TRABAJOS
DE ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑÓN
PERIODISTA
Y ESCRITOR / ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑÓN
Por Elena Luz González bazán especial para
Villa Crespo Digital
11
de mayo del 2015
Enrique
González Tuñón nació en Buenos Aires
en 1901 y murió en Cosquín, provincia de Córdoba,
en 1943. Fue cuentista, periodista y ocasionalmente novelista.
César Tiempo ha dicho de él: “preferirá
rodearse de pícaros y hampones, dormir en hoteles espantosos,
cuando dispone de un peso para la cama, o si no en los bancos
de las plazas; cantar Tosca en las lecherías más
inverosímiles, visitar los cambalaches donde se trafica
con ropas de cadáveres y, abandonado de toda piedad,
soñar, desde el fondo de si zahurda —como los eremitas
endemoniados— con la gloria hecha mujer o viceversa”.
Igual
que su hermano Raúl, fue un personaje clave de la bohemia
literaria de los años de Boedo y Florida, pero resulta
difícil identificarlo con uno u otro grupo en forma excluyente.
Colaboró en Martín Fierro y en Proa, pero —como
apunta Pedro Orgambide— su anarquismo romántico
y el matiz proletarizante de sus páginas más características,
parece orientarse espiritualmente hacia Boedo.
Fue
el primero en llevar la polémica entre los dos grupos
al conocimiento público desde las columnas de Crítica.
Posiblemente
su obra más lograda sea Camas desde un peso (1932), de
clasificación dudosa: novela en forma de cuentos o bien
relatos que comparten ambiente y personajes. Allí, en
un infame tugurio llamado “El puchero misterioso”,
cinco atorrantes porteños comparten una pieza por el
módico precio que especifica el título.
Citaremos
entre sus obras: Tangos (1926), El alma de las almas inanimadas
(1927), La rueda del molino mal pintado (1928), Apología
de un hombre santo (1930), Camas desde un peso (1932), El tirano
(1932), El cielo está lejos (1933), y La calle de los
sueños perdidos (1941).
LA
CALLE DE LOS SUEÑOS PERDIDOS
"Dios
creó al hombre para que fuera feliz"
Tolstoi
Un
hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
Muchos seres perdieron un sueño. ¿Cuántos
siguen el rastro del sueño perdido?
Un sueño puede perderse de día o de noche, a la
hora indecisa de la madrugada, en la calle, en la casa, en un
hotel, en una plaza, en un vagón de ferrocarril, en un
barco. En cualquier lugar puede perderse un sueño como
se pierde una llave.
¿Ha encontrado usted alguna vez una llave en la calle?
¿Ha encontrado un sueño perdido?
(De qué le vale una llave, un sueño, si no es
su llave, su sueño?)
El mundo está lleno de sueños perdidos.
El honrado chofer devolvió la valija olvidada en su coche
de alquiler. El honrado transeúnte devolvió la
cartera repleta de billetes.
Nadie, que yo sepa, ha devuelto un sueño.
Nadie.
Y
los sueños se pierden, de la noche a la mañana,
como cualquier objeto. Se pierden y se encuentran. (¿Dónde?
¿Dónde?)
Un hombre ha perdido un sueño (Se gratificará
a quien lo devuelva). Lo perdió en una ausencia, o en
una espera. No sabría decir dónde.
Hay un lugar adonde van a parar los objetos perdidos. Llaves,
anillos, medallas, Cristos de plata y de bronce, cadenas, relojes,
puñales, recuerdos de familia, todo lo que se pierde
y se encuentra. Menos los sueños. No hay una sección
de extravíos y hallazgos para los sueños y los
destinos. Un lugar, una especie de Rastro celeste, de entrecielo,
donde uno pudiera hallar aquello esencial de su vida: lo único
que podría darle la felicidad.
Dios
creó al hombre para que fuera feliz.
Habría que crear ese lugar. Abrir una nueva calle fuera
de la nomenclatura urbana. La calle de los sueños perdidos,
de los sueños equivocados, de los sueños fugitivos,
remotos, desvanecidos, desencontrados; de los sueños
que sobreviven; de los sueños inéditos; de la
ausencia y de la espera; del regreso a un día en que
el sueño pudo ser nuestro. En que pudimos encontrarnos
con nuestro verdadero destino.
