejemplo, nuestro
estar en este mundo: cada vez que damos un abrazo es porque alguien
se va o regresa, o para dar sentido pésame, o porque el bendito
almanaque nos dice que es Navidad o Año Nuevo, o alguna otra
celebración. Siempre abrazo interesado.
¿Cuánto
hace que no damos un abrazo de repente, sin motivo alguno, sin explicaciones?
¿Y
cuánto que no nos hincamos de asombro para beber el agua?
¿Y
cuánto que no comemos nueces con pan a esa hora en que la
tardecita es rumiada y mordida despacito por la noche?
A
ver: ¿cuánto hace que no reparamos en las venitas
del aire?
¿Y
cuánto que no lamemos la piel de ese aire compañero,
con panero, que nos permite vivir hoy y aguardar el día de
mañana?
¿Nos
daremos cuenta alguna vez de que la música es el agua del
aire?
Cuando
hacemos nuestro trabajo, ¿por qué no silbamos mientras
tanto?
¿Hace
cuánto que no cantamos en el auto o en el colectivo o en
el subterráneo o en el avión? ¿Quién,
pero quién, dijo que no se puede? ¿Algún código
penal? ¿Acaso la sagrada Constitución?
¿Cuánto
hace que no decimos "buendía" sabiendo, sintiendo,
que el día insiste en ser bueno con nosotros porque nos regala,
siempre, otra primera vez del sol?
Descalzos,
¿cuánto hace que no caminamos descalzos por la sucesiva
espalda de la Tierra que nos parió?
Y
decir lo que pensamos y sentimos, de cuajo, sin calcular las consecuencias
y sin mirar a quién, ¿hace cuánto? Mejor preguntado:
¿lo hicimos alguna vez?
No
nos detengamos: ¿cuánto hace que no lloramos en voz
alta, como lloran los niños, que lloran en voz alta?
¿Y
cuánto que no soltamos nuestras manos para que ellas digan
el amor que no saben decir las tan pobres palabras?
¿Y
cuánto que no abrimos la jaula de nuestro pecho para que
nuestro encogido corazón salga por luz con semblante?
¿Y
cuándo fue la última vez que nos tomamos el pulso,
no para contar latidos sino para sentir y celebrar la sangre que
nos viaja por las venas?
Una
más: ¿cuánto hace que no apoyamos el oído
sobre el pecho indefenso de alguien que duerme en nuestra casa?
Damas
y caballeros, vivimos despilfarrándonos. Vivimos hasta ahí,
en cómodas cuotas mensuales. Vivimos porque se usa. ¿Vivimos
realmente?
El
viejo Serafín Ciruela me suele comentar que nuestro vivir
oscila entre la contractura y el estreñimiento. Que andamos
por la vida con el malestar de quien usa calzones o calzoncillos
dos talles más chicos.
Las
anteriores y la preguntita que viene parecen salidas de uno de esos
retiros de autoayuda. De todas maneras afrontémosla: ¿estamos
vivos mientras vivimos?
No
hace falta ser demasiado observador para advertir que vivimos desmayando
latidos, desangrando sangre. Si nuestra sangre fuera café,
estaríamos hablando de un descafeinado. El descafeinado es
una cordial estafa que elegimos. Con ese café, y con la vida
misma, hacemos como que.
¿No
será que se nos fue la mano con esto de la civilización
y la cordura y el sentido común?
¿No
será que nos estamos volviendo "comunes" de tanto
sentido común?
Vivimos
descorazonando a nuestro corazón. ¿Eso significa ser
educados?
El
caso es que, si nos fijamos bien, respiramos impunemente.
Despilfarradores,
desmayadores, desangradores, descorazonadores. Nos quejamos: "¡No
hay tiempo para nada!", "los años cada vez vienen
más cortos y pasan más rápido". De acuerdo:
vienen más cortos, pasan más rápido, uno no
termina de hacer la digestión de un fin de año cuando
ya asoma el otro. De acuerdo: pero, ¿cuántas cosas
hacemos para matar el tiempo?
Impunes
de toda impunidad, afrontemos otra vez la jodida pregunta: ¿estamos
vivos mientras vivimos?
