EL
JOROBADITO / CUENTO COMPLETO
ROBERTO
ARLT
Producción
Villa Crespo Digital
26
de octubre del 2014
Los
diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta
que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito,
en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha
gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras,
de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el
pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso
e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia
de un benefactor de la humanidad.
Se han echado
sobre mí la policía, los jueces y los periódicos.
Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando
los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser
un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De
otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los
fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia,
resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran
suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta
que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no
es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas
paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino
peor.
Pero estaba
escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados
a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna
infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba
al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad
abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me
he aproximado más de una vez con el corazón temblando
de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío
no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con
el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento,
en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento
de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos,
hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos
feroces que me clavarían agujas en la giba... Es terrible...,
sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados,
protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo
con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad,
pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío
de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir
que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía
obligado a decirle todos los días:
-Mirá,
Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole
con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te
ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho
nada?...
-¿Qué
se le importa?
-No te ha hecho
nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en
la pobre bestia...
-Como me embrome
mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le
prendo fuego.
Después
de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos
en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un
demonio de teatro. Y yo le decía:
-Te voy a retorcer
el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias,
Rigoletto. Te conviene...
Predicar en
el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir
mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento
sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle
la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe.
Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a
mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho,
es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes
minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían,
más heme aquí ahora abocado a mi reputación
menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy
un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón
de mis actos se descubren las características de un cínico
perverso.
Ciertamente,
que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía
del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque
de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra
de honor.
Pero de este
extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos,
media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis
detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta
afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en
los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente
la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter
y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte,
si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería
llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré
que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de
sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien
he creído percibir hasta el matiz del color que tenían
sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado
nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y
el verde del amor, como a través de la cresta de una nube
los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor
distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
-¿Recuerda
cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal
cosa? No se equivocaba.
He caminado
así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que
encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones,
sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el
temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento
casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban,
retenían o sufrían. Y jamás estuve más
solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para
mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo
el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente
más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus
prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó
sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad
convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero
me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme
y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades
nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame
corcovado.
En la casa de
la señora X yo "hacía el novio" de una de
las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente,
a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la
señora X, que procedió con un determinado exquisito
tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro
alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense
ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose
en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para
descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias
en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo
anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la
casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento,
en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera
que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez-
observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos
de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos
al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que
se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo
estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada
que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera
que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían
escucharle:
-¿Y dónde
está la banda de música con que debían festejar
mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite,
¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos
con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y
ésta es la casa en la cual usted vive?
Y observando
las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:
-¡Pero
esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es
simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución
de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir?
¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que
hay aquí?
¿Reparan
ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado
de mi vida?
Lo cual es grave,
señores, muy grave.
Estudiando el
asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café;
lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa,
meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando,
al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los
pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame
con toda atención, sentado del modo más indecoroso
del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba
sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor
se había quitado el saco, y así descaradamente en
cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los
jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían
a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba
la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos
importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste
marcara le importara mucho más que la señalada en
el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que
causaba en él un efecto extraño, además de
la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda,
de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el
semblante un caballo.
Me quedé
un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien
mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin
ofenderse, me dijo:
-Caballero,
¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le
alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro
medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
-¡Qué
buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga
siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente
le contesté que sí, que tenía una muy hermosa
novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo
cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno
con el nombre de Rigoletto, me contestó después de
escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
-No sé
por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se
fabrican excelentes cornudos.
Y antes que
tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me
produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:
-Pues yo nunca
he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
-No lo dudo-
repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo...
-De lo que me
alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente
con usted...
Mientras él
hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en
la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café,
pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado
allí, el que llevaría todas las de perder era yo,
y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque
aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo,
él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa
de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura
de jumento, dijo:
-Este reloj
pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable
y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y
dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán?
¡No, señor! ¿No es cierto?
-¡Claro
que sí!
Guiñó
arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza
como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo
simultáneamente:
-Qué
agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no
le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden
sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una
amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No.
Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
-No sé...
-Porque mi semblante
respira la santa honradez.
Satisfechísimo
de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos
con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor
prosiguió:
-Soy más
bueno que el pan francés y más arbitrario que una
preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de
inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto
en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los
hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima
Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo
desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
-Yo podría
ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia
fui profesional del betún.