El hombre que perdió un sueño podría encontrarlo
en la calle de los sueños perdidos.
Volvería a arder el fuego interior bajo la triste capa
de ceniza que lo cubría. Todo se manifestaría
libremente. Se romperían, al conjuro del sueño
aprehendido, las ataduras, los prejuicios, los impedimentos,
lo que se oponía a su felicidad.
Y como Dios creó al hombre para que fuera feliz, todo
le sería permitido para serlo. Hasta el egoísmo.
Todos
los sueños existen. Existe el sueño de cada destino.
El sueño que haría feliz al desdichado y que rompería
la obstinación en el mortal fastidio del pesimista.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos.
Muchos han perdido un sueño y se han acomodado a otro.
Números equivocados del destino, se resignan con su suerte.
Permutan un sueño por otro. El verdadero sueño,
nuestro íntimo sueño, vital, existencial, ¿dónde
está? Se fue, quizás, por una puerta falsa. Llegó
a buscarnos cuando recién salíamos; se desvaneció
en la bruma; cayó en una trampa o en una alcantarilla.
Quien sabe dónde.
De este desencuentro del hombre y su sueño nació
la irremediable congoja.
Lo que pudo haber sucedido y no sucedió.
¿Qué hay detrás del portal donde la madre
anónima dejó abandonado a su hijo?
El postulante nunca pudo entregar su carta al ministro. El anciano
mendigo no pudo hablar jamás con el director del asilo.
En
esa estación no se detuvo el tren. Y allí estaba
el sueño aguardando.
En ese puerto no se detuvo el barco. Y allí estaba el
sueño aguardando.
El cómico trashumante perdió su mejor contrata.
El saltimbanqui...
El aventurero...
El presidiario...
El criminal...
El suicida...
El poeta...
Tal día, tal hora, ¿dónde estábamos?
La suerte nos llamó por nuestro nombre. No la escuchamos.
La suerte no llama dos veces.
Después, nos equivocamos de puerta. Llamamos y nos dieron
con la puerta en la cara, como suele hacerse con los mendigos.
Quizás no debíamos haber perdido el tiempo buscando
un sueño. Quizás el sueño viniera solo
a nuestro encuentro.
Tarde ya gritamos nuestra desesperación inútil.
Agitamos los brazos como el náufrago en la soledad del
mar. Nadie acudió a nuestro llamado. Nuestra angustia
fracasó en el silencio.
Hay
que crear la calle de los sueños perdidos. El Rastro
celeste. El entrecielo.
Allí encontraríamos nuestro sueño. Allí
estarían, en exposición, los sueños fugitivos,
los sueños intactos, los sueños usados, los sueños
abandonados, frustrados, despreciados, olvidados.
Allí resucitaría el sueño. Palpitaría
como una criatura recién nacida.
Todos los sueños existen. Existen los sueños que
se realizan y los que se pierden y aún los sueños
inconcretos.
La
felicidad existe.
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
El rastro del sueño perdido lo lleva a una puerta cerrada.
¿Qué puerta es ésa?
Detrás de esa puerta quizás nos aguarde el sueño.
Quizás nos hallemos nosotros mismos, de rodillas, o ese
hermano menor que siempre nos acompaña.
Que no tiemble nuestra mano al llamar a esa puerta. Que no tiemble.
TIENDAS
DE ULTRAMARINOS
Del
libro En la calle de los sueños perdidos, Buenos Aires,
Litterae Sociedad Editorial Americana, 1941
Ese
olor de las tiendas de ultramarinos. ¿Recuerda usted?
En pleno centro, a veces. O mejor, en la calle Pedro Mendoza,
o en Junín y Corrientes. Olor de vodka y salmón
en lata; de arreos de pesca y arenque ahumado. Ese olor.
Ese
olor a color de mapa.
Ese olor a ruido de motor de remolcador.
Ese olor a Hotel de Inmigrantes.
Ese olor a colonia extranjera. Ese olor.
Ese
olor fresco del alambre y la cuerda; ese olor húmedo,
espeso, de mostrador y trastienda; de comida dulce; de dulce
agrio; de ropa comprada en puertos; ese olor ultramarino. Ese
olor.
Ese
olor a comida en las calles Veinticinco de Mayo, Reconquista
o Leandro Alem. Olor a agencia de colocaciones, también.
Y a calentador a kerosene. A tufo de calentador. A violín
sacado del baúl lleno de polvo. A armónica. A
afiches de la guerra ítalo-turca o anglo-boers. Ese olor.
Ese
olor a tricomía de Trípoli. De familia real española.
Ese olor.
Ese olor ultramarino.
Ese olor azul de mapa y ojo de buey.
El
personaje de Proust por el aroma de una taza de té, reconstruye
todo un tiempo perdido, pasado. Huela, huela usted cuando pase
por una tienda de ultramarinos. Huele a Centenario, ¿verdad?
A 1910. La Infanta Isabel. El Presidente Montt. Roque Sáenz
Peña. Las primeras huelgas y manifestaciones. El abigarramiento
en el Hotel de Inmigrantes, las terceras, la carta de España,
la Exposición, las tiendas de ultramarinos.
Huela,
huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. ¿Huele
a retrato antiguo, verdad? A postal en colores. La Plaza del
Congreso. El monumento de los españoles. Un niño
con sombrerito de paja que cruza la calle. Un fiacre. Un tranvía
a caballos. El mayoral.
Huela,
huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele
a heliotropo, brocamelia y alelí. Huele a Parece que
Fue Ayer. A trencito del Parque Japonés. A cuello Mey.
A bigotera y cosmético. A 1914. Huele a progroms. A guerra
europea.
Los
diarios nos recuerdan cada día ese olor, esos olores.
Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Polonia… Kovno,
Vilma, Helsingfors, Riga…
Inmediatamente se desparrama un olor a arenque ahumado, a pepinos
en vinagre, a salmón en lata, a pescado en barrica, a
esturión, a bacalao, a arreos de pesca, a … un
olor ultramarino. (Todo esto puede ser un poco literario, pero
ustedes comprenderán).
En
seguida, el paisaje. Ahora hay sobresalto en el mar, en las
rías y en los ríos; en los prados y en las colinas.
¿Qué
será de esos paisajes reproducidos en los atriles de
algunos pianos automáticos?
¿Qué será de la rueda del molino mal pintado?
Vemos a una mujer gorda cortando pescado sobre una tabla. (La
gorda de la pescadería).
A
un grupo de hombres del norte cuchicheando a la puerta del café
maloliente. A un vendedor de diarios cuyos títulos no
podremos deletrear nunca. A un sacerdote de una religión
extranjera –y extraña-. A un retrato de novios,
en el fondo de la sala, sobre unos tarros de compota de penetrante
olor (ultramarino). A alguien que cruza la calzada llevando
a un niño de la mano. A un niño agitando desde
la borda de un barco de carga su gorra de pana (ultramarina).
Y, finalmente, a una pandilla de chiquillos rubios, rotosos,
sucios, que hablan ya el lenguaje de la calle, el lenguaje argentino,
mientras la más vieja de las mujeres, la más vieja,
mueve melancólicamente la cabeza y habla todavía
del barco como el gringuito cautivo de "Martín Fierro".
Y,
sobre la mesa, el diario, y en el diario los telegramas fechados
en esos lugares (ultramarinos) que, sin duda, no conoceremos
nunca. Y entonces, al puchero cotidiano se mezcla un súbito
y profundo olor (ultramarino) de arenque ahumado, de salmón
en lata, de pepino en vinagre, de pescado en barrica.
Es
curioso.
Y triste, bien triste, muy triste. (Ultramarino).
UN
BIFE A CABALLO
“Un
bife a caballo”, pertenece a La rueda del molino mal pintado.
Buenos Aires, Manuel Gleizer Editor,
1
Abandonó
el Nelson Bar pasada la media noche y se encaminó al
hospedaje. A pesar del premeditado exceso de alcohol, su mente
conservaba extraordinaria lucidez.
Había
anclado en el café, abatido de preocupaciones tristes,
con el propósito de embriagarse y sólo había
conseguido serenar un poco su malbaratado sistema nervioso.
Se
deslizaba con paso seguro por las calles atechadas y sombrías
del Paseo de Julio, desviando su obsesión en los transeúntes
que derrochaban equilibrio o discutían estrepitosamente
junto a los pilares de la derruida recova.
