DESVENTURAS
EN EL PAÍS JARDÍN DE INFANTES
MARÍA
ELENA WALSH
Producción
Villa Crespo Digital
26
de octubre del 2014. Actualizado el 7 de mayo del 2018
Si
alguien quisiera recitar el clásico "Como amado en el
amante / uno en otro residía..." por los medios de difusión
del País-Jardín, el celador de turno se lo prohibiría,
espantado de la palabra amante, mucho más en tan ambiguo
sentido.
Imposible
alegar que esos versos los escribió el insospechable San
Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima
Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca).
Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados.
Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tuntún
y autores porque están en capilla.
Atenuante:
como el celador suele ser flexible con el material importado, quizás
dejara pasar "por esa única vez" los sublimes versos
porque son de un poeta español.
Agravante:
en ese caso los vetaría sólo por ser poesía,
cosa muy tranquilizadora.
El
celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele
mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine
jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión
popular.
El
censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada
paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis
se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral,
que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las Memorias
de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para
recordar que Stendhal escribió dos novelas: El rojo y El
negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico y nos
resultaría temerario atribuírselo.
Tampoco
sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por vocación,
porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.
Lo
que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón
y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los
gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix.
Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que
se mantuvo entre paréntesis.
La
mayoría de los autores somos moralistas. Queremos —debemos—
denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir,
analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son
las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos
las del siglo XX y no las de Khomeini.
El
productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en
el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados,
a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas.
Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas
pero quién va a probarlo: ¿no son obscenas las láminas
de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye.
Un
autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión,
pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las que
consultan las Aduanas, con delincuentes o "desaconsejables".
Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará
ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que se
sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez
de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola
ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué su autor
preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos de sémola
chirle y sosa.
Hace
tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos
o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna
vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos
y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo,
el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza
como la pareja de viejitos del dibujo de Quino que se preguntaban:
"¿Nosotros qué éramos...?"
El
ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos
centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador
de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz,
lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita.
Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente
hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas.
Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón
de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser
constitucional.
La
autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos
y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó.
Creyó y cree en la protección de la infancia y por
lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar. Pero
la autora también y gracias a Dios no es ciega, aunque quieran
vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor. Mira con amor
la realidad de su país, por fea y sucia que parezca a veces,
así como una madre ama a su crío con sus llantos,
sus sonrisas y su caca (¿se podrá publicar esta palabra?).
Y ve multitud de familias ilegalmente desarticuladas porque el divorcio
no existe porque no se lo nombra, y viceversa. Ve también
a mucha gente que se ama —o se mata y esclaviza, pero eso
no importa al censor— fuera de vínculos legales o divinos.
Pero
suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo. Si incursiona
en la TV —da lo mismo que sea como espectador, autor o "invitado"—
hablará del prêt-à-porter, la nostalgia, el
cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares enamorados
que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá a debates
sobre temas urticantes como el tratamiento del pie de atleta, etcétera.
El
público ha respondido a este escamoteo apagando los televisores.
En este caso, el que calla —o apaga— no otorga. En otros
casos tampoco: el que calla es porque está muerto, generalmente
de miedo.
Cuando
ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece
regida por un conjuro mágico no nombrar para que no exista.
A ese orden pertenece la más famosa frase de los últimos
tiempos: "La inflación ha muerto" (por lo tanto
no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más
rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor,
el doctor Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.
Sí,
la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás
pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes.
Menos imaginó que ese país podría llegar a
parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos
apañando a sus celadores. Esa triste España donde
había que someter a censura previa las letras de canciones,
como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de
las películas convertía a los amantes en hermanos,
legalizando grotescamente el incesto.
Que
las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión
y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente
reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores
de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios.
Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos
se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados
de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por
qué.
Es
verdad que no toda censura procede "de arriba" sino que,
insisto, es un antiguo deporte de amanuenses intermedios. Pero el
catonismo oficial favorece —como la humedad a los hongos—
la proliferación de meritorios y culposos. Unos recortan
y otros se achican. Y entre todos embalsamamos las mustias alas
de cóndor de la República.
Nuestra
historia —con sus cabezas en picas, sus eternos enconos y
sus viejas o recientes guerras civiles— nos ha estigmatizado
quizás con una propensión latente represiva-intervecinal
que explota al menor estímulo y transforma la convivencia
en un perpetuo intercambio de agravios y rencores.
No
es ejemplo actual sino intemporal, digamos, el del taxista calvo
que "fusilaría a los muchachos de pelo largo".
El del culto librero que una vez, al pedirle un libro feminista,
me reprochó: "Vamos, no va a ponerse a leer esas cosas..."
("Nena, eso no se toca.") O el del director de una sala
que exigió a un distinguido coreógrafo que no incluyera
"danza demasiado moderna ni con bailarinas muy desvestidas".
("Nene, eso no se hace.")
Quienes
desempeñan la peliaguda misión de gobernarnos, así
como desterraron —y agradecemos— aquellas metralletas
que nos apuntaban por doquier en razón de bien atendibles
medidas de seguridad, deberían aliviar ya la cuarentena que
siguen aplicando sobre la madurez de un pueblo (¿se acuerdan
del Mundial?) con el pretexto de que la libertad lo sumiría
en el libertinaje, la insurrección armada o el marxismo frenético.
