LA
REPRESENTACIÓN DE LOS HACENDADOS / FUNDACIÓN DE
LA GAZETA
Producción
Periodística Villa Crespo Digital
28
de mayo del 2015
30
DE SEPTIEMBRE DE 1809
Representación de los hacendados / Fundación de
la Gazeta
Mariano
Moreno redacta la "Representación de los hacendados"
en pro del comercio libre.
Mariano
Moreno (1778 - 1811)
REPRESENTACIÓN
DE LOS HACENDADOS
Representación que el apoderado de los
hacendados de las campañas del Río de la Plata
dirigió al Excelentísimo Señor Virrey Don
Baltasar Hidalgo de Cisneros, en el expediente promovido sobre
proporcionar ingresos al erario por medio de un franco comercio
con la nación inglesa.
Excmo. Señor:
El
apoderado de los labradores y hacendados de estas campañas
de la banda oriental y occidental del Río de la Plata,
evacuando la vista que se ha servido V. E. conferirle del expediente
obrado sobre el arbitrio de otorgar la introducción de
mercaderías inglesas, para que con los derechos de su
importación y exportaciones respectivas se adquieran
fondos que sufraguen a las gravísimas urgencias del erario,
dice: Que, aunque la materia se presenta bajo el aspecto de
un punto de puro gobierno, en que no toca a los particulares
otra intervención que la de ejecutar puntualmente las
resoluciones adoptadas por la superioridad, el inmediato interés
que tienen mis instituyentes en que no se frustre la realización
de un plan capaz de sacarlos de la antigua miseria a que viven
reducidos, les confiere representación legítima
para instruir a V. E. sobre los medios de conciliar la prosperidad
del país con la del erario, removiendo los obstáculos
que pudieran maliciosamente oponerse a las benéficas
ideas con que el gobierno de V. E. ha empezado a distinguirse.
Las solemnes proclamaciones con que se ha dignado V. E. anunciarnos
los desvelos que consagra a la felicidad de estas provincias,
despertaron la amortiguada esperanza de mis representados, justamente
persuadidos de que no puede ser verdadera ventaja de la tierra
la que no recaiga inmediatamente en sus propietarios y cultivadores.
Esta confianza, sostenida por nuevas promesas, los tenía
pendientes de las variaciones que debían dar principio
a su mejora; y aunque debió serles horrorosa la imagen
de su anterior abatimiento, desde que un conjunto de ocurrencias
extraordinarias había hecho valer derechos despreciados
tanto tiempo, continuaron sin embargo su acostumbrado sufrimiento,
dejando al celo del gobierno la combinación de unos bienes
que causas irresistibles sacaban del olvido en que han yacido
sofocados.
Ha sido ésta una moderación de que sólo
en la conducta de mis instituyentes se encontrarán ejemplos.
Cualquier otro gremio menos noble, menos importante, menos útil,
menos digno de las consideraciones del Gobierno, habría
alzado el grito, desde que se le proporcionaban títulos
legítimos para redimirse de antiguos males; habría
recomendado altamente el mérito de sus pasados sufrimientos,
habría clamado por la anticipación de las ventajas
que se anunciaban; y agitado por el poderoso estímulo
del interés, habría tocado los extremos a que
provoca el deseo de libertarse de un gran mal, cuyo fin se considera
como principio de mayores bienes. La costumbre de sofocar en
un respetuoso silencio estos sentimientos pudo contener a mis
representados en medio de las justas esperanzas que los halagan,
y si hombres enemigos del bien de su país no los hubiesen
alarmado con el aparato de una verdadera agresión, seguiría
agitándose la gran causa de la Provincia sin intervención
de los principales autores que deben concurrir en ella.
Hallándose
agotados los fondos y recursos de la real hacienda por los enormes
gastos que ha sufrido, se encontró V. E. al ingreso de
su gobierno sin medios efectivos para sostener nuestra seguridad.
En tan triste situación no se presentó otro arbitrio
que el otorgamiento de un permiso a los mercaderes ingleses
para que, introduciendo en esta ciudad sus negociaciones, puedan
exportar los frutos del país, dando alguna actividad
a nuestro decadente comercio con los crecidos ingresos que deben
producir al erario los derechos de este doble giro; y aunque
en la superior autoridad de V. E. residen sobradas facultades
para la ejecución de aquellas medidas, que necesidades
públicas hacen indispensables, deseoso de asegurar el
acierto por conocimientos de la Provincia que a los principios
de un gobierno no pueden adquirirse con bastante exactitud,
se dignó V. E. consultar sobre el asunto al Excmo. Cabildo
de esta ciudad y al Tribunal del Real Consulado.
La notoria justificación de V. E. no es compatible con
un total olvido de los hacendados y labradores, en quienes debía
refluir principalmente el resultado de cualquiera resolución:
se olvidaron sus personas, porque se creyeron representadas
en las dos corporaciones a que se consultaba; no se les emplazó
a que defendieran sus derechos, porque se consideraron sostenidos
por los cuerpos a quienes tocaba su defensa; y a la verdad,
señor, un jefe que recientemente ha llegado a representar
al monarca en estas regiones, ¿cómo pudo persuadirse
que el Ayuntamiento y Consulado de este pueblo tuviesen intereses
o deseos distintos de los que animan a los labradores de nuestra
campaña? La cédula ereccional del Consulado que
los llama expresamente a formar el colegio de sus jueces, la
institución fundamental del Cabildo sostenida en una
representación nunca más dignamente ejercida que
por hombres que labran y cultivan la tierra en que nacieron,
han persuadido justamente a V. E. que por la identidad de intereses
y calidad de las personas no tenían necesidad los hacendados
de ser oídos siéndolo el Cabildo y Consulado que
los representaban.
Pero
no, señor, los labradores de nuestras campañas
no endulzan las fatigas de sus útiles trabajos con los
honores que la benignidad del monarca les dispensa; el sudor
de su rostro produce un pan que no excita la gratitud de los
que alimenta; y olvidada su dignidad e importancia viven condenados
a pasar en la obscuridad los momentos que descansan de sus penosas
labores. Los hombres que han unido lo ilustre a lo útil,
ven desmentida en nuestro país esta importante máxima;
y el viajero a quien se instruyese que la verdadera riqueza
de esta Provincia consiste en los frutos que produce, se asombraría
cuando buscando al labrador por su opulencia, no encontrase
sino hombres condenados a morir en la miseria. V. E. ha sufrido
igual desengaño, y a pesar de aquella consulta se habría
decidido la causa de los hacendados sin su intervención
y audiencia, si una extraña persecución no los
hubiese hecho vigilantes.
Apenas
se publicó el oficio de V. E. cuando se manifestó
igualmente el descontento y enojo de algunos comerciantes de
esta ciudad; grupos de tenderos formaban por todas partes murmuraciones
y quejas, el triste interés de sus clandestinas negociaciones
les hacía revestir formas diferentes, que desmentidas
por su anterior conducta, desvanecían el ardiente empeño
con que se sostenían. Unas veces deploraban en corrillos
el golpe mortal que semejante resolución inferiría
a los intereses y derechos de la Metrópoli; otras, anunciaban
la ruina de este país con la entera destrucción
de su comercio; los unos presagiaban las miserias en que debía
envolvernos la total exportación de nuestro numerario,
y otros, revestidos de celo por el bien de unos gremios que
miran siempre con desprecio, lamentaban la suerte de nuestros
artesanos, afectando interesar en su causa la santidad de la
religión y pureza de nuestras costumbres.
El
acaloramiento con que se propagaban tan desconcertadas ideas
alarmó a aquellos hacendados, que el abatimiento de sus
frutos obliga a frecuentar los zaguanes de los comerciantes
poderosos; la costumbre de vivir miserables y desatendidos no
había enervado la nobleza de sus sentimientos; ellos
resolvieron sostener con energía una causa que interesaba
igualmente sus derechos que los de la Corona, y, despreciando
el arbitrio rastrero de murmuraciones y hablillas, con que únicamente
se sostienen las pretensiones indecentes, me confirieron sus
poderes, para que presentándome ante V. E. reclamase
el bien de la patria, con demostraciones propias de la majestad
del foro y dignidad de la materia.
Tales son los principios que me han constituido representante
de los propietarios y labradores de estas vastas campañas.
En ejercicio de esta representación, he entrado a un
maduro examen del proceso de que V. E. se dignó darme
vista. En él encuentro promovida una discusión,
cuyos resultados influyen directamente en la prosperidad o ruina
de mis instituyentes: se trata de establecer su fomento como
un medio seguro de enriquecer el erario; descubre V. E. sinceros
deseos de propender a miras tan benéficas; manifiestas
urgentes necesidades capaces de allanar cuantos embarazos se
pudieran oponer a su ejecución. Pero estas disposiciones,
que debieran haberse contestado con demostraciones públicas
de gratitud y alegría, sufren contradicción, presentándose
el escandaloso contraste de individuos particulares que atacan
un bien reclamado por la necesidad, la conveniencia y la justicia.
El
que sepa discernir los verdaderos principios que influyen en
la prosperidad respectiva de cada provincia, no podrá
desconocer que la riqueza de la nuestra depende principalmente
de los frutos de sus fértiles campos: sobre la evidencia
de esta máxima debieran reposar las esperanzas de mis
instituyentes, pues promovida por la autoridad una causa que
los esfuerzos del poder sofocaron tanto tiempo, en las justificadas
intenciones de V. E. se presentaba el más seguro garante
de una disposición, a que los apuros del erario allanaban
las dificultades que había sufrido en otra época;
pero el interés individual nada respeta sino lo que pueda
satisfacerlo, y un corto número de comerciantes ha mirado
el benéfico plan de V. E. con un encono que nada tiene
igual sino el placer con que reciben la declaración de
una guerra cuando sus almacenes se hallan provistos de efectos.
Es
doloroso que el bien general de una provincia necesite abogado
que lo defienda, aun cuando el primer jefe propende generosamente
a su fomento; pero es al mismo tiempo muy honroso elevar ante
V. E. la voz de la patria y promover su felicidad por unos medios
que deben producir precisamente la reparación del erario.
El empeño es arduo y superior a mis fuerzas, no tanto
por la dificultad de exponer convencimientos irresistibles,
cuanto por la de combinar las innumerables demostraciones que
ofrece la materia; pero si no puedo coordinar tan inmensos materiales,
que exigen otro tiempo y otros talentos, me contentaré
con transmitir a V. E. los votos de tantos hombres honrados,
cuyas ilustradas advertencias han dado impulso y dirección
a mis ideas.
Se
presenta unida la causa del real erario a la de mis constituyentes:
penden las ventajas de ambos del inteligente arreglo del arbitrio
propuesto; la expectación pública reposa sobre
las benéficas intenciones que V. E. se ha dignado manifestar;
y bajo estos principios pudieran los hacendados reducir su reclamación
a desvanecer los argumentos y aparentes dificultades que oponen
los comerciantes al gran beneficio. Pero mi comisión
exige más: yo debo demostrar la necesidad, la conveniencia
y la justicia del plan propuesto, allanar después los
obstáculos y aparentes males que se derivan de él,
y últimamente analizar aquellos arreglos cuya mezquindad
pudiera frustrar los efectos de esta importante empresa. Los
hacendados tienen igual interés en todos los puntos propuestos
y el orden de tratarlos se presenta en el mismo expediente,
analizando, en primer lugar, el oficio de V. E.; examinando,
en segundo, los males que el apoderado del Consulado de Cádiz
y comerciantes de esta ciudad derivan del permiso propuesto;
y reformando, últimamente, por una inteligente combinación
las condiciones y trabas que el Consulado propone y el Excmo.
Cabildo parece adoptar.
A la imperiosa ley de la necesidad ceden todas las leyes, pues
no teniendo éstas otro fin que la conservación
y bien de los estados, lo consiguen con su inobservancia cuando
ocurrencias extraordinarias las hacen inevitable. Esta máxima
que ha convertido en ley suprema la salud de los pueblos, arma
al magistrado de un poder sin límites para revocar, corregir,
suspender, innovar y promover todos aquellos recursos que en
un orden común están prohibidos, pero que en la
combinación de circunstancias imprevistas se reconocen
necesarios para sostener la seguridad de la tierra y bien de
sus habitantes.
V.
E. ha reconocido la necesidad de un libre comercio con la nación
inglesa, para salir de apuros que no presentan otro remedio:
¿qué más pruebas necesitamos para confesar
su certeza? La situación política de un estado
no está fácilmente a los alcances del pueblo;
a veces se considera en la opulencia, y el jefe que concentra
sus verdaderas relaciones, lamenta en secreto su debilidad y
miseria; otras veces reposa tranquilo en la vana opinión
de su fuerza, y el gobierno vela en continuas agitaciones por
los inminentes peligros y males que lo amenazan. Nadie sino
el que manda puede calcular exactamente las necesidades del
estado, y habiendo V. E. indicado la de abrir el comercio con
la Gran Bretaña, debemos sin más examen reconocer
a favor de este proyecto los fuertes títulos que legitiman
cuanto sea conducente a nuestra conservación.
Sin
embargo, es lícito echar la vista sobre las públicas
necesidades del Estado, será preciso convenir en que
no se presenta otro remedio que el arbitrio propuesto. Decir
que el real erario está sin fondos, es decir que los
vínculos de la seguridad interior están disueltos,
que los peligros exteriores son irresistibles y que el Gobierno,
débil por falta de recursos efectivos, no puede oponer
a la ruina del pueblo sino esfuerzos impotentes. ¡Ojalá
no fuese ésta una verdad tan patente, y ojalá
no fuese tan exacta su aplicación a nuestro actual estado!
Todos saben que aniquilada enteramente la real hacienda, no
presenta en el día sino un esqueleto que, en el sistema
común, no puede revivir; que reducidos sus ingresos a
las escasas remesas del Perú, ha desaparecido esta débil
esperanza por las graves ocurrencias de aquellas provincias;
y que, cifrada la conservación de esta ciudad a sus propios
recursos, no puede contar el Gobierno con más auxilios
que los que ella sola pueda proporcionar.
¿Y
cuáles son los que promete el sistema ordinario de rentas
reales? De un pueblo que no tiene minas, nada más saca
el erario que los derechos y contribuciones impuestas sobre
las mercaderías; los apreciables frutos de que abunda
esta Provincia, y el consumo proporcionado a su población,
son los verdaderos manantiales de riquezas que deberían
prestar al Gobierno abundantes recursos, pero, por desgracia,
la importación de negociaciones de España es hoy
día tan rara como en el rigor de la guerra con la Gran
Bretaña, y los frutos permanecen tan estancados como
entonces por falta de buques que verifiquen su extracción.
La inercia de estos dos grandes muelles es el origen de la pobreza
del erario: pónganse en movimiento e inmediatamente la
continuada circulación de un giro rápido llenará
la Aduana de los tesoros que en otros tiempos producía.
En
la imposibilidad a que nuestra Metrópoli se halla reducida
de mover por sí misma estos dos únicos resortes,
obra en toda su fuerza la necesidad de nuestra conservación,
para subrogar otros agentes que, aunque extraños del
orden regular, son los únicos que en el día pueden
remediar el apuro. ¿Y cuándo hubo motivos más
poderosos para suplir con un golpe de autoridad lo que no pudieron
prever unas leyes que las actuales circunstancias hacen impracticables?
Los funcionarios públicos exigen los sueldos de sus respectivos
empleos, y su falta haría perecer unos hombres a quienes
está vinculada la conservación del orden y seguridad
interior del Estado. Las tropas no pueden ser sostenidas sin
ingentes sumas que deben invertirse en su subsistencia, y éste
es un gasto tan urgente como indispensable su continuación.
La
vecindad de una potencia soberana que ha descubierto ardientes
deseos de ensanchar los estrechos límites en que está
comprimida; el justo temor de un enemigo poderoso, cuyas vastas
combinaciones podrían aprovecharse de los apuros de nuestra
Metrópoli o burlar su vigilancia; la tranquilidad interior
del país resentida notablemente por una consecuencia
precisa de la situación política de España;
todo esto presenta un triste cuadro, en que no descubre el Gobierno
sino peligros inminentes que atacan directamente la seguridad
de los pueblos que se le han confiado. En circunstancias tan
funestas, no queda otro arbitrio que armarse V. E. de un poder
respetable, capaz de resistir los primeros asomos de una funesta
terminación, y no pudiendo sostenerse la fuerza armada
en que deben reposar nuestras esperanzas, sin ingentes caudales
que el erario no tiene, la ejecución de aquellos recursos
que puedan producirlos queda al arbitrio de una necesidad extrema
que comprometería la seguridad de la tierra, si no fuese
socorrida oportunamente.
Jamás
se presentó en América situación más
apurada, ni hubo jefe a quien una necesidad tan notoria autorizase
para obrar sin sujeción a los caminos de la antigua rutina;
y, si en apuros inferiores a los presentes, se han hecho callar
las leyes, cuyo cumplimiento embarazaba los remedios de que
únicamente podía esperarse la salud del pueblo,
¿cómo se creerá V. E. responsable de una
resolución sobre cuyos efectos puede únicamente
contarse para asegurar la conservación de esta parte
de la Monarquía? Los males que nos amenazan son demasiado
graves para que no se trate de precaverlos; el peligro es muy
inminente para que se repare en los medios de removerlo, y cuando
V. E. informe al Monarca que las provincias de su mando están
ricas, tranquilas y con recursos abundantes para resistir a
sus enemigos, no se descubrirán sino aciertos en las
providencias que han producido un bien que atacaban tan poderosos
estorbos.
Debieran
cubrirse de ignominia los que creen que abrir el comercio a
los ingleses en estas circunstancias es un mal para la Nación
y para la Provincia: pero, cuando concediéramos esta
calidad al indicado arbitrio, debe reconocérsele como
un mal necesario, que siendo imposible evitar, se dirige por
lo menos al bien general, procurando sacar provecho de él,
haciéndolo servir a la seguridad del Estado. Desde que
apareció en nuestras playas la expedición inglesa
de 1806, el Río de la Plata no se ha perdido de vista
en las especulaciones de los comerciantes de aquella nación;
una continuada serie de expediciones se han sucedido; ellas
han provisto casi enteramente el consumo del país; y
su ingente importación, practicada contra las leyes y
reiteradas prohibiciones, no ha tenido otras trabas que las
precisas para privar al erario del ingreso de sus respectivos
derechos, y al país del fomento que habría recibido
con las exportaciones de un libre retorno.
El
resultado de esta constitución ha sido hallarse los ingleses
en la privativa posesión de proveer al país de
todas las mercaderías que necesita, perdiendo el erario
los ingentes fondos que debieran producirle tantas introducciones
con su extracción respectiva, por el profundo respeto
a unas leyes que nunca son más holladas y despreciadas
que cuando se reclama su disposición a vista de la escandalosa
libertad con que se violan impunemente. Porque, Señor,
¿qué cosa más ridícula puede presentarse
que la vista de un comerciante que defiende a grandes voces
la observancia de las leyes prohibitivas del comercio extranjero
a la puerta de su tienda, en que no se encuentra sino géneros
ingleses de clandestina introducción?
