LA
CASA DE AZÚCAR
SILVINA
OCAMPO
Villa
Crespo Digital
12
de octubre del 2014 *
Las
supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie
borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos
vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco
de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba
puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió,
pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía
otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté
de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía
un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera
en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche
de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás
temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar
de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad
cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama
el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran
personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo:
no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír
determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que
tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos
cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos
frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones
me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme
y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar
un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino
de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún
momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara
sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor).
Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios
más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera
habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré
una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar.
Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía
teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé
que esa casa era recién construida, pero me enteré de
que en 1930 la había ocupado una familia, y que después,
para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos.
Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la
casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños.
Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto!
Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en
nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis
suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los
del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco.
Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira,
pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás
conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces
me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería
en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico
destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió
aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en
una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó
por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina
anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había
engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría:
no me hablaría más, pediría nuestro divorcio,
y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para
irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas
en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para
construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales
no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante
la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún
llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón
en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor
de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó
un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego
oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y
encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los
brazos.
- Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era
muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos
que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó
a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí
que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió
en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa.
No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco
pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban,
ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en
las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios,
en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas
a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al
cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas
de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se
acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio
carne y le dio de beber y, después de un baño, que le
cambió el color del pelo, declaró que le daría
hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque
llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía
el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada
porque vi una bicicleta apostada en el jardín - Entré
silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta
y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó
tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella.
Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la
atención de todos los transeúntes. Pero a mí
me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico
de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí.
Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los
pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el
naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted,
desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda?
Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran
como enormes pájaros; me hacía la ilusión de
volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete;
yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería,
usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no
pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería
su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló
aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego
fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una
semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté
estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé
tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio
con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama
este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá.
No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido
y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él?
Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa,
ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las
siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde
es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré
donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente
de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré
con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse
con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta.
Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo
la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir
que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del
diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza
comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado
una representación de teatro y que la realidad era otra. No
confesé a Cristina que había sorprendido la visita de
esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre
que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos
instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza
que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si
Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no
advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había
soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de
Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué
y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo
andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme
sin irme. "Ir y quedar y con quedar partirse."
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué?
De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en
Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me
era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes
sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados
van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había
comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése.
Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan
la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere
decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que
me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé,
tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la
plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente
negro de Constitución. Un día me aventuré a decir
a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas
¿qué harías, Cristina? ¿Te irías
de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría
que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres
o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar.
Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de
la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me
iría de aquí por todo el oro del mundo. Además
no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste
hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme
pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo
estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí
de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura
de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan
grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió
mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en
el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré
los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un
hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía
hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta
entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé
por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados
para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras
inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí,
a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba,
porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí.
Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche
y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba
o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las
penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí
no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por
qué empecé a averiguar en el barrio quién era
Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían
tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar
y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me
pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa,
sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y
lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé
los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar
la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos.
Le pregunté finalmente quién había vivido en
nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más.
Al día siguiente traté de averiguar en el almacén
algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio
frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando
su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita.
Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el
diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía
a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí
pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia
López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante
el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en
el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían
las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de
calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras
con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía
más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor
Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente
que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos
con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando
los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo
que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos
días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una
persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula,
sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal
vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía
engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó
amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía
sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará
muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá;
Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de
mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la
voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos
con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un
amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de
hierro, viendo los trenes alejarse".
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales.
Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único
bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi
nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó
abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí,
al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para
descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de
ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó.
La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en
esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.