-¿Del
betún?
-Sí,
lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado
la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido
profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado"
el último remendón de portal, y "experto en cabellos
y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio
profesional?...
Indudablemente,
era aquél el pillete más divertido que había
encontrado en mi vida.
-¿Y ahora
qué hace usted?
-Levanto quinielas
entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será
mi cliente. Pida informes...
-No hace falta...
-¿Quiere
fumar usted, caballero?
-¡Cómo
no!
Después
que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto
apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:
-Yo soy enemigo
de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece
de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece
una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y
ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla
y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán
ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su
especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos
de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas
en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un
instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
-¡Que
le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna
suerte!
Siempre dudé
que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que
a mí me hacía pensar en ella durante todo el día,
como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada
en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un
río. Y esta sensación de ser la corriente dividida
en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento
del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y
anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre
en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como
la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el
peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente,
ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar
con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar
en qué consistía el dominio que ejercía sobre
mí, éste se traducía como la presión
de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me
sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué
podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más
está decir que nunca me atreví a besarla, porque se
me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi
caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela
entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que
esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta
imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones
que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla
rabiosamente a la madre, responsabilizándola también,
ignoro por qué, de aquella situación absurda en que
me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase
a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse
en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya
oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi
novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta
que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas
probabilidades existían en el presente de que me casara o
no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como
a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz.
Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme
en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento
de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si
estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas
estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro
estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos,
por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de
esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que
el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía
era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación,
en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la
intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había
arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día
se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio
crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora
X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre
precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que
han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como
una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad
una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes
me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando
mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía
insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
-Las amigas
no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué
les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente,
no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su
ajuar.
Cuando la señora
X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir
si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial
se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso,
al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima.
Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa
desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de
caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para
revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el
timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía
a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía
apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación
de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía
los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear
matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además
de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía
articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio
sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo
que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no
lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer
donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el
odio se descarga como por una válvula psíquica en
la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba
a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba
de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo
de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba
ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política
conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis
ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado
frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día
era noche, me contestara:
-Efectivamente,
no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando,
ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría
de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas
las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo
eterno.
En tanto la
malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo.
Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras
día la señora X agregaba un nudo más a su tejido,
y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando
las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía
que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí
iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía
aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían
a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales,
una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular,
en el que la personalidad a medida que pasan los días se
va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas,
que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas
con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada
instante porque no trajo más dinero o no llegó a la
hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he
nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable
que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril,
en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo
de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente
"debe enorgullecerme de ser padre".
Yo no he podido
concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento
de verguenza y de lástima cuando un buen señor se
entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo
ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he
dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría
o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos
del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado
la aparición en este mundo de un mísero y débil
cuerpo humano, que a través de los años sufrirá
incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la
"deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro
soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos
en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con
qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células
a medida que crecía se hacían más pequeñas
y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente
agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí
al corcovado.
En esas circunstancias
se me ocurrió la "idea" -idea que fue pequeñita
al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso
de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose,
afianzando sus fibromas entre las células más remotas-
y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea"
extraña, fui familiarizándome con su contextura, de
modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y
no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica
por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi
novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover
un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando
un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé
en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente
curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia
de una conmiseración elevada a su más pura violencia
y expresión, el primer beso que ella aún no me había
dado a mí, tendría que dárselo al repugnante
corcovado que jamás había sido amado, que jamás
conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado,
como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico
se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de
Rigoletto.
Después
que se hubo sentado a mi lado, le dije:
-Querido amigo:
muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará.
¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo
que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para
que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca
la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba
de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en
que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó
el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
-¿Y quién
me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
-¿Cómo,
mal rato?
-¡Naturalmente!
¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado
a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia
y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida,
te presento al dromedario".
-¡Yo no
la tuteo a mi novia!
-Para el caso
es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo,
caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras
disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias!
Gracias por su buena intención, como le decía la liebre
al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había
besado a su novia.
-Y eso, ¿qué
tiene que ver?
-¡Claro!
¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede
no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere
obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado
no tengo sentimientos humanos?