Veloces
para las coartadas, pronto argumentamos: ¡no podemos pasarnos
la vida haciéndonos preguntas todo el tiempo! De acuerdo.
Pero tengamos a bien considerar que sería peor, una lástima,
que nos pasáramos la vida vacíos de preguntas.
Haber
nacido, estar anotados en el registro civil, tener documento de
identidad, es una cosa. Estar vivos es otra. Pasa como con la democracia:
estar empadronados, ir a votar es una cosa. Ser habitantes ciudadanos,
participar, comprometerse en los primordiales actos de cada día,
es otra.
Las
preguntas, si realmente preguntan, son inquietantes, peliagudas,
desvelan, insomnian, incomodan. Pero dejarlas para mañana
vendría a ser como dejar para mañana la conciencia
de estar vivos.
Pasarse
la vida aparentando y consumiendo y lavándose las manos y
esquivando las preguntas es un crimencito perfecto por el que ninguna
ley castiga explícitamente.
Pero
en realidad, para ese crimencito de lesa inhumanidad no hace falta
cárcel alguna: basta con haberse condenado a ser bien vestidos,
reducidos al rol de intestinos eructantes.
En
nombre de la cordura, de la prudencia y de la bendita prolijidad,
¿cuántas cosas esenciales, primordiales, dejamos de
hacer?
Escucho
voces airadas: me dicen que la termine de una vez con mi sermón.
Tienen razón, me fui al caraxus. Demasiado bla-ble-bli-blo-blu.
No
encuentro escapatoria, y para colmo ahora mismo reaparece el viejo
Ciruela, que tiene la virtud de asomar en el lugar exacto en el
momento menos indicado. Me dice el viejo:
-Rodolfo,
esto te pasa por meterte a sermonear. Ahora no le saques el poto
a la jeringa. Hágase cargo compañero al menos de una
pregunta.
-Hice
una punta de preguntas, Ciruela, ¿de cuál me hago
cargo?
-Por
empezar, de la primera.
-¿Cuál
era?
-Vamos,
no se me frunza compañero del alma. La primera usted la hizo,
usted la sabe.
-Don
Ciruela, ¿no podría ser otra?
-No.
No podría ser otra. Esta es: ¿cuánto hace que
no das un abrazo de repente, sin motivo alguno, sin explicaciones?
-La
verdad... hace años que no doy un abrazo de repente, así,
sin motivo alguno, sin que sea por una despedida o un encuentro
o una Navidad o un Año Nuevo. Tantos años hace...
-Tantos...
¿cómo cuántos, Rodolfo?
-Tantos
como mi vida entera. Jamás di un abrazo así.
-Nunca
es tarde para el abrazo pendiente.
El
viejo Serafín Ciruela, para darme una buena palmada, elige
mi hombro del lado del corazón. Y se aleja, pero no demasiado.
Sin darse vuelta me dice: "No lo dejes para mañana el
abrazo. Mañana puede ser demasiado tarde".
En
este día de un mes del año 2010 después de
Cristo he concluido esta nota escribiendo ese "mañana
puede ser demasiado tarde". Pero no es la frase final. Sé
que debo tomar una decisión para que no sea cierto que a
las palabras se las lleva el viento. Ahora o nunca: saldré
a la vereda, caminaré hasta la esquina de Corrientes y Esmeralda
y allí...
Todo
llega. Ya estoy en esta esquina sembrada de humanos que van y vienen,
urgidos; es como si todos estuviesen llegando tarde al sitio al
que van.
Empiezo
una silenciosa cuenta regresiva: en segundos voy a dar un abrazo
sin aviso, sin mirar a quién, un abrazo al primero o a la
primera que se me cruce. Cierro los ojos, no contaré hasta
diez, contaré hasta trece... uno... dos... tres... El corazón,
más que latir, me da puñetazos... seis. siete. Qué
lenta es la eternidad. nueve. diez. once. Estoy con los ojos cerrados,
los abro... doce... trece... Ya suelto mi abrazo y mi abrazo llega
a destino desconocido... Ahora abraza mi abrazo ¡así!,
¡¡así!!, a una mujer de unos cincuenta años...
Ella salta con un alarido... Madremía, sólo la estoy
abrazando... Tratando de calmarla le digo felicespascuas... feliznavidad...
shalom... buonnatale... felizañonuevo... felizfindesemana...
Mi abrazo termina trizado, partido, desparramado sobre las baldosas...
Carterazos, patadas en mis costillas, sangre en mi nariz... Respiro
el olor fresco de la sangre y ese olor me lleva a la niñez...
Un agente de policía y dos, tres tipos, me inmovilizan boca
abajo... Por suerte las baldosas conservan el olor de la lluvia
de esta mañana... Escucho lejanas sirenas... se acercan.
¿Qué mundo hicimos que por dar un simple abrazo sin
mirar a quién uno se juega la vida, la libertad?
Mis
pensamientos son abollados por insultos que brotan desde una increíble
cantidad de gente que en segundos se ha reunido en círculo.
De todo me dicen. Pero no se vaya a creer, no hay unanimidad; hay
como dos bandos; los insultos están divididos: unos putean
a mi madre y otros a mi padre. Otros, más dulces, más
específicos, me dicen "atorrante", "drogadicto",
"violador"... El sonido de las sirenas ya es cercano...
alcanzo a ver, porque es bajita, el rostro de una nena de unos cuatro
años... Me mira bien, una lágrima le está bajando
por la mitad de un pómulo... "No te asustés,
nena, no llorés, sólo estamos jugando..."
Una
ambulancia y dos patrulleros y otro patrullero más... Me
suben a la ambulancia... "Cálmese", me dice una
doctora. "No teman, está tranquilo, es inofensivo",
le avisa la voz del viejo Ciruela, que ha conseguido subir a la
ambulancia para acompañarme. El policía le pregunta
si es familiar del detenido. Ciruela le responde: "Más
que familiar, su álter ego soy".
Masculla
un rato la palabra "alterego... alterego...", el oficial.
Se saca la gorra y me interroga con voz de interrogatorio:
-¿A
qué se dedica?
-A
teclear.
-¿Pianista?
-No,
escribo y cosas así.
-¿Qué
ingirió esta mañana?
-Cafecito.
-¿Y
qué más?
-Cuatro
vasos de agua en ayunas.
-Sujeto
masculino, dígame de una vez: ¿qué tomó?
-Eso
tomé. Ah, y un pomelo partido en cuatro.
-¿Puede
reconocer lo que hizo?
-Sí,
puedo.
-A
ver, ¿qué hizo?
-Di
un abrazo de repente.
-¿Por
qué motivo?
-Sin
motivo. Porque sí.
-¿Sabe
lo que le espera?
-No
sé... Antes de seguir, oficial, una cosa quiero decirle.
-Lo
escucho.
-Usted
esta mañana desayunó con medialunas.
-¿Y
cómo lo sabe?
-Porque
en el bigote tiene la cascarita de una.
-Carajo,
cómo se dio cuenta.
-Y...,
porque lo estoy mirando.
-¿Puedo
decirle algo más?
-¡Otra
cascarita!
-No,
ya no tiene nada. Quería preguntarle si me deja darle un
abrazo.
-Un...
¿abrazo...?, ¿Usted a mí?
-Sí,
a usted. Un abrazo. Y a la doctora. Y al enfermero.
Ninguno
de los tres me responde, no les sale la sílaba del sí,
pero se la veo en la mirada. Lo abrazo al policía, lo abrazo
al enfermero, ¡a la doctora la abrazo! Ninguno de los tres
ofrece la menor resistencia. Tenían sed y no lo sabían.
Y
aquí estamos, abrazados. El chofer de la ambulancia ha notado
algo extraño, y nos mira por el espejito. Frena en seco.
Se baja, abre las puertas traseras y sube de un salto: "¡No
sean egoístas y conviden!". Y sin más se zambulle.
El
abrazo se nos prolonga, otra vez gente de género masculino
y de género femenino, amontonada.
Nos
miran desde el estupor.
Una
señora muy aseñorada lidera y exclama: "¡Esto
es el colmo de la degeneración!"
Un
señor muy aseñorado, tal vez el esposo, grita al borde
del alarido: "¡Esto es el fin del mundo!"
El
viejo Ciruela lo corrige: "El principio del mundo es".
Texto
publicado en el diario La Nación: Domingo 22 de agosto
de 2010
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