El
decoro mismo de la autoridad pública exige que no se
tolere este ridículo juego con que se pretende sostener
ciertas leyes, sin otro estímulo que el lucro que promete
su impune violación. Cuanto se diga de la apertura del
comercio, podría concederse sin riesgo de comprometer
la causa que patrocino; sea un gran mal esta tolerancia, pero
es un mal necesario, cuya prohibición nunca podría
precaver sus perniciosos efectos. V. E. ha indicado en su oficio,
las dificultades que se presentan a la autoridad para llevar
a debido efecto una proscripción cual corresponde a las
negociaciones inglesas que están a la vista, pero si
las indicadas consideraciones son un poderoso argumento derivado
de las circunstancias de nuestra situación, la naturaleza
de estos negocios debe decidir a la superioridad, por los seguros
conocimientos de las personas que se versan en ellos. Habiendo
negociaciones inglesas en nuestras balizas y habiendo comerciantes
en esta ciudad, entrarán aquéllas, a pesar de
las más severas prohibiciones, y la vigilancia del Gobierno
no servirá sino de encarecer el efecto por los dobles
embarazos que deben allanarse a su introducción.
El
apoderado del Consulado de Cádiz implora la santidad
de las leyes y los recursos de la autoridad, para contener estas
clandestinas introducciones, pero este lenguaje, en boca de
un comerciante, excita la risa de los que lo conocen; está
muy reciente la lección que hemos recibido sobre esta
materia y los habitantes de Buenos Aires no serán deslumbrados
por semejantes declamaciones. Cuando la gloriosa victoria del
5 de julio restituyó al dominio español la plaza
de Montevideo, las personas juiciosas tornaron sus miras a las
ingentes negociaciones que tenían allí los enemigos;
conociendo que no retornarían al país de su origen,
propusieron benéficos proyectos que habrían enriquecido
al erario, dado salida a los frutos estancados, y vestido, por
bajos precios, una multitud de familias que lloraban la pérdida
de sus padres, esposos o hijos, al mismo tiempo que el general
saqueo las había dejado desnudas. Estas benéficas
propuestas se reputaron sacrílegas; por todas partes
pululaban enérgicas reclamaciones a favor de la ley prohibitiva;
se usurpó el lenguaje del celo más puro y se estableció
como principio: que era el más grave atentado contra
los intereses y derechos de la Metrópoli, abrir la puerta
a la introducción de aquellos efectos.
Las
personas sensatas, conocieron muy bien el verdadero espíritu
que dirigía estas exclamaciones; no se ocultó
tampoco al mismo gobierno; sin embargo, fue preciso ceder a
la tenacidad de aquel empeño y prohibir, con el último
rigor, toda importación de negociaciones existentes en
la plaza reconquistada: pero ¿cuál fue el efecto
de esta prohibición? Los que más la fomentaron,
abarcan al mismo tiempo ingentes negocios, más de cuatro
millones fueron introducidos, y entre confiscaciones y derechos
apenas recogió la aduana noventa y seis mil pesos, debiendo
haber entrado en ella millón y medio; y por este medio
se verificó todo el mal que se afectaba aborrecer, con
notable perjuicio de la real hacienda, e irreparable quebranto
de nuestros labradores. Esta es una lección práctica
y reciente que debe servir de regla a nuestro caso. No crea
V. E. que fuese diferente su resultado; esos mismos que tanto
declaman por el cumplimiento de las prohibiciones legales, introducirán
clandestinamente gruesas negociaciones, el objeto de la ley
quedará burlado, el erario sin fondos, y los frutos sin
la estimación en el propuesto arreglo deben adquirir.
Esta
consideración convence de que el mal es irremediable,
y ¿quién reprobará una combinación
que le haga producir grandes ventajas? La política es
la medicina de los estados y nunca manifiesta el magistrado
más destreza en el manejo de sus funciones, que cuando
corta la maligna influencia de un mal que no puede evitar, corrigiendo
su influjo por una dirección inteligente que produce
la energía y fomento del cuerpo político. Por
desgracia se ve profanada esta materia entre personas cuyos
alcances son muy inferiores a su conocimiento; muchos no pueden
graduar estos principios sino por su resultado, pero ni este
argumento falta a la justicia de mi causa, puedo lisonjear a
V. E. con la segura esperanza de que la ejecución de
un plan tan benéfico, le proporcionará pronta
ocasión de increpar a sus opositores diciéndoles:
vuestra conducta me enseñó el aprecio que debía
hacer de vuestras declamaciones; yo conocí que mi vigilancia
no contendría la introducción de unos géneros
que únicamente pueden satisfacer las necesidades de la
Provincia; he permitido lo que no podía evitar, y el
fruto de esta tolerancia ha sido asegurar vuestra tranquilidad,
enriquecer el erario, fomentar la agricultura y hallarme en
estado de remitir a la Metrópoli poderosos socorros.
Sí,
Señor, esta es una de las principales atenciones de V.
E. y en que más se interesan mis representados: es necesario
acopiar fondos que presenten a nuestra afligida Metrópoli
oportunos consuelos: ésta es hoy día la primera
causa, la primera ley a que debe atenderse y no se podrá
conseguir tan importante objeto, si una nueva vida del comercio
no aumenta los ingresos de la real hacienda por los derechos
que una pública circulación puede únicamente
producir. El feliz resultado de las expediciones inglesas que
se han permitido en Montevideo, debe servir de extremo para
graduar las grandes ventajas que reportará el erario,
si se adopta en esta ciudad el mismo arbitrio, pudiéndose
esperar prudentemente, que no sólo se cubrirá
el déficit de nuestras rentas, sino que se pondrá
el erario en estado de suplir la falta de remesas que habrá
extrañado tanto la Metrópoli a vista de las que
Montevideo se proporcionó por este único medio.
Si
pudieran conseguirse estos importantes objetos por otros medios,
deberían preferirse. Pero, ¿cuáles son
los que pueden restablecer la real hacienda de su actual aniquilación?
Hace más de dos años que el primer asunto de este
Gobierno ha sido combinar arbitrios que reparen la quiebra del
erario, pero todas las especulaciones no han producido sino
funestos desengaños; el apoderado del Consulado de Cádiz
reúne todos los proyectos tantas veces despreciados,
añadiendo algunos que provocan a risa por su ridiculez;
y aunque el orden que he adoptado reserva el examen de estos
arbitrios a la tercera parte de esta representación,
tocaré ahora el que principalmente se propone para facilitar
a V. E. los fondos de que tanto necesita el real erario.
Se
dice generalmente que un empréstito bajo las seguridades
que están a disposición del Gobierno, sería
capaz de remediar los presentes apuros; pero V. E. puede estar
seguro de que jamás encontrará esos socorros que
se figuran tan asequibles y que a su consecución se seguirían
consecuencias tan perniciosas, que quedaría arrepentido
de haberlos encontrado. Todas las naciones, en los apuros de
sus rentas, han probado el arbitrio de los empréstitos,
y todas han conocido a su propia costa, que es un recurso miserable
con que se consuman los males que se intentaban remediar. Esto
es consiguiente a su propia naturaleza, pues debiendo satisfacerse
con las primeras entradas, o se sufrirá entonces un doble
déficit, o faltarán prestamistas por el descrédito
de los fondos sujetos a la satisfacción.
Aun
siendo tan viciosa su calidad, podrían adoptarse por
la gravedad de las urgencias que afligen al erario; pero, ¿acaso
ha creído V. E. que encontrará empréstitos
suficientes si llegase a pedirlos? Esos hombres, que prefieren
todo género de sacrificios al benéfico comercio
que se medita, se manifestarán insensibles a las consideraciones
que ahora tanto realzan, cuando se les pida la prueba de su
celo en una subscripción; el egoísmo que ahora
los hace prorrumpir en tantos clamores, producirá entonces
un profundo silencio, y V. E. se desengañará,
aunque tarde, que sus verdaderas ideas son que siga el contrabando,
que el erario continúe aniquilado, que los hacendados
perezcan en la miseria, y que el gobierno obre milagros para
que ellos disfruten tranquilamente las ganancias de un giro
clandestino.
¡Pluguiese
al cielo que fuesen vanos estos temores o que aquí parasen
los males consiguientes al miserable recurso de los empréstitos!
Pero ellos van muy adelante: guárdese V. E. de creer
que con este medio puede salir de los apuros que lo afligen
y guárdese mucho más de apurar los esfuerzos de
su celo hasta conseguir empréstitos que socorran las
urgencias del día. Engreídos los prestamistas
por haber salvado al Gobierno de tan peligrosa situación,
se contendrán difícilmente en los límites
de una situación respetuosa; la obligación en
que contempla al jefe, los alentará a injustas pretensiones
y la más leve repulsa producirá quejosos y descontentos
que acusen de ingratitud y pretendan castigar con el cobro de
sus créditos y negación de nuevos auxilios, la
poca consideración con unos hombres que salvan el Estado
con sus caudales.
La elevada autoridad de V. E. no ha de mendigar de sus súbditos
los medios de sostenerse: éstos deben depender de ella
sin que ella dependa de nadie, y si la conservación del
estado ha de vincularse a los voluntarios préstamos de
comerciantes poderosos, lloraremos las resultas de un gobierno
débil, pues no puede haber energía con acreedores
de que se necesita. Ya el antecesor de V. E. sufrió el
siguiente reproche: "pues siendo el Cabildo quien sufraga
los fondos al erario, es justo que tome conocimiento de la inversión
a que se destinan". No permita el cielo se exponga V. E.
a semejante reconvención; pero siendo indispensable dar
parte en la autoridad a los que la toman en los medios de sostenerla,
deberíamos temer las más tristes resultas, si
no se arbitrase otro medio de sostener el Estado que los empréstitos
de una voluntaria erogación.
Los
apuros se remediarán con dignidad cuando la libertad
del comercio abra las fuentes inagotables del rápido
círculo que tendrán entonces las importaciones
y respectivos retornos; libre V. E. de las urgencias que ahora
lo afligen y ligan, desplegará en toda su extensión
las benéficas ideas que harán memorable su gobierno;
la Metrópoli recibirá cuantiosos socorros y el
país será feliz, contando con recursos efectivos
que aseguren interior y exteriormente su tranquilidad. ¿Qué
puede detener a V. E. para una resolución tan magnánima?
La necesidad es notoria, es urgente y no da tregua; este arbitrio
es el único que puede remediarla; dos años de
continuas especulaciones deben convencer a V. E. la insuficiencia
de los otros medios; es preciso, pues, que las consideraciones
más respetables se sacrifiquen a la salvación
de la patria.
Guárdese la tierra para el emperador mi señor
y gobiérnela el diablo. Esta fue la última instrucción
con que el Supremo Consejo regló los poderes del licenciado
Gasca, cuando pasó a la América a calmar las violentas
convulsiones que anunciaban su ruina. La España, entonces
opulenta, rica, gobernada por un rey poderoso, que era el terror
de sus enemigos, confiaba a aquella prudente máxima la
conservación de unas posesiones que circunstancias desgraciadas
hacían peligrar; el que conozca las urgencias y riesgos
consiguientes a la aniquilación del erario, sabrá
graduar la gran necesidad que obliga a sacrificarlo todo para
que se guarde la tierra, y aplicando aquella notable máxima
a las circunstancias del día, respetará como legítimos
cuantos medios puedan contribuir a nuestra conservación.
Demostrada la necesidad de proporcionar ingresos al erario,
estrechado V. E. por los más urgentes apuros a hacer
uso de las altas facultades de su autoridad, podría haber
impuesto gravosas exacciones, obligándonos a cubrir los
gastos que se impenden en nuestra conservación y beneficio.
Esta conducta que es el común asilo de príncipes
inertes o malignos, formaría quizá un acopio de
fondos capaz de subvenir a las urgencias del día; pero
no pudiendo ejecutarse las nuevas imposiciones sino a costa
de sacrificios insoportables, sufrirían los contribuyentes
males mayores que los que se intentaban evitar, y la bondad
de V. E. padecería el sensible contraste de imponer grandes
contribuciones a un pueblo a quien por otra parte se privaba
de medios proporcionales a su erogación.
Gracias
a Dios que no vivimos en aquellos obscuros siglos, en que separados
los intereses del vasallo de los del soberano, se reputaba verdadera
opulencia el acopio de tesoros que dejaban a los pueblos en
la miseria. Entonces se vio al emperador Honomiaco terciar la
Calabria y la Sicilia para exigir el tributo Cefalesión;
a Nicéforo hacer escrutinio de las haciendas de sus súbditos
para imponer las dos Sicilias; a Darío exigir tributo
de las aguas, y a Miguel Paflago cobrarlo hasta del aire que
respiraban sus vasallos. Si lo fuéramos de Vespasiano,
sufriríamos el tributo crisalgirio; si de Domiciano,
satisfarían las mercaderías el oro lustral; ;
si de Alejandro Severo, pagaríamos tributo por cada cabeza
de ganado mayor y menor; y si de Augusto, veríamos cobrar
derecho hasta de los soldados muertos. Vivimos por fortuna bajo
un príncipe benigno, nacido en tiempos ilustrados y formado
por leyes suaves, que no permiten calcular el aumento de fondos
públicos sino sobre el de las fortunas y bienes de los
particulares.
Dirigido
V. E. por tan luminosos principios, apenas se posesionó
del mando superior de estas provincias, cuando suprimió
los nuevos impuestos que con nombre de contribución patriótica
se habían establecido. Fue una pobreza de ideas autorizar
aquellos gravámenes sobre los comestibles y demás
subsistencias del pueblo, cuando el estado actual del comercio
y circunstancia de la Nación presentaban ventajosas proporciones
de enriquecer el erario, formando al mismo tiempo la opulencia
de la Provincia. V. E. no pudo ser insensible a la razón
de conveniencia pública, que se presentaba íntimamente
unida a la causa del Rey; trató de fundar el aumento
de los derechos reales sobre el aumento de los bienes que deben
contribuirlos, y en el empeño de conciliar las ventajas
del país con las de la real hacienda, ¿qué
arbitrio más conveniente se pudo imaginar que abrir las
puertas a los efectos de que carecemos, fomentando la exportación
de los frutos que nos sobran y se hallan estancados?
Hay
verdades tan evidentes, que se injuria a la razón con
pretender demostrarlas. Tal es la proposición de que
conviene al país la importación franca de efectos
que no produce ni tiene, y la exportación de los frutos
que abundan hasta perderse por falta de salida. En vano el interés
individual opuesto muchas veces al bien común, clamará
contra un sistema de que teme perjuicios; en vano disfrazará
los motivos de su oposición, prestándose nombres
contrarios a las intenciones que lo animan: la fuerza del convencimiento
brillará contra todos los sofismas, y consultados los
hombres que han reglado por la superioridad de sus luces el
fruto de largas experiencias, responderán contestes que
nada es más conveniente a la felicidad de un país,
que facilitar la introducción de los efectos que no tiene
y la exportación de los artefactos y frutos que produce.
Elevadas hoy día a un mismo grado las necesidades naturales
y ficticias de los hombres, es un deber del gobierno proporcionarles
por medios fáciles y ventajosos su satisfacción:
ellos la buscarán a costa de otros sacrificios, y siendo
igual al interés de su compra el de una venta que la
escasez hace subir a precios exorbitantes, el pueblo que carece
de aquellos precisos renglones sufrirá sacrificios intolerables
por la pequeña parte que pueda conseguir. Solamente la
libertad de las introducciones podrá redimirlo de esta
continuada privación, pues asegurada entonces la abundancia,
tiene proporción de elegir con arreglo a sus necesidades
y recursos, sin exponerse a los sacrificios que impone el monopolio
en tiempo de escaseces.
Los
que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para
el país, ignoran seguramente los primeros principios
de la economía de los estados. Nada es más ventajoso
para una provincia que la suma abundancia de los efectos que
ella no produce, pues envilecidos entonces bajan de precio,
resultando una baratura útil al consumidor y que solamente
puede perjudicar a los introductores. Que una excesiva introducción
de paños ingleses hiciese abundar este renglón,
a términos de no poderse consumir en mucho tiempo, ¿qué
resultaría de aquí? El comercio buscaría
el equilibrio de la circulación por otros ramos, envilecido
el género no podría venderse sino a precios muy
bajos, detenido el introductor lo sacrificaría para reparar
con nuevas especulaciones el error de la primera, y el consumidor
compraría entonces por tres pesos lo que ahora compra
por ocho. Fijando los términos de la cuestión
por el resultado que necesariamente debe tener, ¿podría
nadie dudar que sea conveniente al país, que sus habitantes
compren por tres pesos un paño que antes valía
ocho, o que se hagan dos pares de calzones con el dinero que
antes costaba un solo par?
A
la conveniencia de introducir efectos extranjeros acompaña
en igual grado la que recibirá el país por la
exportación de sus frutos. Por fortuna, los que produce
esta provincia son todos estimables, de segura extracción,
y los más de ellos en el día de absoluta necesidad.
¡Con qué rapidez no se fomentaría nuestra
agricultura, si abiertas las puertas a todos los frutos exportables,
contase el labrador con la seguridad de una venta lucrativa!
Los que ahora emprenden tímidamente una labranza por
la incertidumbre de las ventas, trabajarán entonces con
el tesón que inspira la certeza de la ganancia, y conservada
siempre la estimación del fruto por el vacío que
deja su exportación, se afirmarían sobre cálculos
fundados labranzas costosas, que a un mismo tiempo produjesen
la riqueza de los cultivadores y cuantiosos ingresos al real
erario.
Estas campañas producen anualmente un millón de
cueros, sin las demás pieles, granos y sebo, que son
tan apreciables al comerciante extranjero: llenas todas nuestras
barracas, sin oportunidad para una activa exportación,
ha resultado un residuo ingente, que ocupando los capitales
de nuestros comerciantes les imposibilita o retrae de nuevas
compras, y no pudiendo éstas fijarse en un buen precio
para el hacendado que vende, si no es a medida que la continuada
exportación hace escasear el fruto, o aumenta el número
de los concurrentes que lo compran, decae precisamente al lastimoso
estado en que hoy se halla, desfalleciendo el agricultor hasta
abandonar un trabajo que no le indemniza los afanes y gastos
que le cuesta.
A
la libertad de exportar sucederá un giro rápido,
que, poniendo en movimiento los frutos estancados, hará
entrar en valor los nuevos productos y aumentándose las
labores por las ventajosas ganancias que la concurrencia de
extractores debe proporcionar, florecerá la agricultura
y resaltará la circulación consiguiente a la riqueza
del gremio que sostiene el giro principal y privativo de la
Provincia. ¿Quién no ha visto el nuevo vigor que
toma la labranza cuando después de larga guerra sucede
una paz que facilita la exportación, impedida antes por
el temor del enemigo? Solamente el nuevo plan nos hará
gustar estos felices momentos que la paz con la Gran Bretaña
no nos proporcionó por las tristes ocurrencias que desde
entonces han afligido y arruinado el comercio de nuestra Metrópoli.
La
multitud de ideas que ofrece la materia no permite producirlas
con la rapidez que se agolpan; todo se ha de tocar en su lugar
respectivo; pero ahora solamente trato de fijar la opinión
de que la libertad en las exportaciones de los frutos del país
es conveniente a la Provincia. Las ciencias tienen todas ciertos
principios que siendo fruto de una dilatada serie de experiencias
y conocimientos, se reconocen superiores a toda discusión
y sirven de regla para derivar otras verdades por una aplicación
oportuna; tal es en la economía política la gran
máxima de que un país productivo no será
rico mientras no se fomente por todos los caminos posibles la
extracción de sus producciones y que esta riqueza nunca
será sólida mientras no se forme de los sobrantes
que resulten por la baratura nacida de la abundante importación
de las mercaderías que no tiene y le son necesarias.
Consúltense
los economistas que escribieron con conocimiento del origen
y progreso de los estados políticos, y todos los cálculos
se reconocerán derivados de aquel principio, recórrase
la historia de aquellos pueblos comerciantes que llegaron a
equilibrar con su opulencia la fuerza real de las naciones guerreras,
y las vastas especulaciones de que nace su riqueza no se encontrarán
apoyadas sobre otra base que el fácil expendio de sus
producciones y el sobrante que éstas dejan sobre el valor
de los efectos extranjeros que les son necesarios; convirtámonos
a nosotros mismos, y aunque nuestro comercio no se ha reglado
hasta ahora por las inteligentes combinaciones que forman la
profesión y ciencia de los comerciantes ilustrados, tal
es la fuerza de las primeras verdades que pugnando por sí
mismas contra los ataques de la ignorancia, las encontraremos
triunfantes y produciendo por la virtud misma de las cosas una
demostración que en otras partes fue fruto de las profundas
meditaciones de sabios economistas.
Cortada
casi del todo nuestra correspondencia con la Metrópoli
en la última guerra, no hemos podido recibir las remesas
necesarias para el consumo de la Provincia; estancados todos
los frutos y producciones del país, por imposibilidad
de su exportación, ha debido llegar el caso de que excediendo
su número todos los fondos que pudieran invertirse en
sus acopios, ni se encontrasen los renglones de absoluta necesidad
que deben entrar de fuera, ni se presentase comprador para los
frutos que en el sistema actual produce el país anualmente.
Este debió ser el indispensable resultado de una guerra
funesta contra una nación poderosa, que, dueña
de los mares, pudo interceptar toda comunicación con
la Metrópoli, que únicamente puede introducir
y extraer en estas provincias; sin embargo, los frutos, aunque
abatidos, han sostenido la existencia de los cultivadores, algunos
de ellos han subido a un precio desconocido en anteriores tiempos,
y los géneros de una importación proscripta, a
pesar de mil embarazos y trabas, han llegado a una baratura
de que no tenemos ejemplo.
¿Por qué principios han abundado géneros
de una importación interceptada y se han vendido con
aprecio frutos que no pueden valer sino mediante una extracción
que ha estado prohibida? El interés, que puede más
que el celo y que burla fácilmente la vigilancia del
Gobierno, abrió puertas ocultas por donde han entrado
todos los socorros; el contrabando subrogó el lugar del
antiguo comercio y la circulación del país ha
rodado sobre las especulaciones de un giro clandestino. "En
este caso, dice Filangieri, la exclusiva será inútil
para los negociantes de la Metrópoli; pero no dejará
de arruinar las colonias, pues el comercio clandestino solamente
es útil a pocos contrabandistas codiciosos y atrevidos,
que con el socorro del monopolio despojan al mismo tiempo la
patria y las colonias".
Así
se explica un filósofo que, meditando en la calma de
las pasiones los principios y costumbres de los estados, se
ha engañado raras veces cuando predijo sus destinos;
dedúzcase ahora la miseria de nuestra situación
al verla pendiente de los medios más propios para arruinarla;
o más bien medítense los bienes que deberemos
esperar, si por inteligentes combinaciones se corrigen unos
defectos tan ruinosos.
Tenemos otro ejemplo no menos reciente y que confirma más
esta demostración. Ocupada la plaza de Montevideo por
las armas inglesas, se abrió franca puerta a las introducciones
de aquella nación y exportaciones del país conquistado:
la campaña gemía en las agitaciones y sobresaltos
consiguientes a toda conquista; sin embargo, la benéfica
influencia del comercio se hizo sentir entre los horrores de
la guerra, y los estruendos del cañón enemigo
fueron precursores, no tanto de un yugo que la energía
de nuestras gentes logró romper fácilmente, cuanto
de la general abundancia, que, derramada por aquellos campos,
hizo gustar a nuestros labradores comodidades de que no tenían
idea. El inmenso cúmulo de frutos acopiados en aquella
ciudad y su campaña fue extraído enteramente;
las ventas se practicaron en precios ventajosos, los géneros
se compraron por ínfimos valores, y el campestre se vistió
de telas que nunca había conocido, después de
haber vendido con estimación cueros que siempre vio tirar,
como inútiles, a sus abuelos.
V.
E. ha transitado felizmente una gran parte de aquella campaña,
ha palpado las comodidades que disfrutan sus cultivadores; era
necesario que hubiese igualmente honrado nuestros campos, para
que la comparación de sus habitantes excitase la compasión
debida a sus miserias. Aquellos bienes son residuos de la época
favorable en que pudieron aprovechar la benigna influencia de
un libre comercio: ¿cómo se podrá borrar
en mis representados la idea de conveniencia pública
cuando reclaman iguales ventajas? Confúndanse ante la
respetable presencia de V. E. los agentes de la contradicción,
que estoy desvaneciendo, cuando por estas demostraciones queden
convencidos de que no tienen otro objeto sus tenaces empeños
que ligar las manos de un jefe benigno, para que no derramen
entre los habitantes del país unos bienes que algún
día les hicieron probar sus propios enemigos.
Esta razón de conveniencia pública adquiere nueva
fuerza por estar íntimamente unida al restablecimiento
del erario. V. E. ha palpado una nueva demostración de
esta verdad, que influye no poco para ejecutar el arbitrio propuesto
con total desprecio de los vanos clamores de los descontentos.
Rota la unidad entre esta capital y Montevideo, por el establecimiento
de su junta, se contaba arruinada aquella plaza por la suspensión
de las remesas necesarias para sostenerla; la ruina habría
sido inevitable, y quizá se contó ésta
entre los principales medios para reducirla; sin embargo la
necesidad hizo adoptar el arbitrio de admitir la introducción
y exportación que el sistema ordinario proscribe, siendo
su resultado el ingreso de más de setecientos mil pesos
con que enriquecieron el erario real veinte negociaciones que
fueron admitidas.
V.
E. tuvo la satisfacción de encontrar aquel pueblo en
un estado admirable. Considerables auxilios remitidos a la Metrópoli,
las tropas pagadas hasta el día corriente, las atenciones
del gobierno satisfechas enteramente, y las arcas reales con
el crecido residuo de trescientos sesenta mil pesos. ¡Cuán
distinta era la situación de la capital! El erario sin
fondos algunos, empeñado en cantidades que por un orden
regular nunca podrá satisfacer, las tropas sin pagarse
en más de cinco meses, los ingresos enteramente aniquilados,
y la Metrópoli sin haber recibido el menor socorro. Esta
sencilla comparación que habría apurado la aflicción
de V. E. más de una vez, basta para fijar sin riesgo
alguno que la admisión de negociaciones inglesas es útil
al país; y que penden de ella en igual grado la conveniencia
pública que la de la real hacienda.
No sería tan penosa la tarea que me he propuesto si combatiese
hombres ilustrados que, discurriendo bajo cierto orden de principios
generalmente admitidos, excusan una exposición prolija
de verdades que se manifiestan por sí mismas; pero la
conveniencia pública se ve atacada por rivales que desconocen
hasta las reglas más sencillas, llegando al extremo de
no creer conveniente el arbitrio indicado, por no ser conforme
al sistema ordinario de nuestro comercio. La franqueza del comercio
de América no ha sido proscripta como un verdadero mal,
sino que ha sido ordenada como un sacrificio que exigía
la Metrópoli de sus colonias; es bien sabida la historia
de los sucesos que progresivamente fueron radicando este comercio
exclusivo, que al fin degeneró en un verdadero monopolio
de los comerciantes de Cádiz.
Los hombres ilustrados clamaron contra un establecimiento tan
débil, tan ruinoso, tan mal calculado; pero los males
inveterados no se curan de un golpe, pequeñas reformas
iban preparando un sistema fundado sobre firmes principios,
cuando los últimos extraordinarios sucesos variaron el
ser político de España, destruyendo por golpes
imprevistos todos los pretextos que sostenían las leyes
prohibitivas. Este nuevo orden de cosas, que la Metrópoli
ha proclamado como feliz origen de una regeneración que
obrará la prosperidad nacional, ha trastornado los antiguos
motivos del sistema prohibitivo; y descubierta en toda su extensión
la conveniencia que resulta al país de un libre comercio,
las miras políticas que procuraron unir el bien general
al remedio de necesidades urgentísimas, se convierten
en un deber de justicia de que el primer magistrado no puede
prescindir.
Sí,
Señor, la justicia pide en el día que gocemos
un comercio igual al de los demás pueblos que forman
la monarquía española que integramos. "Esta
deidad, dice el filósofo antes citado, que por desgracia
de los humanos, rara vez influye en las especulaciones de las
rentas, la justicia que siempre se une a los verdaderos intereses
de las naciones y de los pueblos, que al que consulta sus oráculos
le presenta las reglas y los medios para levantar la felicidad
de los hombres de los estados, no sobre las vacilantes ruedas
de los intereses privados, sí sobre los fundamentos eternos
del bien común; la justicia, digo, no puede ver sin horror
un atentado tan manifiesto contra los más sagrados derechos
de la propiedad y libertad del hombre y del ciudadano, un atentado
prescripto, autorizado y legitimado por la pública autoridad".
Las colonias sujetas al comercio exclusivo de su Metrópoli,
son el digno objeto de esta enérgica declamación:
nosotros tenemos más fuertes derechos, que elevan a un
alto grado la justicia con que reclamamos un bien que aún
en el estado colonial no puede privarse sin escándalo.
Desde
que la pérfida ambición de la Francia causó
en España violentas convulsiones, terminadas a sacudir
el yugo opresor que la degradaba, el noble genio de nuestra
nación empezó a desplegar planes benéficos,
ideas generosas, que hicieron presentir la prosperidad a que
su situación la destina en medio de los males que atacaban
tan poderosamente su existencia. Uno de los rasgos más
justos, más magnánimos, más políticos,
fue la declaración de que las Américas no eran
una colonia o factoría como las de otras naciones, que
ellas formaban una parte esencial e integrante de la monarquía
española y en consecuencia de este nuevo ser, como también
en justa correspondencia de la heroica lealtad y patriotismo
que habían acreditado a la España en los críticos
apuros que la rodeaban, se llamaron estos dominios a tener parte
en la representación nacional, dándoseles voz
y voto en el gobierno del reino.
Esta
solemne proclamación, que formará la época
más brillante para la América, no ha sido una
vana ceremonia que burle la esperanza de los pueblos, reduciéndolos
al estéril placer de dictados pomposos, pero compatibles
con su infelicidad. La nación española, que nunca
se presenta más grande que en los apurados males que
ahora la han afligido, procedió con la honradez y veracidad
que la caracterizan, cuando declaró una perfecta igualdad
entre las provincias europeas y americanas; sostuvo los derechos
más sagrados cuando destruyó los principios que
pudieran conservar reliquias de depresión en pueblos
tan recomendables; premio con la magnificencia de una nación
grande la fidelidad y estrecha unión, que tan brillantemente
habían acreditado; y obró con la prudencia y políticas
propias de un reino ilustrado, que en el abatimiento y destrozo
a que lo habían reducido sus enemigos, no podía
considerarse en orden a su fuerza real sino como un accesorio
de aquella gran parte que elevaba a la apetecida dignidad de
formar un solo cuerpo.
Confirmada por tan extraña ocurrencia una prerrogativa
que, según las leyes fundamentales de las Indias, nunca
debió desconocerse, ¿por qué títulos
se nos podía privar de unos beneficios que gozan indistintamente
otros vasallos de la monarquía española, que no
son más que nosotros? El vocal que sostenga en la Junta
Central nuestra representación, no contará distintos
privilegios de los que adornan al representante de Asturias,
o cualquiera otra provincia europea de las que se mantienen
libres del enemigo; esta identidad debe transmitirse precisamente
a los representados, y de este principio derivamos un título
de rigurosa justicia, para esperar de V. E. lo que no podría
negarse al último pueblo de España. Lejos de nosotros
aquellas mezquinas ideas que tanto tiempo sofocaron nuestra
felicidad: manda V. E. un gran pueblo que en nada cede al que
sirvió de teatro a las distinguidas cualidades que garantieron
a la Suprema Junta la tranquilidad y buen orden de estas vastas
regiones; obre, pues, la justicia en todo su vigor para que
empiecen a brillar los bienes que la naturaleza misma nos franquea
pródigamente.
El
primer deber de un magistrado es fomentar por todos los medios
posibles la pública felicidad. "Entonces, dice un
sabio español, los pueblos, como los individuos, bendicen
la mano que los hace felices, y es indudable que el amor de
los vasallos es la base más sólida del trono.
De esta reciprocidad de intereses debe resultar el esmero de
parte de los que gobiernan en fomentar la prosperidad general:
su poder se consolidará por la gratitud pública
y las naciones cogerán el fruto de su cuidado y vigilancia".
Si la riqueza de estas provincias estuviese cifrada a los contingentes
cálculos de un giro complicado, sería preciso
una detenida reserva para no trastornar la gran cadena por la
dislocación de alguno de sus muelles, pero los caminos
de nuestra felicidad están cifrados por la misma naturaleza:
ésta nos ha destinado al cultivo de sus fértiles
campañas, y nos ha negado toda riqueza que no se adquiera
por este preciso canal. Si V. E. desea obrar nuestro bien es
muy sencilla la ruta que conduce a él; la razón
y el célebre Adam Smith, que según el sabio español
que antes cité, es sin disputa el apóstol de la
economía política, hacen ver que los gobiernos
en las providencias dirigidas al bien general, deben limitarse
a remover los obstáculos: éste es el eje principal
sobre que el señor Jovellanos fundó el luminoso
edificio de su discurso económico sobre la ley agraria,
y los principios de estos grandes hombres nunca serán
desmentidos; rómpase las cadenas de nuestro giro, y póngase
franca la carrera, que entonces el interés que sabe más
que el celo, producirá una circulación que haga
florecer la agricultura, de que únicamente debe esperarse
nuestra prosperidad.
Nuestra
Corte ha dado repetidas pruebas de hallarse convencida que no
podemos ser felices sino por medio de la agricultura; y frecuentemente
ha incitado el celo de nuestros magistrados para que protejan
y fomenten un bien tan importante. En real orden de 27 de mayo
de 1797 se previene que toda compra de buque extranjero para
el comercio de negros, bien se verifique en el país del
vendedor o en el del comprador, sea absolutamente libre de derechos,
dándose por fundamento de esta disposición y de
otras muchas expedidas sobre la materia, "facilitar, por
los medios posibles y aun a costa de sacrificios, la introducción
de brazos en este virreinato, como que sin ellos no es posible
que la agricultura salga del estado de languidez en que se halla".
Reconocida por esta real orden la importancia de nuestra agricultura,
confesada su decadencia, y encargado el Gobierno que no repare
en sacrificios para su fomento, no podrían repelerse
sin injusticia las reverentes reclamaciones con que mis representados
piden a V. E. se ponga fin a un sistema destructor, empezándose
provisoriamente un plan cuya consolidación y firmeza
debe esperarse de la Suprema Junta Gubernativa del Reino.
El gobierno soberano de la Nación ha estado siempre convencido
de la justicia con que nuestra decadente agricultura exigía
fomento; e igualmente ha conocido el partido de oposición
que los mercaderes han sostenido contra nuestros labradores,
por aquel miserable egoísmo que mira con indiferencia
la ruina de una provincia, como espere de ella el más
pequeño lucro. Este concepto se manifiesta en la real
orden de 6 de junio de 1796, que dice lo siguiente: "En
consecuencia quiere S. M. que se cumplan las mencionadas órdenes,
sin eludirlas ni tergiversarlas con ningún pretexto,
respecto a que ni la agricultura ni la cría de ganados
pueden prosperar, si se impide la entrada de los negros bozales,
que son precisos para trabajarla y cuidar los hatos, según
tiene acreditada la experiencia y han expuesto los hacendados
en varias representaciones que se han tenido a la vista antes
de comunicar dichas órdenes, como también las
que ha dictado el empeño de algunos comerciantes oponiéndose
a la extracción de los cueros, anteponiendo el interés
particular al del Reino, que necesita se proteja por todos los
medios posibles la introducción de brazos capaces de
hacer florecer la agricultura tan deteriorada por esta causa".
Gime
la humanidad con la esclavitud de unos hombres que la naturaleza
creó iguales a sus propios amos, fulmina sus rayos la
filosofía contra un establecimiento que da por tierra
con los derechos más sagrados; la religión se
estremece y otorga forzada su tolerancia sobre un comercio que
nunca pudo arrancar su aprobación; sin embargo, reyes
religiosos, ministros humanos y filósofos encargan la
multiplicación de nuestros esclavos, por el único
fin de fomentar una agricultura que se halla tan decaída.
Se necesita causa muy justa, para que príncipes piadosos
la promuevan por medios tan violentos; y si es justo fomentar
la agricultura por todos los arbitrios posibles y aun a costa
de sacrificios, según se explican las anteriores órdenes,
es justo facilitar el expendio de los frutos que únicamente
puede producir aquel fomento, sin detenerse en adoptar los nuevos
caminos, que hace indispensables la absoluta imposibilidad de
los antiguos.
¿A qué fin tanto empeño en el aumento de
brazos para fomentar la agricultura, si los frutos de ésta
han de quedar perdidos por privárseles el expendio que
innumerables concurrentes solicitan?
Que
ocurrencias inevitables impidiesen al comercio de España,
el consumo de nuestros frutos a que dentro de algún tiempo
podría dar salida; que una interceptación temporal
estancase nuestras producciones, que una numerosa marina mercante
extraería fácilmente apenas cesase aquel impedimento;
sufriríamos entonces una estagnación que aunque
gravosa no podía ser duradera, y este sacrificio transitorio
se consagraría al enlace de relaciones por donde se comunican
los bienes y males del cuerpo político. Trescientos años
de uniforme conducta en esta materia presentan una prueba decisiva
de que nuestras pretensiones jamás terminarían
a eludir la parte que nos toca en los males de la Nación;
pero si ésta no tiene hoy día en sí misma
recursos suficientes para sostener aquel importante ramo de
que depende nuestra subsistencia, ¿será justo
que abandonemos ésta o que vinculemos nuestra conservación
a unos principios que no pueden producirla?
Si el amor a los intereses de la Metrópoli fuese el verdadero
estímulo de mis opositores, excusarían una discusión
de que no pueden esperar efectos favorables, y que sólo
sirve para excitar recuerdos lastimosos e insoportables a la
sensibilidad de todo buen español. Inundada nuestra Metrópoli
por unos enemigos poderosos y sanguinarios, ve concentrada su
independencia en un corto número de provincias, que más
sirven de teatro al heroísmo, que de centro a las extensas
relaciones de un comercio ultramarino. ¿Dónde
consumirá España los inmensos frutos que claman
por una pronta exportación? ¿Con qué marina
podrá extender a países extranjeros un giro que
no puede consumar en sí sola? ¿No hemos visto
que la libertad de los mares en nada ha variado la antigua interrupción?
¿No vemos interrumpidos hasta los correos marítimos,
y suspensa la circulación que el interés agitaría,
si fuesen posibles los medios de ejecutarla?
Corramos, Señor, un velo a meditaciones que anegan el
corazón en amargura, reduzcámonos a nuestra cuestión,
y fijándonos en los precisos términos con que
debe proponerse, preguntemos a los enemigos del benéfico
sistema: ¿será justo que se envilezcan y pierdan
nuestros preciosos frutos, porque los desgraciados pueblos de
España no pueden consumirlos? ¿Será justo
que las abundantes producciones del país permanezcan
estancadas porque nuestra aniquilada marina no puede exportarlas?
¿Será justo que aumentemos las aflicciones de
nuestra Metrópoli con las noticias de nuestra situación
arriesgada y vacilante, cuando se nos brinda con un arbitrio
capaz de consolidar sobre bases firmes nuestra seguridad? ¿Será
justo que presentándose en nuestros puertos esa nación
amiga y generosa, ofreciéndonos baratas mercaderías
que necesitamos y la España no nos puede proveer, resistamos
la propuesta, reservando su beneficio para cuatro mercaderes
atrevidos que lo usurpan por un giro clandestino? ¿Será
justo que rogándosenos por los frutos estancados que
ya no puede el país soportar, se decrete su ruina, jurando
en ella la del erario y la de la sociedad? Los ilustrados comerciantes
ingleses, que tan atentamente nos observan, fijarían
en Europa un general concepto de nuestra barbarie, si aquellas
reconvenciones no tuviesen otro resultado que el convencimiento
de hombres impenitentes en sus errores; pero yo me lisonjeo
que ellas servirán de freno a los descontentos, y decidirán
la superioridad al plan benéfico que la necesidad y conveniencia
pública habían preparado.
Para
corroborar este concepto, séame lícito trascribir
el ejemplo con que un español (de quien la posteridad
se acordará siempre con respeto) trató de convencer
lo injusto, mal calculado, y contrario a sus propios fines del
sistema prohibitivo que estoy analizando. "Supongamos que
el lugar de Vallecas pertenece a un país extranjero;
que abundan en él pan, carne, tocinos y otros artículos
de primera necesidad, y que el soberano de aquel territorio
convida a los habitantes de Madrid (que no pueden lograrlos
de ninguna otra parte en muchas leguas a la redonda) a que se
provean de aquel abundante mercado. Supongamos igualmente que
en estas circunstancias los comerciantes de Cádiz o Sevilla,
sorprendiendo la buena fe del gobierno con razones sofísticas,
consigan que los habitantes de Madrid, aunque estén amenazados
de hambre, y aunque tengan a su puerta abundancia de pan fresco,
no puedan tomar ni un solo pan, ni una libra de carne del mercado
inmediato bajo las penas más rigurosas, sino que sólo
ellos tengan el privilegio de comprar este pan y provisiones
de Vallecas, llevarlo a Cádiz y Sevilla, y desde allí
introducirlo en Madrid y venderlo a sus habitantes. Pregunto
ahora, ¿cómo llevarían esta disposición
los vecinos de Madrid? ¿Cómo la miraría
la Nación entera? ¿No la darían la justa
denominación, por lo menos, de perjudicial y mal calculada?
¿No representarían los vecinos que la escasez,
alto precio y mala calidad de provisiones originadas de aquel
sistema, al paso que los empobrecía con gran perjuicio
del Estado, impedía los progresos de la población?
¿Habría un ministerio que no abriese inmediatamente
los ojos sobre la injusta e inhumana ambición de los
comerciantes de Cádiz o Sevilla, que por la mezquina
ganancia que les daba su intervención, querrían
tener constantemente en la miseria un pueblo honrado y que tenía
por lo menos tanto derecho como ellos a la protección
del soberano?"
Los
ejemplos a que únicamente puede fiarse el convencimiento
de hombres que no poseen los principios científicos de
la materia, presentan a la vista un horrible cuadro que hace
palpar todo el mal que se afectaba desconocer: el autor del
anterior logró retratar fielmente la injusticia de que
los pueblos de América puedan ser provistos abundantemente
de los renglones más precisos, y se les cierre su introducción,
como ésta se verifique primeramente en Cádiz o
en algún otro puerto europeo; de la horrible impresión
que debe hacer un establecimiento tan duro y tan mal calculado,
creyó fácil su proscripción; y contemplando
ésta segura por la pintura que manifestaba el ejemplo
propuesto, exclamó contra los monopolistas: "No,
comerciantes de los puertos; semejantes abusos no pueden continuar:
Carlos IV es el padre de su pueblo; sus ministros son ilustrados
y celosos; en el instante que vean vuestro retrato, se acabó
el imperio del monopolio".
Se hablaba entonces de un comercio, que aunque débil
y lleno de trabas, podía en algún modo sostenerse;
se pretendía convencer la justicia de una libre entrada
de barcos neutrales a los puertos de América; y las necesidades
transitorias de una guerra se contemplaban un justo título
para trastornar el antiguo sistema de un monopolio, a que una
continuada tolerancia parecía haber quitado su intrínseca
deformidad. Nosotros pedimos menos con títulos más
fuertes, y en precaución de males cuya pintura presentaría
un retrato más terrible que el anteriormente copiado.
No tratamos de una absoluta proscripción del sistema
prohibitivo, sino que en la posibilidad de continuarlo, a que
está reducida nuestra Metrópoli, solicitamos provisoriamente
un remedio, que debemos esperar se consolide bajo principios
estables, apenas la Suprema Junta sea instruida de nuestra situación;
los males que lo motivan no están cifrados a una estagnación
eventual, a que la terminación de una guerra pueda proporcionar
ventajosas indemnizaciones; son males inherentes a nuestra conservación
y seguridad, dependientes del trastorno general de la Europa,
y a que el ojo previsor del político no descubre fin
alguno; claman los habitantes de la campaña porque no
se les sepulte en una miseria, que solamente debería
causar la presencia de un enemigo, que está por fortuna
muy distante; y en el conflicto de riesgos y de apuros manifestados
solamente por el mismo gobierno, se presenta el comerciante
inglés en nuestros puertos y nos dice: mi nación
emplea en el socorro de la vuestra gran parte de los tesoros
que le proporciona un comercio bien sostenido; yo os traigo
ahora las mercaderías de que sólo yo puedo proveeros;
vengo igualmente a buscar vuestros frutos, que sólo yo
puedo exportar; adimitid unas mercaderías que jamás
habréis comprado tan baratas; vendedme unos frutos que
nunca habrán tenido tanto precio; es justo un tráfico
recíprocamente provechoso a vosotros y a la nación
más íntimamente aliada de la vuestra; no desaprobará
vuestra Metrópoli esta innovación, porque públicamente
detesta las trabas con que su antiguo gobierno arruinó
su poder, y no se opondrán vuestros jefes, porque éste
es el único medio de asegurar unos pueblos, cuya conservación
amenaza los más inminentes peligros.
Se
asombrarían las gentes ilustradas; se avergonzarían
los mismos autores de la oposición, si a esta propuesta,
que es cabalmente la que se deriva de nuestras circunstancias,
se respondiese: las fábricas españolas que debían
proveernos están arruinadas, los puertos de que dependía
nuestro comercio están en gran parte tomados, no puede
nuestra Metrópoli remitirnos géneros que no tiene,
ni llevar nuestros frutos que no puede consumir, no tiene marina
mercante suficiente a subrogar a un comercio verdadero, la arriería
marítima o el débil giro de mera consignación:
son ciertos los peligros que nos amenazan, y los derechos de
la rápida circulación, que vosotros ofrecéis,
armarían al gobierno de una fuerza real capaz de garantirnos
de todo riesgo; ¡pero ah! ¿y el comercio de España?
No: es preciso adoptar todo género de sacrificios, y
perezca más bien la tierra que... ¡Bárbaro
lenguaje, que sólo una disculpable ignorancia puede libertar
de castigo! Sin embargo, esta es la substancia de las reclamaciones
que se oponen al nuevo arbitrio, y ella me autoriza para concluir
con igual reconvención a la del ejemplo que estoy analizando.
No, comerciantes de Buenos Aires; nuestro jefe es prudente,
es ilustrado, es justo; desea el beneficio de los pueblos, y
no puede ser insensible al lastimoso estado que le presentan;
las necesidades del erario extienden los límites ordinarios
de su autoridad; en el momento que entienda el espíritu
de vuestros clamores, desapareció vuestra influencia
y fuisteis a ocupar el lugar que las leyes fijaron a vuestra
profesión.
Si las riquezas no usurpasen lastimosamente el rango debido
a la virtud, no se atreverían los comerciantes a contradecir
un plan a que deberá su restauración la agricultura.
Todo nuevo sistema causa privaciones a los que habían
reglado por el antiguo sus cálculos y empresas: en la
necesidad de arrostrar sacrificios, la importancia de los gremios,
su dignidad, su influencia en la comunidad, son títulos
de rigurosa justicia que deciden la preferencia; ¿y cómo
podrán los mercaderes disputar a los labradores el eminente
lugar que ocupan en la sociedad? Puesto el Gobierno en la necesidad
de una operación que debe perjudicar a uno de estos dos
gremios, ¿deberá aplicarse el sacrificio al miserable
labrador que ha de hacer producir a la tierra nuestra subsistencia,
o al comerciante poderoso que el Gobierno y ciudadanos miran
como una sanguijuela del Estado?
La
España acaba de adoptar un papel público, en que
se trata de formar el juicio del pueblo por reglas derivadas
de la naturaleza; su título es, política popular
acomodada a las circunstancias del día, y se encuentra
en él la siguiente máxima: "¿Por qué
se inclina usted en favor del labrador? Porque recibiendo de
la tierra el sustento y lo que tiene, la estima en mucho más;
porque ocupado noche y día en servir a la tierra y no
a los hombres, es menos flexible por lo común; porque
acostumbrado a que la tierra le rinda en proporción a
la constancia y orden con que la cultiva, se hace por precisión
justo y severo y aborrece la arbitrariedad y el desorden. No
así los comerciantes: estudiando sin cesar los medios
de hacerse con dinero, y teniendo siempre a la vista sus intereses
particulares, se habitúan a sufrirlo todo, y a presenciar
tranquilamente la opresión y tiranía del mundo
entero, como sus intereses se aumenten o no padezcan".
Tales son los hombres cuya suerte se interesa en el presente
negocio; la justicia no puede abandonar aquellas personas que
la naturaleza misma enseñó a ser virtuosas y rectas;
los deseos de mis instituyentes son puros y sencillos como sus
corazones; no los agita el sórdido interés de
una especulación envuelta en crímenes, sino el
justo anhelo de hacer útil y estimable el fruto de la
tierra en que nacieron y que hicieron fecunda con sus sudores;
así, su causa es una misma con la de la Provincia, y
es un enemigo de la comunidad el que ataca unos derechos que
son trascendentales a ella. De aquí esa general conspiración
con que todos los hombres que desean el bien de la tierra, penden
en una expectación sin ejemplo de la resolución
que se tome sobre este negocio; V. E. ha empezado a ser el objeto
de sus bendiciones, porque ha puesto en movimiento los únicos
resortes que podrían labrar su felicidad.
No puede tolerarse la osadía con que el síndico
del Consulado se profiere, cuando en una de sus representaciones
a aquel tribunal dice, que es la plebe la que se interesa con
vivos deseos de que se ejecute el plan indicado; es ésta
una injuria sobre que los honrados labradores e incorporaciones
más distinguidas de esta ciudad deberían deducir
formal querella, si el conocimiento del injuriante no preparase
la disculpa de que ignoró lo que se decía: pero
si la sola cualidad de tener dinero, ha de ser disposición
para obtener ministerios que dan intervención en materias
que no se alcanzan, deberían por lo menos ser obligados
a la elección de mentores inteligentes, que evitasen
la profanación de negocios tan importantes con desahogos
que la mayor impericia no puede disculpar.
La
parte más útil de la sociedad, la más noble,
la más distinguida, eleva sus clamores a V. E. y aboga
por una causa de que penden la firmeza del Gobierno y el bien
de la tierra: este noble objeto está íntimamente
ligado a la prosperidad nacional y no puede ser funesto sino
a cuatro mercaderes que ven desaparecer la ganancia que esperaban
de clandestinas negociaciones. "El producto limpio de las
colonias europeas establecidas en América, dice el mismo
filósofo, podía ser muy considerable, y la porción
que podía separarse para las contribuciones podía
importar mucho y ser de un gran alivio para las respectivas
metrópolis, si las leyes hubieran procurado adelantar
su comercio y sacarlas de la miseria". Los verdaderos intereses
de la nación que las estableció, todas las esperanzas
relativas a sus colonias, están fundadas en la prosperidad
de éstas y en el aumento de sus riquezas. A sólo
este objeto deberían dirigirse todos los cuidados de
los legisladores europeos en el nuevo hemisferio. Esto supuesto,
¿quién no ve que si los colonos tuviesen libertad
de pedir al suelo todos los géneros que puede producir,
de proveerse de aquellos que le faltan de quien se los ofreciese
a menor precio; de vender y de comprar a cualquiera nación
y de aquella que más les acomodase; de satisfacer y acudir
con la misma libertad no solamente a las primeras necesidades
sino a las de puro lujo; quién no ve cuánto prosperarían
las colonias bajo estos auspicios; cuánto crecerían
su población, sus fuerzas y su comercio; cómo
esta libertad daría un nuevo valor al suelo que cultivan;
cómo se aumentaría la cantidad, el número
y el valor de sus producciones; ofreciendo de este modo el espectáculo
más agradable de la riqueza y de la felicidad de un país
sostenido por la agricultura, las artes y el comercio? La sola
supresión de esta exclusiva fatal bastaría tal
vez para hacer prosperar las colonias y por consiguiente la
Metrópoli.
Aparezcan, Señor, esos momentos felices que deben dar
principio a la prosperidad de esta provincia, muévanse
esos muelles poderosos que deben dar vida al erario y a la circulación
del comercio; ábranse las puertas que con general perjuicio
han estado cerradas hasta ahora; aprovéchense los tesoros
que la naturaleza nos franquea con tanta abundancia; y adquiera
la España con la opulencia de esta provincia, un grado
de fuerza que subrogue la pérdida de las que han sido
lastimosamente devastadas. Mi imaginación se transporta
engolfada en la multitud de bienes con que un activo giro debe
obrar nuestra felicidad: la tranquilidad será inseparable
de un pueblo laborioso, en que no tendrán entrada los
vicios, que solamente nacen con la molicie; el soplo vivificante
de la industria animará todas las semillas reproductivas
de la naturaleza; se facilitarán las culturas por las
creaciones del genio empeñado con nuevos atractivos,
innumerables barcos cubrirán nuestras radas, y sus continuados
retornos formarán un puente volante que aumente nuestra
comunicación con la Metrópoli; por mil canales
se derramarán entre nosotros las semillas de la población
y de la abundancia. Tal es la imagen del comercio; tal será
la nuestra cuando V. E. nos lo conceda. "Entonces, dice
el más fecundo genio de nuestro siglo, entonces es cuando
la divinidad contempla con placer sus criaturas y no encuentra
motivos que la hagan arrepentir de haber creado al hombre".
Entonces, añado yo, se anegará en ternura V. E.
al contemplar su obra y endulzado el ejercicio de un mando que
al principio se presentó tan amargo, fijará en
la gratitud de los pueblos un monumento indestructible, con
el glorioso renombre de padre de la patria.
Este proyecto es muy lisonjero para que deje de interesar a
V. E. en su ejecución; sus fundamentos son irresistibles,
y sólo en un jefe de distinto carácter al que
reconocemos en la respetable persona de V. E., no obrarían
imperiosamente: una necesidad urgentísima ha franqueado
las barreras y estorbos que pudieran oponerse; una notoria conveniencia
del país ha unido la causa o sus habitantes a la del
erario; una reclamación de rigurosa justicia hace servir
la alta autoridad de V. E. a los sentimientos benéficos
de su corazón. La causa se presenta tan firmemente sostenida,
que no se han atrevido a atacarla sus propios contrarios; no
se encuentra en todos sus escritos un solo raciocinio contra
la substancia del proyecto: todos sus esfuerzos quedan reducidos
a vanos temores, que afectan ser consiguientes al libre comercio,
de suerte que su conducta es idéntica a la de un ayo
ignorante, que quita de las manos de un niño una alhaja
preciosa, imprimiéndole falso temor de que le ha de hacer
daño.
Debiéramos
condenar al desprecio tan pueril oposición, pero el interés
de la causa exige un prolijo análisis de aquellos males,
y es un justo homenaje a las benéficas intenciones de
V. E. allanar todos los embarazos que maliciosamente se oponen
a su celo. Por fortuna, esos graves males que tanto se ponderan,
o son figurados, o son necesarios en todo sistema, derivándose
de esta calidad las miras políticas de tornarlos, cuanto
sea dables a nuestro beneficio. Yo voy a analizarlos uno a uno,
pero como su exposición dimana de diferentes personas,
es necesario recomendar previamente el concepto judicial que
ofrece la calidad de aquéllas por el influjo que este
conocimiento debe tener para apreciar el valor de sus declamaciones.
El
que se ha manifestado corifeo de la oposición es don
Miguel Agüero, apoderado (según él se denomina)
del Consulado de Cádiz. Un difuso papel de treinta fojas
es el resultado de la compilación de cuantas especies
vulgares han lastimado nuestros oídos en estos días,
y deduciendo de ellas la inadmisibilidad del remedio propuesto,
desciende a enumerar siete medios, con que cree llenar enteramente
los apuros y deseos de esta superioridad. Las leyes han prefijado
las acciones, que únicamente pueden legitimar la personería
con que se pretende intervención en los negocios, y reguladas
aquéllas por el interés individual o por una legal
representación de las personas que lo tengan, es necesario
instruir al magistrado de los fundamentos que hacen al demandante
parte legítima en el asunto sobre que desea ser oído.
Don Miguel Agüero no ha presentado a V. E. esos poderes
del Consulado de Cádiz, con que se cree autorizado para
avanzarse a los extremos que toca en su escrito, y esta manifestación
no solamente era indispensable para que se admitiesen sus reclamaciones,
sino también para fijar los límites de su representación
por los que hubiesen prescrito sus constituyentes. A la calificación
de estos poderes habría sucedido una seria repulsa de
la gestión que se pretendía fundar en ellos; porque,
¿cuál es el interés, cuáles los
derechos, cuáles los títulos con que puede intervenir
el Consulado de Cádiz en el arreglo de nuestra economía
interior, en la combinación de arbitrios que remedien
los urgentes apuros que afligen a V. E.? El puerto de Cádiz
no tiene con nosotros distintas relaciones que los demás
puertos de la Península; la generosa resolución
de un rey sabio cortó de raíz la feudalidad mercantil,
que una continuada serie de desgracias había afirmado;
todos los puertos de España quedaron igualmente habilitados
para el comercio de América, y no se descubrirá
un principio por donde el Consulado de Cádiz pretenda
una intervención que los demás comercios no reclaman.
Si se trata de establecer ventajas sobre nuestra ruina, basta
descubrir la intención para que se arme contra ella el
celo del Gobierno, no confirió el Soberano a V. E. la
alta dignidad de virrey de estas provincias para velar sobre
la suerte de los comerciantes de Cádiz, sino sobre la
nuestra; trabajen en la felicidad de aquéllos los encargados
de su gobierno, que la nuestra es obra del celo del jefe superior
a quien está encomendada nuestra seguridad. De este recíproco
contraste resulta el equilibrio y prosperidad nacional, contra
la que deben influir muy poco los clamores de un gremio que
ha sido siempre notado en la nación por sus tenaces contradicciones
a los nuevos sistemas que adoptó un gobierno ilustrado
para el bien general. Era un tirano monopolio el que los comerciantes
de Cádiz habían usurpado para ejercer el comercio
de América con exclusión de los demás pueblos
de España; trata el gobierno soberano de distribuir a
toda la nación las ventajas de un comercio, para el que
no tenía Cádiz preferentes derechos, y los clamores
de esta ciudad resuenan por todas partes, fomentando amargas
quejas que nada más obtuvieron que el desprecio del monarca,
y el conocimiento general del poco pundonor con que aspiraba
a una riqueza usurpada a pueblos que en nada le cedían.
Se
trata del comercio de ensayo para preparar por seguras especulaciones
un sólido fomento a la agricultura de estas provincias,
y se renueva una oposición sostenida con el más
terco empeño, sin avergonzarse de contradecir a la faz
del mundo la mejora de estas vastas regiones, sólo porque
no menguasen los ingresos de un injusto monopolio. Estas pretensiones
han sido tan irregulares, como indecentes los medios con que
se han fomentado. No crea V. E. que éste sea un desahogo
ajeno de mis principios, de las personas contra quienes se dirige,
y de la alta autoridad ante quien se expone: en la real cédula
expedida en Aranjuez a 25 de abril de 1749, se revocó
el reglamento del señor don Felipe V, del año
de 1735, y después de indicar el goce en que se hallaba
el comercio de Indias con arreglo al derecho de gentes, común
y municipal de estos reinos, añade: "De cuya justa
posesión se despojó al comercio de estas provincias
el año de 1729 sin habérsele oído, con
motivo de cierta ordenanza, que para estos y otros fines formó
el Consulado de Cádiz, de la que consiguió obrepticia
y subrepticiamente real aprobación por el servicio que
hizo de crecida cantidad de pesos exigidos del caudal perteneciente
al común del comercio, sin haber tenido las debidas y
correspondientes facultades".
Un cuerpo de comercio que siempre ha levantado el estandarte
contra el bien común de los demás pueblos, que
ha sido ignominiosamente convencido ante el monarca del abuso
rastrero de comprar el mal nacional con cantidades de que no
podía disponer, ¿qué aprecio merece ante
V. E. cuando se le ve ingerido en un negocio que no le toca,
y que no presenta otro estímulo a su oposición
que el terminarse a la común prosperidad? ¿Cómo
podrá lograr acogida ante V. E. la representación
con que el apoderado de aquel cuerpo sostiene su antiguo carácter,
avanzándose al extremo de entrar en una discusión
política sobre los medios y arbitrios que verdaderamente
convienen a nuestra situación? ¿Quién ha
consultado a este desconocido economista, o quién le
ha autorizado para abrir dictamen; sobre objetos extraños
al mismo intento, en que ilegalmente se ha ingerido? Si por
pura deferencia se ha admitido su personería en un asunto
extraño de ella, debió reducirla a la sencilla
exposición de los perjuicios que pudieran resultar a
su representado del arbitrio propuesto, pero de ningún
modo debió extenderse a proponer planes y remedios que
no se le han pedido; ¿creerá acaso que el Consulado
de Cádiz tiene interés y legítima intervención
en el arreglo interior de esta provincia y preferente elección
de los recursos que pueden asegurar su felicidad?
Sostengo la causa de la patria, y no debo olvidar su honor cuando
defiendo los demás bienes reales que espera justamente.
Una discusión de tanta importancia excitará la
curiosidad de los demás pueblos, las naciones que se
interesen en su resultado desearán averiguar los medios
que lo prepararon; lectores inteligentes serán los jueces
de esta gran causa, y persuadidos de que no habrán intervenido
en ella sujetos desnudos de los precisos conocimientos que exige
la materia, lamentarán el estado de nuestras luces cuando
vean los miserables papeles que forman el expediente. No nos
salvará el conocimiento de las personas que los suscriben;
porque siendo muy distinta la inteligente formación de
un plan de comercio de la instrucción reducida a no equivocar
el paño de Segovia con el de San Fernando, a no confundir
la Bretaña de Francia con la de Hamburgo, creerán
que consultaron personas inteligentes, y se formarán
de la literatura del país el concepto más triste
y menos merecido.
Más
prudentes anduvieron los demás comerciantes de esta ciudad;
contentándose con susurros y privadas declamaciones,
han hecho conocer a todos su pesadumbre sin atreverse a entrar
en pública discusión sobre los medios de redimirla;
y aunque dos o tres dieron un paso atrevido, queriendo una junta
general de comercio donde se pudiesen exponer libremente las
razones de su oposición, la dificultad de encontrar mercaderes
en esta ciudad con las calidades que exige la ordenanza para
poder ser admitidos en aquella junta; la confusión y
algarabía que se temió justamente en aquella asamblea,
y el poco fruto que se esperaba de la reunión de clamores
y argumentos que no han podido hasta ahora soportar la presencia
de un hombre inteligente, desvanecieron la empresa, reduciéndose
a la expectación, con que vanos temores les tienen en
igual estado al que sostienen mis instituyentes las más
justas esperanzas. Así, no se presentan los mercaderes
con el carácter de un verdadero contradictor; pero como
mi plan comprende todas las dificultades y embarazos, uniré
sus quejas privadas a las que el apoderado del Consulado de
Cádiz sostiene públicamente.
El
primer reparo con que se pretende asustar, y contener el benéfico
proyecto, es el perjuicio y ruina del comercio nacional, especialmente
del de Cádiz. ¡Ojalá fuese fundada esta
reconvención y nos pusiese en embarazos para contestarla,
pues el riesgo de no adquirir el gran bien que se nos anuncia
se templaría con el justo consuelo de sacrificarlo a
verdaderas ventajas de nuestra Metrópoli! ¿Pero
cuáles son éstas, ni cuál el comercio que
resulta perjudicado por nuestro beneficio? Cuando se me nombra
comercio nacional, entiendo aquella circulación de los
objetos de cambio, con que el español europeo conduce
a la América las mercaderías españolas
que ésta no tiene, y lleva en retorno la plata y demás
frutos que producen estas regiones; esta es la idea de un legítimo
comercio, y todo lo que se separe de un recíproco giro
fundado sobre aquellos principios, queda excluido del concepto
inherente a esta voz comercio nacional.
Ahora, pues, ¿cuáles son las mercaderías
con que España puede hoy día proveer nuestras
necesidades, o las que el comercio de Cádiz puede remitirnos?
¿Cuál el consumo que la Metrópoli ofrece
a nuestros frutos, o la activa exportación con que pueda
suplirlo? Los pueblos que sostenían principalmente las
relaciones ultramarinas gimen bajo la opresión del enemigo:
casi todas las obras de manos españolas que circulaban
entre nosotros se derivaban de Cataluña, Vizcaya, las
Castillas y Galicia; en estos reinos estaban concentradas casi
todas las fábricas capaces de vivificar el comercio;
pero ellos son hoy día el teatro de una guerra sangrienta
que consumará la ruina empezada por una ocupación
destructora. No hay fábricas en el día ni podrá
haberlas en mucho tiempo; porque los pueblos que han resistido
el yugo opresor están todos ocupados en sostener su libertad
y en conseguir a toda costa la de sus hermanos; y cuando la
independencia de toda la Monarquía ponga un término
glorioso a tan terrible lucha, tornará la España
al orden que la naturaleza ha puesto a todos los pueblos. Ella
atenderá a su agricultura, y por este verdadero camino
de toda sólida grandeza, recuperará su antigua
opulencia, al paso que por la misma senda obremos nosotros la
nuestra.
Pero
mientras llegan estos felices momentos, que el tiempo ha de
preparar lentamente, ¿quién nos proveerá
de los efectos que anualmente consume esta provincia? El apoderado
del Consulado de Cádiz presenta al comercio de aquella
ciudad con medios para sostener las relaciones nacionales, pero
no produciéndose cosa alguna en aquel pueblo, siendo
sus comerciantes unos meros interventores de los cambios, que
sólo pueden proporcionar las otras provincias, no alcanzo
cómo conserven el giro de unos efectos que la nación
ha dejado de producir. Si sus miras son constituirse un conducto
preciso por donde compre y venda el extranjero lo que puede
vendernos y comprarnos en derechura, muéstrenos su podatario
los títulos que legitiman esta traba destructora, nosotros
reclamaremos contra ella la perfecta igualdad que debe haber
entre pueblos que integran esencialmente un solo reino, y el
apoderado del Consulado de Cádiz sufrirá la rebaja
de la representación que compete al podatario de unos
factores del comercio extranjero.
Cádiz decaerá de su antigua riqueza; pero esta
es la suerte de todo pueblo que se eleva por especulaciones
mercantiles sin apoyarlas en propias producciones; su comercio
se verá reducido a un estrecho círculo; pero esto
es una triste consecuencia de una guerra injusta, que ha llevado
la devastación a aquellas fuentes de que antes se derivaba
la grandeza gaditana. Entran los ejércitos franceses
al abrigo de la más negra perfidia, inundan aquellas
fértiles provincias que prestaban las materias primeras
y el verdadero comercio que fomentaban la circulación
de aquel entrepuerto: resulta por consiguiente un gran vacío
en el antiguo giro, de que no debe culparse sino a la pérfida
conducta de la Francia y a los desgraciados sucesos de nuestra
Metrópoli; ¿qué culpa tiene Buenos Aires
de que Cádiz no pueda remitirle las producciones nacionales
que estaba en posesión de importar, o de que no pueda
distribuir en el Reino los frutos que antes se repartían
por aquel conducto?
No
puede tolerarse la satisfacción con que se asienta que
el comercio con los ingleses destruiría las manufacturas
de España. Las fábricas nacionales jamás
pudieron proveer enteramente el consumo de América; jamás
bastaron para las necesidades de la Península, y aunque
se subrogó el arbitrio de comprar manufacturas extranjeras
y estamparles nueva forma para españolizarlas, pocos
hombres han podido decir que todos los géneros que vestían
eran nacionales. En vano mandó el rey que la tercera
parte de todo cargamento fuese de industria nacional; los comerciantes
se valieron del fraude para eludir esta orden, obrando no tanto
la malicia cuanto la imposibilidad de que nuestras fábricas
correspondiesen a todas las demandas. Ello es que la mayor parte
del consumo de América ha sido siempre de efectos extranjeros,
sin que se pueda alcanzar por qué principios el comercio
de la nación haya reservado su celo para cuando no pueda
ministrar ni aun aquella pequeña parte que antes sufragaba.
Es tal el aturdimiento con que los contrarios se producen, que
aun cuentan entre los golpes del comercio nacional, el que creen
indispensable a la agricultura de España. Por fortuna,
la agricultura inglesa en nada puede competir con la de España,
pues la diversidad de clima produce diversidad de frutos en
ambos países, quedando a favor de los de la Península
la preferencia debida a su calidad: ¿con qué podrán
perjudicar los ingleses los vinos de España, aceites
y demás frutos que se acomodan a nuestro consumo? Aun
las pocas fábricas españolas no recibirán
perjuicios por una concurrencia que no logrará envilecer
el valor de sus artefactos. Los paños españoles,
los sombreros y demás efectos propios de la Península
se han vendido con estimación en medio de la baratura
que ocasionó la introducción clandestina de negociaciones
inglesas. Yo diría más bien que el libre comercio
con los ingleses es el único medio que le queda a la
España para reparar sus quebrantos y precaver la entera
ruina de su comercio, pues valiéndose de buques ingleses
podrá sostener un giro que en el día está
cortado por falta de marina mercante que no tiene.
Aun
cuando se intente un sacrificio constituyendo a Cádiz
entrepuerto de los extranjeros, será éste infructuoso,
porque el contrabando subrogará por vías ocultas
las introducciones que en aquel sistema deben obrarse con intolerable
lentitud. El giro directo quedará entonces tan débil
y tan interrumpido como ahora; y nuestros apuros llegarán
al extremo que V. E. está obligado a evitar; Cádiz
no reportará provecho alguno con nuestra ruina, y las
privaciones que le produzca el nuevo sistema serán consagradas
a la integridad nacional. Se arruinará el comercio de
Cádiz: este peligro es de ninguna consideración
cuando se trata de salvar una gran parte del estado; guárdese
éste a costa del comercio de un solo pueblo, que tiempos
más favorables proporcionarán medios legítimos
de una sólida reparación.
El segundo mal que se deduce de la libre admisión de
negociaciones inglesas es la ruina del comercio de esta ciudad;
éste es el perjuicio que se reclama con más ardor,
y que alarma a nuestros mercaderes, considerándose víctimas
de una ruina inevitable; pero si quiere V. E. desvanecer este
grande argumento, que comparezcan los que lo proponen, que sean
preguntados; ¿qué entienden por comercio del país?
y los verá V. E. confundidos sin atinar con una verdadera
inteligencia, con una juiciosa demostración de los males
que lamentan. Los mercaderes que nos venden géneros,
no son el comercio; éste se distingue substancialmente
de las personas que intervienen en su circulación, y
las privaciones personales inherentes a todo nuevo plan, jamás
han contenido la ejecución de aquellos arbitrios, que
felices circunstancias preparan para inmortalizar la época
de un gobierno benéfico. La siguiente explicación
desvanece las equivocaciones con que los mercaderes han sostenido
una representación usurpada a la agricultura; ella es
tomada del mismo sabio español antes citado, quien la
transcribió de un francés, por su oportunidad
para el presente caso.
"¿Qué viene a ser el comercio? Es el movimiento
o circulación de los objetos de cambio, por el que nos
deshacemos de nuestros sobrantes, y adquirimos lo que nos hace
falta. ¿Quiénes son los que contribuyen más
al comercio, y, por consiguiente, sus partes esenciales? Son
los creadores de los objetos de cambio naturales o manufacturados:
son los agricultores y artesanos. Vosotros, comerciantes de
los puertos de mar, vosotros no sois sino los corredores, los
trajineros del comercio; más, en muchos casos sus mayores
enemigos, por el precio exorbitante que ponéis a vuestra
intervención. ¿Miráis en vuestras operaciones
el bien del estado? No; el oro es vuestro dios y el objeto de
vuestras diligencias, como lo prueba el que siempre os he visto
contentos de la escasez y pesarosos de la abundancia.
"Decís que protegéis al labrador y al artesano:
¿pero cómo los protegéis? Adelantándoles
socorros de poca monta sobre su cosecha o su trabajo, con condiciones
tan usurarias, que en lugar de sacarles del ahogo, vuestro socorro
les sumerge más y más en la pobreza. ¿Se
declara la guerra entre vuestro soberano y otra potencia? jamás
tomáis una parte activa en la querella; ¿qué
os importan las disputas de corona a corona? El comerciante,
como vosotros decís, es cosmopolita o ciudadano del universo.
¿Cuáles son vuestras miras en vuestro comercio
con las colonias? Estrujar y aniquilar de tal suerte a los colonos,
que en cuatro o seis años podáis contar con una
fortuna hecha, y que no hubierais podido formar por un comercio
de ganancias moderadas en quince o veinte. En consecuencia,
¿cómo tratáis al comercio? Como un viajero
trata los muebles de un cuarto alquilado. Nada prueba más,
añade, que dos cosas no son idénticas, como el
que puedan considerarse abstractamente separadas.
"Supongamos
que el labrador vendiese él mismo sus cosechas, y que
el artesano las comprase en derechura con el fruto de su industria;
en este caso existiría en realidad un comercio, y es
evidente que no existiría el comerciante. Esta proposición
es puramente teórica, confieso que la multitud y rapidez
de los cambios requiere otras manos interventoras; pero siempre
prueba que el comercio y el comerciante no son la misma cosa.
En una palabra, es tan ridículo en los comerciantes pretender
ser el comercio, como en los clérigos pretender ser la
religión."
Esta demostración es muy brillante, para que a su vista
continúen nuestros mercaderes usurpando la voz y representación
del comercio; el interés de éste consiste esencialmente
en la activa circulación que termina por el fomento de
la agricultura; y el bien de ésta, trascendental a todos
los ramos que dependan de ella, no puede sacrificarse al interés
particular de sus corredores. Aun este pequeño mal es
aparente e inverificable, pues no puede prosperar el comercio
fundamental de la Provincia, sin que sus interventores participen
de las ventajas consiguientes a un giro que debe practicarse
por medio de ellas. Un comercio débil y vacilante no
ofrece al mercader sino especulaciones limitadas, que no se
atreve a extender por las incertidumbres del éxito: una
circulación activa hace suceder rápidamente las
negociaciones, y no es menos lucrativa a los que sostienen las
fuentes originales del giro, que a las manos intermediarias
que manejan y dirigen la circulación.
¿Por
qué misterio resisten nuestros mercaderes un comercio
activo de cuyo provecho deben participar ellos mismos? ¿Acaso
porque cargados de efectos de España, temen que la baratura
consiguiente a la introducción de negociaciones inglesas,
haga quebrar las existencias de anteriores importaciones? No,
Señor: los estados de la Aduana, la vista de los almacenes
y tiendas, la más constante notoriedad deponen que los
mercaderes de Buenos Aires no tienen géneros españoles;
que las débiles remesas de la Metrópoli no cubren
la décima parte de nuestro consumo; y que por este respecto
no pueden temer perjuicio alguno del nuevo arreglo. Los seguros
conocimientos que me asisten sobre esta materia me deciden a
hacer a V. E. la siguiente proposición: mis constituyentes
bajo las seguridades y fianzas de todas sus propiedades y posesiones
abonan a los mercaderes de Buenos Aires todas las negociaciones
españolas, que acrediten haber introducido por la Aduana,
dándoles de aumento un cincuenta por ciento, como se
les faculte para recoger de los almacenes y tiendas todos los
géneros de clandestina introducción. El comerciante
honrado, que no debe su fortuna a negociaciones envueltas en
delitos, no puede resistirse a esta proposición; pero
comuníquesela V. E. a los quejosos, y esto sólo
bastará para ahuyentarlos de su presencia.
Es este un convencimiento irresistible, que descubre los verdaderos
motivos de la oposición de nuestros mercaderes. Los que
han conservado la dignidad y pureza de un buen comerciante,
propenden con sinceridad a la ejecución de un arbitrio
que siendo útil al país debe ser lisonjero a todo
hombre de bien; de aquí un gran partido entre los comerciantes
de primer rango a favor del libre comercio, habiéndose
hecho notable en el pueblo que solamente se empeñan en
contradecirlo los que se ven pendientes de gruesas negociaciones
de introducción clandestina. Estos son los opositores
al arbitrio propuesto por V. E.; éstos los que claman
por los perjuicios de que se ven amenazados: ¿pero qué
aprecio merecen sus clamores, o qué títulos pueden
alegar para empeñar al Gobierno a que los redima del
mal que los amenaza?
Un negociante a quien la suerte de sus asuntos prepara un gran
quebranto, es acreedor a la protección del gobierno y
compasión de sus conciudadanos; es justo se le dispense
todo género de consideraciones, como no se comprometa
el bien general a que debe sacrificarse toda fortuna privada;
pero el que se ve amenazado de una quiebra, que no sufriera
si no hubiese quebrantado la ley, reportaría provecho
de su propio fraude, si tuviese acción para ser protegido.
Un comerciante imprudente a quien sorprende una paz con considerables
empleos en tiempo de guerra, llora su ruina, sin que pretenda
turbar el placer con que rebosa la comunidad por la cesación
de tantos males; los mercaderes que contradicen nuestro beneficio,
no sufren en la quiebra que padezcan las resultas de una imprudencia,
sino el castigo de un grave delito: despreciaron la ley porque
pudieron comprar su impunidad; sufran ahora el castigo que se
les habría impuesto si no hubiesen conseguido burlar
la vigilancia del gobierno; y avergüéncense de implorar
ante la respetable autoridad de V. E. que se sacrifique el pueblo
para que ellos gocen tranquilamente el fruto de sus delitos.
La seguridad de estos conocimientos destruye los abultados males
que se derivan de la libre circulación contra el comercio
del país, y descubiertos los verdaderos motivos de esta
queja, podría repetirse la contestación que en
estos tiempos se dio a igual reclamo. Los únicos perjuicios
que sufrirá el país con el libre comercio son:
Primero: que decaerá el giro clandestino, porque nadie
preferirá sus riesgos a la seguridad de una pública
importación. Segundo: los ocultos introductores que se
llaman contrabandistas, carecerán de este honroso modo
de pasar la vida y tendrán que tomar un fusil o aguja.
Tercero: los dependientes del resguardo no serán necesarios
en tanto número, ni tendrán tan crecidas obvenciones.
Cuarto: los subdelegados y demás partícipes en
los comisos quedan perjudicados. Quinto: decaerá el espíritu
militar sin las continuas batallas de los contrabandistas. Sexto:
los presidios no estarán tan llenos si se evita el grande
ingreso de los defraudadores, y los curiales perderán
mucho, faltándoles causas de esta especie, que les son
tan lucrativas. Un gobernador, que era entonces el ídolo
de su pueblo, y cuya literatura se recordará siempre
con respeto, repelió con esta irónica zumba la
importunidad de los comerciantes de Cádiz, que sostenían
un empeño enteramente igual al de los nuestros; y este
es seguramente el lenguaje más propio para contestar
semejantes pretensiones.
El tercer mal que más se pondera, y con que se pretende
asustar a todas las gentes, es la total absorción y falta
de numerario: se clama que el comercio con los ingleses producirá
una entera extracción de nuestra moneda, de que resultará
un gran vacío que sea tan funesto al Gobierno como a
la Provincia; pero si se medita bien este punto se conocerán
los vanos temores en que se funda tan errado pronóstico,
deduciéndose de una inteligente discusión que
esa misma extracción de numerario, que los mercaderes
lamentan, es un verdadero bien del país, que presagian
desolado. Esta proposición parecerá paradoja;
pero yo emprendo su exposición con formal advertencia
de que por ahora prescindo de los mercaderes que se me oponen,
pues los sublimes principios de la ciencia económica
ni se aprenden, ni se emplean dignamente en el mostrador de
una tienda.
Los
extranjeros nos llevarán la plata: esto es lo mismo que
decir nos llevarán los cueros, el sebo, la lana, la crin
y demás producciones de esta provincia: la plata es un
fruto igual a los demás, está sujeto a las mismas
variaciones, y la alteración de su valor proporcionalmente
a su escasez o abundancia, sostiene en ambos casos la reciprocidad
de los cambios, subrogando equivalentes del numerario que en
sí mismo no es de uso ventajoso para el comercio. ¿Será
un mal para el país, que los frutos de su privativa producción
se exporten con una celeridad propia de la circulación
más rápida?
La solución que se dé a esta pregunta satisfará
los temores, que se fundan en la extracción de numerario
consiguiente al comercio extranjero.
La plata no es riqueza, pues es compatible con los males y apuros
de una extremada miseria; ella no es más que un signo
de convención con que se representan todas las especies
comerciables: y sujeta a todas las vicisitudes del giro, sube
o baja de precio en el mercado según su escasez o abundancia,
siempre que por otra parte no crezcan o disminuyan las demás
especies, que son representadas por ella. De aquí es
que su extracción en concurrencia de los demás
frutos del país es indispensable para su prosperidad,
pues estancada en número excesivo al que exige la circulación,
bajaría su valor, y refluyendo en el de las demás
cosas vendibles, se preferiría la compra del dinero por
ser más barato que los demás renglones.
Estos
son principios elementales de la ciencia económica, y
ellos garantizan al país de los abultados males que se
quieren derivar de la saca de dinero: cuando ella fuese tan
crecida que hiciese escasear este fruto de signo, aumentaría
en valor lo que disminuyese en número, y puesto en estado
de ser preferible la compra de otros frutos por el excesivo
precio de aquél, se sostendrá la circulación
por el equilibrio dimanado del mucho valor a que había
ascendido el poco número. Entonces sucederá lo
que con cualquier otro fruto; pues si el sebo escasease, por
ser el más apreciable, hasta el extremo de retraer al
comprador por los riesgos de su especulación, se convertirá
a los otros frutos, que la concurrencia al primero habrá
hecho decaer; y por este medio se conservará el giro
fomentado con la alternativa de subida y decadencia en los efectos
que son la fuente inagotable de los recíprocos empleos.
Dada a nuestro comercio la actividad y vida consiguientes a
la libertad de importar y extraer, no hay riesgo alguno de que
falte el numerario para las atenciones del estado y necesidades
del ciudadano: el dinero necesario para la circulación
interior de un país nunca se consume, porque está
ligado por la misma reciprocidad de los cambios, y el inmediato
interés que todos tienen en no desprenderse de la parte
precisa para la correspondencia de los negocios, y satisfacción
de las urgencias privadas. El señor don Victoriano de
Villalba demostró, por conocimientos apoyados en experiencias
y doctrinas de sabios economistas, que para la conservación
del giro interior de un pueblo comerciante basta una cantidad
muy inferior a la que vulgarmente se cree; y que fijada ésta
por los respectivos extremos de la circulación, no hay
riesgo de que por motivo alguno desaparezca. Esto es consiguiente
al interés que mueve la gran máquina del comercio,
pues por mucho empeño que ponga el extranjero en extraer
una moneda de que espera provecho, siempre lo pondrá
igual el del país en conservar un signo de que necesita
para continuar sus especulaciones.
Estos principios son muy superiores a las vulgares ideas que
han formado hasta ahora un comercio de factoría y corretaje;
pero no por eso son menos ciertos; y si a pesar de ellos se
insiste en que la saca de numerario que haga el extranjero es
un verdadero mal, responderé que estamos tan habituados
a él, que debemos ya perderle el miedo: ¿Qué
extracción de plata puede haber mayor a la que sufrimos
perpetuamente? Búsquese un peso del señor Felipe
V, o del señor don Fernando VI, y no se hallará;
aun del señor don Carlos III, se encontrarán muy
pocos, y comparados los estados anuales de la casa de moneda
de Potosí, que casi exclusivamente nos provee de numerario,
con los registros de remisiones hechas a España, resultará
un pequeño residuo, el muy preciso para mantener la circulación,
y que ningún esfuerzo extranjero será capaz de
extraerlo cuando los de nuestros comerciantes no han podido
conseguirlo.
Si
V. E. desea evitar la extracción considerable de numerario
que se ha practicado en estos últimos tiempos, no tiene
otro arbitrio que abrir las puertas del comercio, para que el
negociante inglés pueda extenderse a todo género
de exportaciones. Es funesta consecuencia del contrabando poner
al introductor en la precisión de extraer en dinero efectivo
los valores importados. Aunque su verdadero interés está
ligado al retorno de frutos sobre que pueda girar una nueva
especulación, los riesgos consiguientes a una prohibición
severa le hacen renunciar las mayores ventajas, y prefiriendo
la seguridad de la moneda, que nunca puede conciliarse con unos
frutos voluminosos, sacan en aquélla todos sus valores,
privándose del lucro que justamente se prometen de una
nueva negociación, y privando al país del beneficio
que reportaría con la continuada exportación de
sus apetecidos frutos.
Se calculan prudentemente seis millones de mercaderías
inglesas introducidas en el Río de la Plata desde el
año de 1806; la mayor parte de estos considerables valores
ha sido extraída en numerario, porque prohibida la exportación
de nuestros frutos no quedaba otro arbitrio para sacar sus caudales;
algunos atropellaron los riesgos y embarcaron frutos a pesar
de su absoluta prohibición; pero un embarque clandestino
de especies tan voluminosas nunca pudo ser considerable, bastando
apenas para la precaria existencia de los hacendados, que en
el caso de una franca exportación habrían llegado
a la opulencia.
El riesgo a que todo introductor ha expuesto una parte de su
fortuna, cargando algunos frutos en medio de las dificultades
casi insuperables que los rodeaban, es una prueba de la activa
exportación que logrará el país si se rompen
las cadenas que han estorbado la salida.
Se manifiesta muy estrecho el círculo de las ideas de
nuestros mercaderes cuando creen que el resultado de una franca
exportación será la aniquilación de nuestra
moneda. El verdadero comerciante no quiere dinero cuando puede
llevar su importe en especies comerciables; un peso nunca será
más que ocho reales, y su valor reducido a frutos naturales
o de industria, puede ser diez, doce o veinte reales, según
la combinación y destino a que sea conducido. Cuando
este superior Gobierno compró el bergantín inglés
llamado ahora "Fernando VII", se promovieron dudas
sobre si podría permitirse al vendedor la extracción
de veinte mil pesos en que fue celebrada la compra: el comerciante
inglés comprendió que el apego al numerario era
el origen de aquellos embarazos, y se presentó renunciando
todo dinero efectivo con tal que se le permitiese sacar en frutos
del país el valor del buque vendido.
Es
digna de leerse esta representación, que existe en la
Escribanía de Superintendencia, porque en ella se advierten
rasgos de un verdadero comerciante, que se conduele de la poca
instrucción que notaba en el país sobre materias
de comercio. El enseña que no es la plata el objeto más
apreciable a un comerciante inteligente, sino los frutos y mercaderías
sobre que puede extenderse en especulaciones bien calculadas;
añadiendo que como el Gobierno abriese las puertas de
estas provincias traería mil barcos del Támesis,
cuyos dueños remitirían gustosos fondos considerables
en numerario para comprar nuestros frutos, que les son más
apreciables. Así se explican los individuos de aquella
nación, que es hoy día la primera del mundo en
materias de comercio; y V. E. puede estar seguro que su conducta
no desmentiría sus promesas, debiéndose esperar
que las lecciones de su manejo producirían en los tristes
mercaderes de la oposición conocimientos que no tienen,
e ideas generosas que en el estado presente los asustan.
Concluyamos
este punto con la graciosa invectiva de un político moderno,
que hallándose en igual empeño de convencer que
el libre comercio no exponía a una perjudicial y ruinosa
extracción del numerario, dice: "Los sectarios del
antiguo sistema mercantil, que sólo aprueban restricciones
del trato humano, cuando afectan tener miedo al vacío
del dinero, que creen consiguiente a la franca comunicación
con los pueblos civilizados, se parecen a la secta de peripatéticos
que afectaba tener igual miedo al vacío físico,
perdiendo por este vano horror el conocimiento de las leyes
de la naturaleza, y estorbando siglos enteros los progresos
del espíritu humano. Solamente debe mirarse con horror
el vacío de los mejores trabajos productivos del país;
el vacío que de ahí resulta en los bienes sólidos
que proveen los artículos de subsistencia y las materias
de las artes; y finalmente, el vacío en el conocimiento
de los verdaderos principios de la economía política,
que influyen en el progreso de la riqueza y prosperidad de las
naciones".
Estos son los vacíos que debieran temer nuestros mercaderes,
y no el de un dinero que nadie arrancará de sus manos,
y que bajo el sistema prohibitivo nunca podrá influir
en la verdadera riqueza de la Provincia. Tales son los principales
perjuicios que los mercaderes derivan del nuevo establecimiento:
ellos son de tal naturaleza que una sencilla exposición
ha bastado para convencer que son figurados, o necesarios; y
en ambos casos no deben detener a V. E. para el benéfico
arbitrio con que medita el remedio de apuros urgentísimos.
Los otros males que igualmente se reclaman como consecuencia
precisa del franco comercio, son tan débiles que no merecen
una contestación detenida; así me reduciré
a ligeras indicaciones de los que se aparentan más graves,
y del verdadero concepto que debe formarse de estas ponderaciones.
La agricultura llegará al último desprecio. Estaba
reservado al apoderado del Consulado de Cádiz este gran
descubrimiento. La libre exportación de los frutos se
contempla ruinosa para la agricultura que los produce. ¿Cuál
será entonces el medio de fomentarla? Según los
principios de nuestros mercaderes deberá ser que los
frutos estén estancados, que falten compradores por la
dificultad de extraerlos adonde deben consumirse, y que después
de aniquilar al labrador por no indemnizarle los costos de su
cultivo y cosecha, se pierdan por una infructuosa abundancia,
teniendo por último destino llenar las zanjas y pantanos
de nuestras calles. Sí, Señor: a este grado de
abatimiento ha llegado nuestra agricultura en estos últimos
años; se han cegado con trigo los pantanos de esta ciudad;
pero tan miserable constitución, que enternece a los
hombres patriotas y escandaliza a todas las gentes, es la suerte
precisa de un pueblo, en que, tratándose de aliviar tamaños
males, se atreven a gritar los mercaderes: se arruina la agricultura
si a los frutos se les proporciona estimación y pronta
salida.
Las artes y la industria quedarán arruinadas. Era necesario
en los mercaderes un empeño tan extraordinario como el
presente para que se oyesen de su boca palabras favorables a
nuestros artistas; pero el favor que les dispensan es tan sincero,
como las intenciones con que lo producen. Fomentada la agricultura,
enriquecida la tierra, deben enriquecer igualmente los artesanos.
"Cuando los propietarios de terrenos son ricos, dice Filangieri,
es rico el estado; si éstos son pobres, el estado también
es pobre. Todas las clases de la sociedad deben confesar que
su suerte está unida a la de los propietarios de los
terrenos.
"El
artista que les viste, que fabrica sus casas, que construye
sus muebles, que trabaja los utensilios necesarios a la cultura
de sus tierras; en una palabra, que provee a su necesidad y
a su lujo; el mercenario que les sirve, el abogado que los defiende,
el mercader que comercia por ellos, el marinero y el arriero
que transportan sus productos, todos estos individuos que trabajarán
más y serán mejor pagados por los propietarios
de los terrenos, cuando ellos vendan más caros sus productos.
Si los que no son propietarios deben pagarlos a más alto
precio, también a más alto precio deben ser pagadas
sus obras por los propietarios."
Es muy vergonzoso el rastrero manejo que algunos comerciantes
han ejercido alarmando a nuestros artesanos con abultados temores
de un total abatimiento y ruina de sus obras. ¡Qué
concepto tan desfavorable formarán los demás pueblos
de nuestros comerciantes, cuando sepan que, puestos en el empeño
de influir sobre un proyecto económico relativo al comercio
del país, no encontraron gremio a quien asociarse, o
que se dignase tomar parte en su demanda sino el de los herreros
y zapateros! ¡Qué mengua sería también
para nuestra reputación si llegase a suceder que en los
establecimientos económicos de que pende el bien general,
y en que deben apurarse los conocimientos de los mayores hombres,
se introdujesen a discurrir los zapateros!
La circunspección de V. E. nos libertará de este
borrón; y la docilidad de nuestros artistas no será
sorprendida. ¡Artesanos de Buenos Aires! Yo os exhorto
a nombre del gremio que represento, que no os dejéis
deslumbrar sobre unas ventajas, que siéndolo del país,
deben refluir en vosotros. No creáis a los seductores
que os precipitan, y estad seguros de que no necesitáis
otra prueba para desconfiar de sus promesas, que ver el celo
con que protegen vuestra causa.
¿Quién creerá a los mercaderes de Buenos
Aires sinceramente consagrados al bien de los artistas del país?
Cuando os digan que los ingleses traerán obras de todas
clases, respondedles que hace tiempo se están introduciendo
innumerables clandestinamente, y que si esto es un gran mal,
ellos solos han sido sus autores. Si os dicen que no podréis
competir con los artistas extranjeros, replicad que éste
es un mal a que siempre habéis estado expuestos, pues
las leyes los toleran y admiten francamente. Si insisten en
que traerán muebles hechos, decid que los deseáis
para que os sirvan de regla y adquirir por su imitación
la perfección en el arte, que de otro modo no podréis
esperar; que aunque entonces valgan menos vuestras obras haréis
más con su producto, pues podréis proveeros fácilmente
de los renglones que hoy no alcanzáis sino a costa de
sacrificios; y últimamente, respondedles que por lo que
hace a la concurrencia con vuestras obras, os es indiferente
que vengan de España o de un reino extranjero; y después
de recordarles la libre y abundante introducción de obras
de mano que proveía la Metrópoli, conducidlos
a sus propias casas, y las encontraréis adornadas con
muebles que no habéis trabajado.
Las
provincias interiores se arruinarán. El apoderado del
Consulado hace este fatal presagio, que lo extiende hasta creer
arriesgada la unión que nos relaciona con estrechos vínculos;
pero al verlo persuadido de que los tucuyos de Cochabamba se
consumen en Chile, se descubre que no tiene conocimientos de
los países sobre que discurre. Las telas de nuestras
provincias no decaerán, porque el inglés nunca
las proveerá tan baratas ni tan sólidas como ellas;
las fábricas groseras de los países que recientemente
nacen para el comercio, tienen su aprecio y preferente consumo
entre las gentes de aquellas provincias: los telares de las
nuestras no decaerán por el franco comercio; pero sobre
este punto expondré en la tercera parte consideraciones
que acreditarán que no somos insensibles al bien de nuestros
hermanos.
La consideración en que más insiste el apoderado
del Consulado de Cádiz, y que hasta los pulperos repiten
entre dientes, es que concedido a los ingleses el comercio con
las Américas, es de temer que a vuelta de pocos años
veamos rotos los vínculos que nos unen con la Península
española. Aunque para producir tamaño atentado
se toma el disfraz de atribuir este peligro a la codicia de
los extranjeros, se penetra muy bien que el verdadero espíritu
de esta injuriosa invectiva es suponer arriesgada la fidelidad
de los americanos con el trato extranjero; pero esta es la última
prueba de lo que es capaz un comerciante agitado por la insaciable
sed de la codicia.
Por
lo que hace a los ingleses, nunca estarán más
seguras las Américas, que cuando comercien con ellas,
pues un nación sabia y comerciante detesta las conquistas
y no gira las empresas militares sino sobre los intereses de
su comercio. Por lo que hace a nosotros, es una injuria que
solamente podría esperarse de un mercader en los transportes
de la avaricia. Es demasiado notoria la fidelidad de los americanos;
la historia nos enseña que jamás ha necesitado
la España de otra garante para la seguridad y conservación
de estas provincias; y la época presente nos ha proporcionado
pruebas que deben envidiarnos hasta los pueblos de España.
Los ingleses mirarán siempre con respeto a los vencedores
del cinco de julio y los españoles no se olvidarán
que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de mercaderes,
sino de hombres del país que defendieron la tierra en
que habían nacido, derramando su sangre por una dominación
que aman y veneran.
Es esta una materia sobre que no quiero discurrir, para evitar
transportes a que provoca la gravedad de la injuria: así,
permítame V. E. transcribir lo que dice el gran Filangieri
sobre este punto: "No se me oponga que estas colonias,
si llegaban a ser ricas y poderosas, desdeñarían
de estar dependientes de su madre. La carga de la dependencia
solamente se hace insoportable a los hombres, cuando va unida
con el peso de la miseria y de la opresión. Las colonias
romanas, tratadas con aquel espíritu de moderación
que habían inspirado el interés y la política
del Senado, lejos de aborrecerla se gloriaban de una dependencia
que constituía su gloria y su seguridad. Su condición
era envidiada aun de aquellas ciudades que, incorporadas con
Roma y bajo el importante nombre de municipios, habían
juntado todas las prerrogativas de ciudadanos romanos con la
conservación de sus usos particulares, de su culto y
de sus leyes. Muchas de estas ciudades procuraron el título
de colonia, y aunque sus prerrogativas eran muy diversas, no
obstante, bajo el imperio de Adriano no se sabía cuál
era la que llevaba la ventaja. Su prosperidad no las hizo jamás
rebeldes, ni les inspiró la ambición de la independencia.
Lo mismo sucedería con las colonias modernas: felices
bajo su metrópoli, no se atreverían a sacudir
un yugo ligero y suave para buscar una independencia, que las
privaría de la protección de su madre, sin quedar
aseguradas de poder defenderse o de la ambición de un
conquistador, o de las intrigas de un ciudadano poderoso o de
los peligros de la anarquía. No ha sido el exceso de
las riquezas y de la prosperidad el que ha hecho rebelar a las
colonias anglicanas; ha sido el exceso de la opresión
el que las ha llevado a volver contra su madre aquellas mismas
armas, que tantas veces habían empeñado en su
defensa".
¿Convendrán
a las potencias europeas posesiones ultramarinas? pregunta el
marqués de Saint Aubin. Algunos creen que no; porque
si las conservan débiles no sacan provecho de ellas,
y si las hacen prosperar se exponen a su pérdida. ¡Ideas
miserables! exclama aquel gran político: deben tenerse
estas posesiones, pues en el actual estado son indispensables
para la prosperidad europea; pero es necesario labrarles su
felicidad, para que la gratitud y el convencimiento de su propia
conveniencia sean vínculos indestructibles de una estrecha
unión con su madre patria. El apoderado del Consulado
podía haber sido instruido que ese mismo Cádiz,
de cuyos intereses se manifiesta tan celoso, solicitó
del pueblo romano el título de colonia, prefiriéndolo
al de municipio por el suave gobierno de aquella metrópoli;
y cuando ignorase esto (porque seguramente no tiene motivo para
saberlo) podía en los años que lleva de América,
haber conocido el carácter de nuestras gentes y abstenerse
de inferir tan alta injuria a la fidelidad de unos hombres que
desde los primeros años del descubrimiento de las Américas
se glorian de haber dado constantemente lecciones de subordinación
a los mismos europeos.
Yo
me voy exaltando insensiblemente al ver la grave injuria que
reciben estos pueblos por la menor sospecha de su fidelidad:
disculpemos las expresiones del contrario; quizá no fue
su intención inferir a la América tamaño
agravio, o quizá sentó aquella proposición
para otros fines sin alcanzar todo el veneno que encerraba.
Me inclino a este benigno partido, porque el apuro de compilar
argumentos ha sido tan grande, que no se ha dudado interesar
en la causa hasta la santidad de nuestra religión y pureza
de nuestras costumbres. La navecilla de la Iglesia ha padecido
en estos borrascosos tiempos violentos contrastes, pero deberíamos
temer que el divino piloto hubiese abandonado su timón
si viésemos confiada la defensa de sus sacrosantos derechos
a los católicos esfuerzos del apoderado del comercio
de Cádiz.
Don Miguel Agüero no tiene representación para promover
acciones que no competen a sus instituyentes; él clama
que peligran nuestra religión y buenas costumbres por
el libre trato con los ingleses, pero si este peligro es bastante
para cortar su comunicación, reciben un terrible golpe
sus poderdantes, pues su existencia política depende
hoy, principalmente, de las íntimas relaciones y libre
trato que sostienen con ingleses, moros, judíos y hombres
de toda secta. ¿Creerá acaso el apoderado que
la fe de los de Cádiz tiene una firmeza de que carece
la nuestra? Si se hablase de las montañas de Santander
podría haberse deslumbrado por el glorioso dictado de
cristianos viejos, pero esto no compete a los de Cádiz
con preferencia a los de la América. Aún no había
caído enteramente el imperio de Mahoma en las Andalucías,
cuando empezó a caer el del sol en estas regiones. Llegó
a predicarse en Buenos Aires que pecaban gravemente los padres
de familia que permitían a sus hijos viajar por países
extranjeros; el papel del apoderado gira sobre principios enteramente
análogos a aquella máxima, pero el gobierno, sin
condenar los esfuerzos de un celo que puede ser laudable por
los principios que lo inspiran, obra libremente en la combinación
de las relaciones políticas a que está vinculada
la felicidad y firmeza de los imperios.
¿A
qué extremos no conduce el empeño de sostener
una mala causa? Desesperados los mercaderes al ver que las relaciones
más respetables no pueden hacerse servir al interés
personal que los anima, prorrumpen en visibles desconciertos,
llegando hasta el punto de exclamar que se llenará la
tierra de efectos que no podrán consumirse en muchos
años. Si el anuncio fuese fundado, si fuesen ciertos
los males que se derivan de él, deberían recaer
todos en los comerciantes ingleses, pues no podrían vender
sus excesivas importaciones; pero no, Señor, el comerciante
inglés sabe sobradamente, y no necesita que el nuestro
le ilumine y precava sus errores; él no traerá
sino lo que pueda vender, y el país no le comprará
sino lo que pueda consumir. El consumo se aumentará,
porque enriquecida la campaña e incitado el lujo naciente
de unos hombres que jamás han probado comodidades, se
multiplicarán éstas por la facilidad que resulta
de la abundancia y baratura de buenos géneros y de las
mayores facultades para proporcionárselos.
La estrechez del tiempo no me permite dar la debida extensión
a mis ideas: si V. E. gusta que se publique este escrito, podré
entonces agregar las reflexiones que ahora suprimo: ellas servirán
de un baluarte inexpugnable contra los tiros que la audaz ignorancia
prepara a la justificación del proyecto. Lo expuesto
hasta aquí es bastante para que, descubierto el gran
fantasma que solamente asustaba a los que no se acercaban a
reconocerlo, obre imperiosamente la necesidad que ha provocado
al nuevo arbitrio; influya en éste la conveniencia pública
a que está unido íntimamente, y se sostengan por
títulos de rigurosa justicia unos derechos atacados por
consideraciones tan frívolas como las que se han empleado
en aterrarnos. La oposición estriba en tan débiles
fundamentos, que ha sido bastante acercarnos a su examen para
contar con su triunfo; pero éste no será completo,
si por una inteligente combinación no se precaven los
males negativos que la mezquindad en el arreglo podría
producirnos. Esta es la obra del gobierno, a cuyo celo deferimos
gustosos nuestra suerte; pero habiéndose propuesto arbitrios
y arreglos por el apoderado de Cádiz y el Real Consulado,
los indicaré con rapidez, notando su oportunidad o inconducencia.
Con esta operación llenaré la tercera parte de
mi representación, para la cual reservé expresamente
el examen de los medios con que el apoderado Agüero pretende
libertar de apuros a V. E., sacándolos, en obsequio de
la claridad, del primer artículo de la primera parte
a que por un orden riguroso correspondían con más
propiedad.
Primer
arbitrio del apoderado de Cádiz: la apertura de una subscripción
por vía de empréstito, bajo la seguridad no sólo
de las Rentas Reales, sino también de los fondos del
Consulado y Cabildo de esta ciudad, añadiendo que, para
estimular a los prestamistas, se les declare un premio que pueda
llegar hasta un doce por ciento. Sobre el recurso de los empréstitos
se ha reflexionado suficientemente en la primera parte de este
escrito; solamente añadiré que el triste resultado
del empréstito abierto por el Excmo. Cabildo por medio
de una solemne proclamación y el pequeño fruto
de las activas y exquisitas diligencias practicadas por el comerciante
don Benito Iglesias, son la medida por donde debe graduarse
lo que sacará V. E. de la repetición de tan desengañado
recurso.
Nada se avanza en favor de este arbitrio con las hipotecas de
la Real Hacienda, fondos del Consulado y Cabildo. El antiguo
déficit ascendía a un millón y doscientos
mil pesos; a esta cantidad debe agregarse millón y medio
que dejará el Perú de remitir, y para unas cantidades
tan exorbitantes, ¿qué garantía presentan
los indicados fondos? Si no tienen suficientes ingresos para
responder, nada se aventaja con su hipoteca, pues los prestamistas
desconfiarán justamente; si sus fondos se consideran
bastantes, háganse cargo de aliviar directamente los
apuros. Lo cierto es, que sólo en el caso de ser segura
la garantía, puede contemplarse oportuna su propuesta,
y entonces no se combinan los sentimientos religiosos del apoderado,
pues un doce por ciento de premio sobre capitales asegurados,
dice muy mal con el elevado celo que prefiere la pérdida
de la tierra a un remoto peligro de que la herética pravedad
la contagie.
Es el segundo medio la imposición de nuevos gravámenes
al comercio de ensayo, y aun al de la Metrópoli, a los
caldos de Mendoza y San Juan y a todos los demás ramos,
como se hizo poco ha con la carne. ¡Qué recurso
tan pobre, tan triste, tan miserable! ¡Pretender imposiciones
sobre ramos nacientes o aniquilados, cuando por un general fomento
se presentan fácilmente ventajosos resultados que nunca
pueden esperarse de aquel arbitrio! Causa lástima, Señor
Excmo., echar la vista sobre los comerciantes de caldos de San
Juan y Mendoza; casi todos están arruinados por el enorme
peso de unas contribuciones que progresivamente han crecido
hasta hacerse insoportables. Por la cruel petición de
que se aumenten sus gravámenes, deben regular nuestros
labradores y artistas la buena fe con que el apoderado de Cádiz
se conduce, cuando aparenta lamentar su suerte, interesándola
en el feliz éxito de su oposición.
Tercer medio: imposición de gravámenes a todas
las propiedades y venta de las temporalidades y demás
bienes de la Corona. Contribuciones a un pueblo que gime en
la miseria, y a quien repetidas calamidades han reducido a la
imposibilidad de satisfacerlas, es el medio más aparente
para anticipar la ruina que se desea precaver. ¡Qué
recursos tan abundantes se presentan a V. E. en la venta de
bienes reales cuyo valor apenas alcanzará para los gastos
de un solo mes! La supresión que hizo esta superioridad
de los derechos patrióticos, es un argumento de que no
los creyó convenientes, y su nueva propuesta no debe
considerarse tanto un error cuanto un exceso de los alcances
e intervención a que debía reducirse.
Cuarto arbitrio: el cercén de los sueldos de los empleados
desde la una hasta las dos tercias partes de su importancia
regular. Lastimados están ya nuestros oídos, señor
Excmo., con los repetidos clamores contra los sueldos de los
empleados: en vano se ha demostrado por mil modos diferentes,
que sus escasas dotaciones no son susceptibles de la menor defraudación;
en vano se ha calculado el pequeño auxilio que reportaría
el erario por este deficiente remedio; las demostraciones más
justas no calmaban la conspiración contra los sueldos
y el resultado de una generosa deferencia, con que los empleados
abdicaron gustosos una parte de sus dotaciones, no produjo otro
efecto que envolver a sus familias en amargas privaciones, sin
que el erario respirase de las urgencias con que se veía
apurado.
¿Qué resultaría de la minoración
o retención de unos sueldos que en esta ciudad son todos
insuficientes para sostener el rango de sus respectivos empleos?
Se vería V. E. afligido con un mal más de los
que causan hoy tanta amargura a su corazón. ¿Acaso
han creído nuestros mercaderes que la sustentación
de los funcionarios públicos es un objeto de poca importancia
para el gobierno? Los peligros que atacan la seguridad interior
del país no interesan menos al Estado, que los riesgos
exteriores de un enemigo poderoso: el orden público,
la administración de justicia, el manejo de rentas reales,
son los medios por donde dejando de ser un grupo de hombres
que se destruirían mutuamente formamos una sociedad estable
y regular: y cuando V. E. ha manifestado los apuros del erario
real, no ha pedido consejo para no pagar los empleados, sino
arbitrios para sostener con ellos las bases fundamentales del
orden social. ¿No sería más propio de un
mercader, que aparenta tanto celo por el bien general, ofrecer
al Gobierno una o las dos tercias partes de sus mercaderías?
Quinto arbitrio: Oficiar a los gobiernos de Lima y Chile, para
que proporcionen fondos de aquellas rentas, que deberán
remitirse por la seguridad de la justa inversión que
le dará V. E. Si este medio fuese asequible, mucho tiempo
hace que pudo haberse ejecutado; pero aquellos gobiernos (cuya
situación no es la más ventajosa) necesitan para
sus propias atenciones los fondos que allí se acopian,
y cuando puedan lograr algunos sobrantes, les darán el
preferente destino de auxiliar a la Metrópoli, guardándose
muy bien de dar a aquellos caudales una dirección excedente
de los objetos y facultades a que deben ceñirse en su
manejo. Cuando vi que el apoderado de Cádiz trataba de
hacer venir fondos para nuestro socorro desde provincias remotas,
creí que el arbitrio se reducía a ofrecer alguna
gran suma a nombre del Consulado que representa, pues no teniendo
los poderes del virrey de Lima o presidente de Chile, era excusada
toda oferta de las rentas que gobiernan aquellos jefes; que
tampoco puede tolerarse en clase de una advertencia, por no
ser de su representación ni alcances hacerlas al Gobierno
sobre la conducta y correspondencia privada que debe guardar
con otros gobiernos igualmente superiores e independientes.
El
sexto arbitrio se reduce a establecer una gran lotería
a semejanza de la real de Madrid o de la de Méjico, en
que se designen algunas suertes de buena fortuna, como desde
trescientos hasta dos mil o tres mil pesos, capaces de lisonjear
el interés de pobres, ricos y viudas. Agotados todos
los fondos del real erario, empeñado en crecidos gastos
de que no puede prescindir, apurado por urgencias y peligros
que amenazan los fundamentos del estado, baja V. E. de la elevación
de su empleo, y se digna consultar arbitrios prontos y eficaces,
que puedan sostener esta gran máquina que se presenta
vacilante; y cuando la importancia del objeto y dignidad de
las personas encargadas de su remedio, parecían suficientes
a excitar el celo y conocimientos con que el genio apurado inventa
milagros, capaces de prevenir una ruina que ya se consideraba
inevitable, sale el apoderado del Consulado de Cádiz
con la invención de una lotería, que ni por los
resultados del más feliz establecimiento, ni por el tiempo
necesario a su organización, puede jamás considerarse
como un auxilio oportuno para los urgentes y graves apuros que
se tratan de remediar.
Las necesidades de los estados han producido raras invenciones,
que unas veces los han salvado, otras han precipitado su ruina;
pero ésta será la vez primera que se haya considerado
el arbitrio de una lotería digno de ocupar la atención
del gobierno y entrar en las profundas especulaciones a que
la ciencia económica de los estados fía su conservación
en semejantes circunstancias. Si en una tertulia privada se
hubiese propuesto semejante arbitrio se habría reputado
un pasatiempo, que algún genio festivo habría
extendido a la habilitación de pulperías, cafés,
canchas y otros recursos enteramente análogos al de la
lotería: pero proponer semejantes medios ante la respetable
presencia de V. E. es un atentado contra la decencia y la justa
veneración que debe llevarse por guía en semejantes
discusiones. Lo cierto es que apenas han trascendido al público
semejantes propuestas, ha resultado una variación en
las ideas que se ha hecho muy notable: los hacendados se han
tranquilizado de las zozobras que antes les causaba la pendencia
de un bien tan importante; porque han creído segura su
consecución al ver la debilidad de los obstáculos
con que se pretende entorpecer; los mercaderes de la oposición
han decaído de ánimo al verla sostenida de una
defensa, que con sólo publicarse ha quedado desvanecida
antes de ser atacada; y de aquí una firme opinión
en todas las gentes de que ha llegado el feliz momento de ver
realizadas las solemnes promesas con que V. E. se ha dignado
anunciar nuestra felicidad.
El último remedio que propone el apoderado del comercio
de Cádiz, como radical y capaz por sí solo de
aliviar los apuros, y precaverlos para lo sucesivo, es la puntual
observancia de las leyes, y la doble vigilancia en el exterminio
del contrabando, hasta desterrar enteramente las introducciones
clandestinas, que en estos últimos tiempos se han practicado
con escándalo. Si don Miguel de Agüero se manifiesta,
en varios lugares de su escrito, asombrado de la conducta que
han guardado en esta materia el Excmo. Cabildo y el Real Consulado,
sus lectores deberán asombrarse, con más justicia,
cuando observen, que avanzándose por grados en su representación,
entra en reconvenciones extrañas a su persona y ofensivas
de los altos respetos de esta superioridad.
La
observancia de las leyes está encomendada a la elevada
autoridad de V. E., y pendiendo de conocimientos muy profundos
el prudente arbitrio, con que en ocurrencias extraordinarias
puede aflojarse su rigor, es un desacato igual a su infracción
querer el súbdito reglar por sus conceptos privados la
intención y justicia de aquellas urgentes causas que
obligan muchas veces a una suspensión provisoria. ¿Fue
posible tal debilidad en el apoderado del comercio de Cádiz
que se creyese con suficiente instrucción para abrir
dictamen ante V. E. sobre el influjo que podría tener
en la seguridad del estado la observancia o relajación
temporal de ciertas leyes, de que penden los recursos indispensables
a nuestra conservación? ¿Fue posible tal valentía,
que manifestándose el Gobierno estrechado por las más
graves urgencias, exponiendo que no se le presentaba otro recurso
para salvar al estado que la suspensión de aquellas leyes,
dirigiéndose a dos corporaciones respetables de esta
ciudad para asegurar el acierto por actos de que la elevada
autoridad de V. E. pudo prescindir, se ingiera oficiosamente
un comerciante particular, sin otro título que la fe
de su palabra, con que se supone apoderado del Consulado de
Cádiz, y tomando un tono superior a su representación,
diga: el Consulado y el Cabildo no han sostenido con dignidad
sus respectivos deberes; si V. E. se halla en apuros, guarde
las leyes, que esto solo remediará los males que lo afligen?
Señor: El orden público exige que cada ciudadano
guarde los límites que le fijó en la sociedad
su respectiva carrera: hoy se dirige a V. E. un mercader abriéndole
dictamen oficiosamente sobre el cumplimiento de las leyes, y
modo con que el gobierno superior debe conducirse acerca de
ellas: mañana representará un artesano sobre los
demás reglamentos económicos que medite V. E para
la felicidad de estas provincias. ¿Qué resultaría
de este trastorno? Envilecida la dignidad de estas materias,
no terminarían sus resultas en su profanación,
y los errores consiguientes al manejo de negocios superiores
a los alcances de los que usurpaban su intervención sería
el menor mal de los innumerables a que estaría expuesto
el orden social.
No
son vanos estos temores y V. E. encuentra una prueba de ellos
en la reconvención que el apoderado del Consulado de
Cádiz le dirige sobre la puntual observancia de nuestras
leyes. Manifiesta V. E. la aniquilación del erario, y
consulta si será conveniente abrir el comercio de los
extranjeros para que los derechos de la circulación proporcionen
ingresos capaces de sufragar las atenciones del Gobierno; el
apoderado se hace cargo de los términos de esta consulta
y la resuelve diciendo, que el medio verdadero de aumentar las
rentas, remediar los apuros presentes y precaverlos para lo
venidero es observar las leyes prohibitivas del comercio extranjero,
y celar el contrabando con la mayor vigilancia. ¿Pudo
nunca presumirse semejante respuesta si no se viese estampada?
No se admita el comercio, impídase rigurosamente el contrabando,
y se aumentarán nuestras rentas: ¿por qué
medios pueden influir en este aumento aquellas medidas? Que
por unos recursos, que V. E. confiesa no tener, pero que al
apoderado de Cádiz le parecen muy fáciles, se
consiguiese alejar del Río de la Plata a los buques ingleses;
que el celo más vigilante cortase toda introducción
clandestina: se evitarían los males del contrabando,
pero no se aumentarían nuestras rentas. Crecerán
éstas cuando en virtud de un franco permiso entren por
la aduana aquellas negociaciones que antes se introducían
clandestinamente; pero observándose una general proscripción,
no habrán ingresos algunos, porque tampoco habrá
la importación y exportación, que únicamente
puede producirlos; a no ser que el apoderado suponga tanta fuerza
en la declamación con que se dirige a los comerciantes
ingleses, que espere por fruto de ella que aquellos negociantes
paguen derechos al tiempo de retirarse, por el honor de haber
pisado en nuestras playas.
Unas inconsecuencias tan visibles demuestran que no es un verdadero
celo el que inspira esta tenaz oposición; sería
una ilación más legítima si hubiera dicho:
arrojo V. E. de nuestras balizas a todos los barcos ingleses,
célese con el posible rigor toda introducción
clandestina, que entonces la gruesa negociación de géneros
ingleses que llena mis almacenes producirá la grande
ganancia que no podré conseguir en otro caso. Me he violentado,
Señor Excmo., deteniéndome contra mi carácter
en una personalidad tanto más extraña, cuanto
es mayor el aprecio que dispenso a don Miguel Agüero; es
necesario precaverse contra las impresiones que pudieran formarse
a la distancia, pues tal vez se me retrate en Cádiz como
un enemigo de aquel comercio, opuesto a los celosos esfuerzos
de su representante; pero mis últimas exposiciones fijarán
un legítimo concepto; ellas descubrirán que no
soy enemigo de aquel comercio, sino amigo del bien nacional;
y manifestarán igualmente el verdadero espíritu
con que el apoderado ha promovido estas gestiones, cuando sepan
que éste es el mismo individuo que agenció en
Madrid el permiso de introducir tres negociaciones extranjeras
en esta ciudad a que se refiere la real orden de 17 de junio
de 1801: que se transfirió a Lisboa para su envío,
y que siendo de los portugueses, se recibieron a comisión,
y se vendieron en su propia casa en esta ciudad por los mismos
extranjeros.
Pasando a los arreglos que el Consulado propone, encontramos
en ellos excelentes medidas que, giradas sobre el concepto de
un mal necesario, a cuya tolerancia abren la puerta apuros irresistibles,
tratan de tornar en nuestro beneficio toda la influencia que
sin estas precauciones podría resultar en nuestro daño.
Tales son los medios que propone a V. E. en su representación;
mis representados los adoptan y reproducen; pero expondrán
al mismo tiempo las observaciones convenientes a evitar trabas
perjudiciales, incapaces de otro efecto que menguar un plan
generoso con notorio riesgo de frustrar una gran parte de la
felicidad a que se destina.
El
Consulado quiere que las negociaciones inglesas no puedan girarse
y expenderse sino en cabeza de comerciantes españoles
matriculados: la matrícula no sería un embarazo
si se hubiese observado en esta ciudad; pero por un general
desprecio de las formalidades y reglas a que las leyes y ordenanzas
vinculan el fuero mercantil, ha producido en esta ciudad una
general escasez de comerciantes matriculados, depositándose
todo el giro de su comercio en personas que no por aquella falta
dejan de estar adornadas de las cualidades que asegurarían
su matrícula. En semejantes circunstancias no parece
verificable la condición de que los consignatarios sean
precisamente matriculados, gírense las negociaciones
por manos españolas, que con esto sólo se obtendrá
todo el bien que puede esperarse de aquella máxima.
Aun más perjudicial sería la otra condición
que exige el mismo tribunal, queriendo que los cueros y demás
frutos, además de los derechos reales y municipales,
paguen los de entrada en España, y salida al extranjero.
Todos los derechos claman, Señor Excmo., contra este
gravamen; se interesa en su exterminio el bien de la tierra;
que no manche el glorioso mando de V. E. una disposición
tan contraria a los principios de la ciencia económica,
y a la ilustración que debe presidir al gobierno de los
pueblos. Todos los hombres conocen que no prosperará
un país mientras no se faciliten las exportaciones de
sus frutos por el alivio o entera libertad de los derechos que
pudieran dificultarlas. V. E. trata de nuestra prosperidad,
y ésta exige que cuando no se minoren los derechos, no
pasen tampoco de la cuota establecida para la extracción
y retorno de los buques negreros.
Quiere
igualmente el Consulado que los apoderados españoles
no puedan menudear, ni poner baratillos de géneros ingleses,
ni vender sino por pacas, cajones, barricas, etc. Esta es otra
traba igualmente ruinosa que las anteriores: admitidas las negociaciones
inglesas, hechos nuestros los géneros por la licitud
de su introducción, debe dejarse obrar libremente al
interés y al cálculo, que sabrán reglar
la circulación mejor que todos los establecimientos.
Nadie, dice el señor Jovellanos, puede meditar con arreglo
tan bien combinado como el que resulta naturalmente a esfuerzos
del deseo de la ganancia; déjese obrar a los mercaderes
según les convenga, que ellos nivelarán el giro
con beneficio común por la rapidez de las especulaciones.
Que los apoderados no puedan tener compañía con
otros españoles, ni remitir directamente negocios a las
provincias interiores. Cuando fuese asequible esta condición,
me detendría en impugnarla como gravosa: ¿pero
quién podrá conseguir que se ejecute? El interés
sabe practicar impunemente las más implicadas combinaciones:
¿cómo podrá estorbársele una simulación
tan obvia y tan sencilla? El apoderado de un inglés no
pierde por serlo los privilegios y derechos de todo español;
no se le ligue, pues, a condiciones gravosas, que agravian su
carácter, ofenden su persona, atacan su fortuna, y pueden
ser burladas fácilmente.
Que se prohíba toda ropa hecha, muebles, coches, etc.
Esta es otra traba tan irregular como las anteriores: un país
que empieza a prosperar no puede ser privado de los muebles
exquisitos que lisonjean el buen gusto, que aumentan el consumo.
Si nuestros artistas supiesen hacerlos tan buenos, deberían
ser preferidos, aunque entonces el extranjero no podría
sostener la concurrencia; ¿pero será justo que
se prive comprar un buen mueble sólo porque nuestros
artistas no han querido contraerse a trabajarlo bien? ¿No
es escandaloso que en Buenos Aires cueste veinte pesos un par
de botas bien trabajadas? Admítanse todas las obras y
muebles delicados que se quiera introducir: si son inferiores
a los del país, no causarán perjuicio; si son
superiores excitarán la emulación, y precisarán
a nuestros artistas a mejorar sus obras para sostener la concurrencia;
y en todo caso, fijado el equilibrio bajo el nuevo aspecto que
introducirá la baratura de aquellos renglones, cuyo excesivo
valor ha hecho subir a igual grado a todos los demás,
no tendrán reparo los artesanos en bajar de precio unas
obras cuyo menor valor debe serles más ventajoso que
el antiguo.
Mis instituyentes se guardarían de anticipar el juicio
de V. E., prefijando arreglos que son propios de esta superioridad:
pero reduciendo la materia a las relaciones que tiene con el
fomento de la agricultura, hacen a V. E. la siguiente súplica:
Primera: Que la admisión del franco comercio se extienda
al determinado tiempo de dos años, reservando su continuación
al juicio soberano de la Suprema Junta, con arreglo al resultado
del nuevo plan.
Segunda: Que las negociaciones inglesas se expendan precisamente
por medio de españoles, bajo los derechos de comisión,
o recíprocos pactos que libremente estipulasen.
Tercera: Que cualquiera persona, por el solo hecho de ser natural
del Reino, esté facultada para estas consignaciones,
siéndole libre la elección de cualesquiera medios
para ejecutar las ventas, como asimismo remitir a las provincias
las negociaciones que les acomodasen.
Cuarta: Que en la introducción de los efectos paguen
los derechos en la misma forma y cantidad que para los permisos
particulares que se han introducido.
Quinta: Que todo introductor esté obligado a exportar
la mitad de los valores importados en frutos del país:
siendo responsables al cumplimiento de esta obligación
los consignatarios españoles a cuyo cargo giran las expediciones.
Sexta: Que los frutos del país, plata, y demás
que se exportasen paguen los mismos derechos establecidos para
las extracciones que practican en buques extranjeros por productos
de negros; sin que se extienda en modo alguno esta asignación
por el notable embarazo que resultaría las exportaciones,
con perjuicio de la agricultura, a cuyo fomento debe convertirse
la principal atención.
Séptima: Que los lienzos ordinarios de algodón
que en adelante puedan entorpecer o debilitar el expendio de
los tucuyos de Cochabamba, y demás fábricas de
las provincias interiores que son desconocidos hasta ahora entre
las manufacturas inglesas, paguen un veinte por ciento o más
de los derechos del círculo, para equilibrar de este
modo su concurrencia.
Que de los dos sujetos que se elijan por esta superioridad para
veedores e interventores en los reconocimientos de los géneros,
y demás concerniente al nuevo arreglo, sea uno hacendado
precisamente, reservándose el apoderado de este gremio
pasar a V. E. una lista de los principales hacendados sobre
quienes puede recaer el nombramiento, que deberá también
practicarse para la plaza de Montevideo.
Estos son los puntos que influyen principalmente en la prosperidad
de la agricultura, cuyos derechos represento en las personas
de los cultivadores: el superior discernimiento de V. E. sabrá
reglar por una inteligente combinación los diferentes
extremos que se deben reunir, para afirmar sobre principios
estables el gran beneficio. El presentimiento de una felicidad
cercana ha empezado a variar el triste aspecto que presentaban
estas provincias, cuando V. E. se posesionó de su mando:
el país se cree ya feliz, porque sabe que trata V. E.
de su prosperidad; ¿y cómo podrían burlarse
tan justas esperanzas cuando la causa del rey se halla íntimamente
unida al bien de la tierra? Yo congratulo a mis conciudadanos,
porque a los peligros que amenazaban su seguridad, va a suceder
el tranquilo goce de todos los bienes que hacen feliz a un pueblo:
congratulo igualmente a V. E., pues las aflicciones que sufrió
al principio su corazón por el estado vacilante de este
virreinato, no han durado más que lo muy preciso para
abrir las sendas que el respeto de antiguas preocupaciones mantenía
cerradas.
Es muy glorioso para V. E. que estuviese reservada al tiempo
de su mando la organización de un plan que va a dar al
Gobierno un poder real de que antes carecía y a la Provincia
una existencia que sólo por cálculos posibles
era antes conocida: doscientos mil brazos fecundarán
nuestros fértiles campos, y derramando una general abundancia
atraerán sobre
V.
E. la gratitud y bendiciones de todos los pueblos. En la gaceta
de Baltimore, del mes de marzo de este año, se anunció
solemnemente el aviso del caballero Foronda de que estaban autorizados
todos los cónsules españoles para otorgar patentes
a los buques angloamericanos que quisiesen comerciar en Puerto
Rico, Cuba, Habana, Maracaibo, Guaira y San Agustín de
la Florida; dentro de poco se leerá igualmente en los
papeles ingleses la relación mercantil que ha establecido
V. E. con aquella nación; y esta noticia hará
extensiva a la Metrópoli los buenos efectos de una resolución
tan justa y bien calculada.
Nada es hoy tan provechoso para la España como afirmar
por todos los vínculos posibles la estrecha unión
y alianza de la Inglaterra. Esta nación generosa que
conteniendo de un golpe el furor de la guerra franqueó
a nuestra Metrópoli auxilios y socorros de que en la
amistad de las naciones no se encuentran ejemplos, es acreedora
por los títulos más fuertes, a que no se separe
de nuestras especulaciones el bien de sus vasallos. No puede
ser hoy día buen español el que mire con pesar
el comercio de la Gran Bretaña: recuérdense aquellos
fatales momentos, en que desquiciada nuestra monarquía,
no encontraba en sí misma recursos que anticipadamente
había arruinado un astuto enemigo. ¡Con qué
ternura se recibieron entonces los generosos auxilios con que
el genio inglés puso en movimiento esa gran máquina
que parecía inerte y derrumbada! ¡Con cuánto
júbilo se celebró su alianza, y se anunció
la gran fuerza que se nos agregaba con la amistad y unión
de nación tan poderosa! Es una vileza vergonzosa que
apenas se ha tratado de reglar un comercio que únicamente
puede salvarnos, y que no puede practicarse sino por medio de
nuestros aliados, se les mire por nuestros mercaderes con una
execración injuriosa a comerciantes tan respetables,
e incompatible con el placer que antes manifestaban por sus
grandes beneficios.
Acreditamos
ser mejores españoles cuando nos complacemos de contribuir
por relaciones mercantiles a la estrecha unión de una
nación generosa y opulenta, cuyos socorros son absolutamente
necesarios para la independencia de España. Sabemos que
en la guerra de sucesión consiguió la Francia
un libre comercio con las Américas españolas,
y nos avergonzaríamos de negar a la gratitud lo que entonces
arrancó la dependencia y el temor; en la necesidad de
obrar nuestro bien, no nos arrepintamos de que tenga parte en
él una nación a quien debemos tanto, y sin cuyo
auxilio sería imposible la mejora que meditamos. Estos
son los votos de veinte mil propietarios que represento, y el
único medio de establecer con la dignidad propia del
carácter de V. E. los principios de nuestra felicidad,
y de la reparación del erario.
Fuente:
Doctrina democrática, edición de Ricardo Rojas,
Librería La Facultad, de Juan Roldán, 1915Buenos
Aires, septiembre 30 de 1809
FUNDACIÓN DE "LA GACETA"
DE BUENOS AIRES
Desde el momento en que un juramento solemne
hizo responsable a esta Junta del delicado cargo que el pueblo
se ha dignado confiarle, ha sido incesante el desvelo de los
individuos que la forman, para llenar las esperanzas de sus
conciudadanos. Abandonados casi enteramente aquellos negocios
a que tenían vinculada su subsistencia, contraídos
al servicio del público, con una asiduidad de que se
han visto aquí pocos ejemplos, diligentes en proporcionarse
todos los medios que puedan asegurarles el acierto; ve la Junta
con satisfacción, que la tranquilidad de todos los habitantes,
acredita la confianza, con que reposan en el celo y vigilancia
del nuevo gobierno.
Podría la Junta reposar igualmente en la gratitud con
que públicamente se reciben sus tareas; pero la calidad
provisoria de su instalación redobla la necesidad de
asegurar, por todos los caminos, el concepto debido a la pureza
de sus intenciones. La destreza con que un mal contento disfrazase
las providencias más juiciosas, las equivocaciones que
siembra muchas veces el error, y de que se aprovecha siempre
la malicia, el poco conocimiento de las tareas que se consagran
a la pública felicidad, han sido en todos los tiempos
el instrumento que limando sordamente los estrechos vínculos
que ligan el pueblo con sus representantes, produce al fin una
disolución, que envuelve toda la comunidad en males irreparables.
Una exacta noticia de los procedimientos de la Junta, una continuada
comunicación pública de las medidas que acuerde
para consolidar la grande obra que se ha principiado, una sincera
y franca manifestación de los estorbos que se oponen
al fin de su instalación y de los medios que adopta para
allanarlos, son un deber en el gobierno provisorio que ejerce,
y un principio para que el pueblo no resfríe en su confianza,
o deba culparse a sí mismo si no auxilia con su energía
y avisos a quienes nada pretenden, sino sostener con dignidad
los derechos del Rey y de la Patria, que se le han confiado.
El pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes,
y el honor de éstos se interesa en que todos conozcan
la execración con que miran aquellas reservas y misterios
inventados por el poder para cubrir los delitos.
¿Por qué se han de ocultar a las provincias sus
medidas relativas a solidar su unión, bajo el nuevo sistema?
¿Por qué se les ha de tener ignorantes de las
noticias prósperas o adversas que manifiesten el sucesivo
estado de la Península? ¿Por qué se ha
de envolver la administración de la Junta, en un caos
impenetrable a todos los que no tuvieron parte en su formación?
Cuando el Congreso general necesite un conocimiento del plan
de gobierno que la Junta Provisional ha guardado, no huirán
sus vocales de darlo, y su franqueza desterrará toda
sospecha de que se hacen necesarias o temen ser conocidos, pero
es más digno de su representación, fiar a la opinión
pública la defensa de sus procedimientos y que cuando
todos van a tener parte en la decisión de su suerte,
nadie ignore aquellos principios políticos que deben
reglar su resolución.
Para el logro de tan justos deseos ha resuelto la Junta que
salga a luz un nuevo periódico semanal, con el título
de Gaceta de Buenos Aires, el cual sin tocar los objetos que
tan dignamente se desempeñan en el Semanario del Comercio,
anuncie al público las noticias exteriores e interiores
que deban mirarse con algún interés.
En él se manifestarán igualmente las discusiones
oficiales de la Junta con los demás jefes y gobiernos,
el estado de la Real Hacienda y medidas económicas, para
su mejora; y una franca comunicación de los motivos que
influyan en sus principales providencias, abrirá la puerta
a las advertencias que desee dar cualquiera que pueda contribuir
con sus luces a la seguridad del acierto.
La utilidad de los discursos de hombres ilustrados y que sostengan
y dirijan el patriotismo y fidelidad, que tan heroicamente se
ha desplegado, nunca es mayor que cuando el choque de las opiniones
pudiera envolver en tinieblas aquellos principios, que los grandes
talentos pueden únicamente reducir a su primitiva claridad;
y la Junta, a más de incitar ahora generalmente a los
sabios de estas provincias, para que escriban sobre tan importantes
objetos, los estimulará por otros medios que les descubran
la confianza que pone en sus luces y en su celo.
Todos los escritos relativos a este recomendable fin se dirigirán
al señor vocal doctor don Manuel Alberti, quien cuidará
privativamente de este ramo, agregándose por la secretaría
las noticias oficiales, cuya publicación interese. El
pueblo recibirá esta medida como una demostración
sincera del aprecio que hace la Junta de su confianza; y de
que no anima otro espíritu sus providencias que el deseo
de asegurar la felicidad de estas provincias (Orden de la Junta).
(Gaceta
de Buenos Aires, del 7 de junio de 1810.)