La resistencia
de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
-Pero ¿no
se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas,
el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense,
infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo
espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido
a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da
cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
-¿Y quién
le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante
me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí
que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea",
le respondí:
-Y a vos, Rigoletto,
¿qué se te importa?
-¡No me
llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga
sobrenombres.
-Pero ¿sabés
que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó
el jorobadito y ya dijo:
-¿Y si
me ultrajara de palabra o de hecho?
-¡No seas
ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar?
¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos
un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés
entonces la comedia de la dignidad?
-¡Rotundamente
protesto, caballero!
-Protestá
todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado
parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no?
Les chupás la sangre a todos los clientes del café
que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente
no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa
y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés
que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte
a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué
más indemnización querés que el beso que ella,
santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la
desverguenza!
-¡No me
ultraje!
-Bueno, Rigoletto,
¿aceptás o no aceptás?
-¿Y si
ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
-Te daré
veinte pesos.
-¿Y cuándo
vamos a ir?
-Mañana.
Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
-Bueno..., présteme
cinco pesos...
-Tomá
diez.
A las nueve
de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa
de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente
y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se
presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas
en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado
por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse
vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste.
Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras
de mí, y a momentos tomándome del borde del saco,
me decía con tono lastimero:
-¡Pero
usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera
crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto
lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo
soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles,
y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían
las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos
de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había
quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la
ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a
pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba
violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado
me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme,
semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo
que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable
del giboso.
Y yo estaba
triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía
que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora;
comprendía que ese acto me separaría para siempre
de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba
las aceras desiertas:
-Si Rigoletto
fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.
Y comprendía
que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda
la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento,
por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados
por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía
que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo
amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
-Aquí
es.
Mi corazón
latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y,
empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba
el moño de la corbata, me dijo:
-¡Acuérdese!
¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado...!
Fina y alta,
apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía,
su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me
examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite
una palabra, señorita?", y esta contradicción
entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento
delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de
su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la
que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó
cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se
detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
-Elsa, le voy
a presentar a mi amigo Rigoletto.
-¡No me
ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
-¡A ver
si te callás!
Elsa detuvo
la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en
trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole
una butaca dorada le dije al contrahecho:
-Sentáte
allí y no te muevas.
Quedóse
el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de
paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un
ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta
al absurdo personaje.
Me sentí
súbitamente calmado.
-Elsa -le dije-,
Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla
que nos escucha. Óigame: yo dudo... no sé por qué...,
pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo...
Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré
toda la vida su esclavo.
Naturalmente,
yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda
la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
-Sí,
su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor
de mi aliento.
Elsa retrocedió
a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben
ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha
militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví
al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
-Vea, Elsa,
y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de
la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló
un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
-¡Retírese!
-¡Pero!...
-¡Retírese,
por favor...; váyase!...
Yo me inclino
a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo...,
pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto,
que hasta entonces había guardado silencio, se levantó
exclamando:
-¡No le
permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo
trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón
para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco,
es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde
mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia
preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir,
es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé
en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso,
con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con
su bracito extendido, vociferaba:
-¡Por
qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se
da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume
de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto
de risa, sólo atiné a decir:
-¡Calláte,
Rigoletto; calláte!...
El corcovado
se volvió enfático:
-¡Permítame,
caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!
Y volviéndose
a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta
la puerta de la sala, le dijo:
-¡Señorita...
la conmino a que me dé un beso!
El límite
de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando
grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse
aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con
una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se
amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó
estentóreamente:
-¡Ustedes
no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento
de una alta misión filantrópica!... ¡No se acerquen!
Y antes de que
ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana,
el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron
porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados
por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera
nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto
parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Éste,
dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
-¡Yo he
venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es
necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a
la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té
con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes
atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora,
que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable
Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se
ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis
cabales.
-Lo haré
meter preso...
-Usted ignora
las más elementales reglas de cortesía -insistía
el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a
un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme.
Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica.
La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no
lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación
que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente...
si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede
la menor duda, señores. Continuó él:
-Caballero...
yo soy...
Un vigilante
tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen
los periódicos que me desvanecí al verlos entrar.
Es posible.
¿Y
ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito
jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué
yo he terminado estrangulándole?