Y si de aplacar la violencia se trata, ¿por qué no
se retacean las series de TV o se sanciona a los conductores que
nos convierten en virtuales víctimas y asesinos?
Creo
necesario aunque obvio advertir que en las democracias donde la
libertad de expresión es absoluta la comunidad no es más
viciosa ni la familia está más mutilada ni la juventud
más corrompida que bajo los regímenes de exagerado
paternalismo. Más bien todo lo contrario. Delito e irregularidad
son desgraciadamente productos de nuestra época (y de otras)
y se dan en casi todos los países excepto los comunistas.
¿Son ellos nuestro ideal?
Aun
la pornografía —que personalmente detesto, en especial
la clandestina y la española— y las expresiones llamadas
de vanguardia, pasado un primer asalto de curiosidad, son naturalmente
relegadas a un gueto: barrios, salas, círculos. Y allí
va a buscarlas el adulto cuando tiene ganas, así como va
a sintonizar debates sobre temas vigentes durante el horario de
protección al menor.
Se
supone que, en cuanto el censor desaparezca, los primeros en aprovechar
del recreo serán los descomedidos de siempre, que reflotarán
una grosera contra-cultura. Pero a la larga resultarían relegados
siempre que una debida promoción (que hoy tampoco existe)
de los honestos los lleve a ocupar las posiciones más evidentes.
El
abuso puede ser controlable mediante una coherente reglamentación,
pero es preferible mil veces correr los riesgos que entraña
la libertad, por lo mucho de positivo que engendra, que asustamos
a priori para ser pobres pero honrados, niños pero atrasados,
que no es lo mismo que puros.
En
cambio los tortuosos mecanismos que paralizan preventivamente la
cultura sí contaminan y achatan a toda la familia social
y no sólo le vedan el acceso a las grandes ideas sino que
generan fracaso, reyertas e hipocresía... vicios poco recomendables
para una familia.
En
lugar de presentar certificados de buena conducta o temblar por
si figuramos en alguna "lista" creo que deberíamos
confesar gandhianamente: sí, somos veinticinco millones de
sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la adultez
y actualizamos creativamente, por peligroso que les parezca a bienintencionados
guardianes.
Veinticinco
millones, sí, porque los niños por fortuna no se salvan
del pecado. Aunque se han prohibido libros infantiles, los pequeños
monstruos siguen consumiendo historias con madrastras-harpías,
brujas que comen niños, hombres que asesinan a siete esposas,
padres que abandonan a sus hijos en el bosque, Alicias que viajan
bajo tierra sin permiso de mamá. Entonces ellos, como nosotros,
corren el riesgo de perder ese "sentido de familia" que
se nos quiere inculcar escolarmente... y con interminables avisos
de vinos.
Ésta
no es una bravuconada, es el anhelo, la súplica de una ciudadana
productora-consumidora de cultura. Es un ruego a quienes tienen
el honor de gobernarnos (y a sus esposas, que quizás influyan
en alguna decisión así como contribuyen al bienestar
público con sus admirables tareas benéficas): déjennos
crecer. Es la primera condición para preservar la paz, para
no fundar otra vez un futuro de adolescentes dementes o estériles.
Como
aquella pobre modista negra llamada Rosa Parks, encarcelada por
haberse negado a cederle el asiento a un pasajero blanco en un autobús
según la obligaba la ley, la autora declararía a quien
la acusara de sediciosa: "No soy una revolucionaria, es que
estaba muy cansada".
Pero
Rosa Parks, en un país y una época (reciente) donde
regían tales leyes en materia de "derechos humanos",
era adulta y, ayudada por sus hermanos de raza, pudo apelar a otro
ámbito de la justicia para derrotar a la larga la opresión
y contribuir a desenmascarar al Ku Klux Klan.
Nosotros,
pobres niños, a qué justicia apelaremos para desenmascarar
a nuestros encapuchados y fascistas espontáneos, para desbaratar
listas que vienen de arriba, de abajo y del medio, para derogar
fantasmales reglamentos dictados quizás por ignorancia o
exceso de celo de sacristanes más papistas que el Papa.
Sólo
podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa furia, como los
chicos: pataleando y llorando sin que nadie nos haga caso.
La
autora "está muy cansada", no por los recortes
que haya sufrido porque volverán a crecerle como el pelo
y porque de ellos la compensa el infinito privilegio de integrar
la honorable familia de sus compatriotas, sino por compartir el
peso de la frustración generalizada. Porque es célula
de todo un organismo social y no aislada partícula. Porque
más que la imagen del país en el exterior le importa
y duele el cuerpo de ese país por dentro.
Y
porque no es una revolucionaria pero está muy cansada, no
se exilia sino que se va a llorar sentada en el cordón de
la vereda, con un único consuelo: el de los zonzos. Está
rodeada de compañeritos de impecable delantal y conducta
sobresaliente (salvo una que otra travesura). De coeficiente aceptable,
pero persuadidos a conducirse como retardados y, pese a su corta
edad, munidos de anticonceptivos mentales.
Todos
tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya
incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un
inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas
y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra.