COMUNICADO
SOBRE LA MUERTE DE DELIA GARCILAZO
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MURIÓ
DELIA GARCILAZO – MILITANTE DE LA CORREPI
Por Correpi especial para Villa Crespo
Digital
2 de agosto del 2014
El 23 de julio a la noche, los canales
de comunicación interna de CORREPI se saturaron con una frase:
Se nos murió Delia. Así de brutal y corto, el mensaje
lo decía todo. El corazón de Delia Garcilazo, la referente
emblemática de la organización y lucha de los familiares
de víctimas de la represión, había dejado de
latir. Así de brutal y corto. Nos quedamos sin Delia, la compañera
que por más de 20 años encabezó, apoyada en sus
muletas, todas nuestras movilizaciones.
He
vivido por la alegría. Por la alegría he ido al combate
y por la alegría muero. Que la tristeza no sea nunca unida
a mi nombre. Julius Fucik.
La historia común de Delia y CORREPI empezó el 21 de
noviembre de 1992, cuando el cuerpo de requisa de la cárcel
de Caseros apaleó dos presos que se habían demorado
mateando unos minutos de más en el recreo. La sesión
de tormentos para que “aprendieran quién manda”,
como les gritaban entre bastonazos y patadas, provocó varias
fracturas en el cráneo de uno de ellos. Era Rodolfo “Fito”
Ríos, 23 años, hijo de Delia.
Por
tres días, Fito agonizó en un hospital, mientras Delia
recorría despachos y oficinas para que la autorizaran a verlo.
Ninguno de los funcionarios penitenciarios y judiciales que la pelotearon
de un lado a otro pudo imaginar lo que estaba naciendo en esas horas
de desesperación y dolor. Fito murió sin que Delia pudiera
despedirse. Cuando finalmente la dejaron ver el cadáver, le
hizo una promesa, que cada tanto recordaba en sus intervenciones públicas:
“Él decía que estar preso no le había quitado
la libertad, porque era libre en su interior. Yo le prometí
que iba a luchar contra sus asesinos hasta el último de mis
días”.
Delia
cumplió esa promesa.
Siguió golpeando puertas, ahora de los organismos de derechos
humanos y otras organizaciones, convencida de que su pelea no era
individual. Ninguna puerta se abrió. Algunos lo disimularon,
otros se lo dijeron sin sutilezas: el muerto era un preso, ¿qué
pretendía?.
Sólo la Liga Argentina por los Derechos del Hombre la escuchó,
y le aportó un abogado para acusar a los penitenciarios. El
único imputado en la causa penal era el otro preso apaleado,
que sobrevivió. Pero Delia quería más que una
pelea judicial. Por eso, cuando supo de un grupo que se venía
organizando contra la represión estatal, Delia llegó
a CORREPI, con la foto de Fito y su historia bajo el brazo. En el
Primer Encuentro Antirrepresivo Nacional, en marzo de 1995, tuvo su
primera intervención pública, y habló de la necesidad
de organizarse contra la represión en todas sus formas, tanto
para denunciar el gatillo fácil y la tortura como para defender
los presos políticos.
Desde
entonces, la voz de Delia identificó a CORREPI. Cada vez que
tomaba un micrófono o un megáfono daba una lección
de dignidad y conciencia proletaria. El amor a su hijo era tan grande
como su odio a los represores, y nos enseñó que ese
odio de clase, el que nace de la conciencia, es la brújula
que permite distinguir al amigo del enemigo.
Nilda Garré, viceministra del Interior en el gobierno de la
Alianza; Patricia Bullrich, directora del Servicio Penitenciario Federal
en la misma época, el juez de la Corte Eugenio Raúl
Zaffaroni y Hebe Pastor de Bonafini seguramente recuerdan el filo
de la lengua de la compañera, que a todos les cantó
unas cuantas verdades en la cara. Ninguno pudo retrucarla.
Fustigaba
a los conciliadores con más dureza que a los represores mismos.
Para ella, no había grises. Con los opresores, o con los oprimidos.
Con los asesinos y sus patrones, o con los represaliados. Ni olvido
ni perdón, lucha y organización.
Así
vivió Delia sus dos décadas de militancia. Ni su discapacidad
física (sufrió la amputación de una pierna de
muy joven) ni las condiciones materiales que la rodeaban la limitaron
jamás. Si había que viajar a Corrientes a apoyar la
Plaza del Aguante o salía una charla en una universidad de
Comodoro Rivadavia, ahí estaba Delia en el micro, con el cuadernito
donde hacía sus apuntes, y el tejido para cuando se cansaba
de escribir. Ninguna actividad era muy lejos ni demasiado pesada.
Y nunca paraba de pensar en qué más podíamos
hacer.
Aunque la militancia de Delia nació del dolor, supo convertirlo
en energía para la lucha. La tristeza nunca estuvo unida a
su nombre. Puños en alto, corazones encendidos y un grito eterno:
¡Compañera Delia, presente, ahora y siempre!
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