Desde
hacía dos noches dormía en un hotelucho del Retiro.
Procuraba llegar tarde, con los ojos con sueño y el cuerpo
cansado, porque le aterraba el insomnio en aquella habitación
estrecha, envuelta en un vaho cosmopolita, en cuyas paredes
un silencio desolado dibujaba despavoridas figuras.
Al
penetrar en la fonda, sentía el malestar de la cercanía
de esos cinco hombres desconocidos que se renovaban todas las
noches y que eran sus obligados compañeros de pieza.
Se
sumergió en la luz anémica del zaguán.
Era un hombre joven, vestía un traje gris –el saco
arrugado y los pantalones con rodilleras— y zapatos negros.
Avanzó por el estrecho pasillo y se detuvo en el vestíbulo,
junto a un precario mueble donde cabeceaba el sereno.
—Buenas
noches.
El
sereno le dirigió una mirada soñolienta.
Se
conocían. El hombre pagó el importe de la cama
y preguntó:
—¿Es
la misma habitación?...
—La
misma. Número nueve —respondiole el empleado.
—Bueno.
Hasta mañana.
—Hasta
mañana.
El
eco de sus pasos resonó en el cerebro aturdido del sereno.
A los pocos segundos se le oyó volver. El sereno abrió
de nuevo los ojos e inquirió:
—¿Qué
le pasa, amigo?...
—Quería
avisarle que mañana no me despierte a la hora de siempre.
Déjeme dormir, nomás, porque no tengo nada que
hacer.
—Está
bien.
El
hombre recorrió con la mirada el ángulo donde
se hallaba parapetado el sereno y, reparando en una hilera de
fotografías, preguntó:
—Y
esos… ¿son amigos del patrón?...
—¡No
sea ingenuo!... ¡Esos son ladrones de hotel!...
—¡Ah!...
Otra
vez el hombre se perdió en el largo corredor del fondín.
2
Dio
una vuelta a la llave de la luz y dejó escapar una malhumorada
interjección. El dueño del hotel, para evitar
el mínimo gasto de corriente, cerraba el medidor al retirarse.
Encendió
un fósforo y se adelantó tanteando en las sombras.
Cada una de las cinco camas de la habitación, tenía
ya un inquilino. El hombre tropezó con una silla. Y el
ruido provocó un breve ruido de protesta.
—Disculpe…
Fue sin querer…
Nadie
le respondió.
El
fósforo le quemó los dedos y el hombre lo dejó
caer con un gesto enojado. Verdaderamente, todas las pequeñas
cosas le salían mal.
Se
quitó el saco y lo colocó a los pies de la cama.
Luego el pantalón y los zapatos.
Debajo
de la almohada, con justificada precaución, guardó
su cartera y su revólver.
Ya
una vez le habían robado un reloj y un par de medias.
Unas medias veteranas y desteñidas. Le dejaron otras
en su lugar. Dos medias agujereadas, deplorables, que no pudo
usar.
Se
introdujo entre las sábanas frías y permaneció
largo rato encogido, con la cabeza apoyada en la palma de la
mano, meditando en la inutilidad de su existencia, con la esperanza
de conciliar el sueño.
3
Un
leve ruido lo despertó. Estaba semidormido. Alguien que
se arrastraba en la oscuridad chocó contra el respaldo
de su cama. Abrió los ojos y alcanzó a distinguir
el bulto sigiloso. Tosió para espantarlo y vio que el
bulto se alejaba hacia el lecho vecino.
Pensó:
“Será un ladrón”… Y bajó
los párpados. El tiempo terco, atormentador, inaguantable,
lo acariciaba con su mano húmeda, resbalaba sobre su
cuerpo. Sentíase lastimado de sueño.
Su
cerebro se entretuvo en desmenuzar esta frase: “Será
un ladrón”. “Quería robarme…
Acaso sea el mismo que se llevó mis medias y mi reloj…
¿Cómo habrá llegado a esto?... Quizá
yo mismo sea mañana un ladrón…”
Un
estremecimiento helado lo hizo agitarse entre las ropas. Diose
vuelta en la cama. No podía dormir. Y lo trágico
era que sus ojos leían en la oscuridad una espantosa
pesadilla.
“…Ese
hombre es lo que seré yo mañana… He esperado
treinta y tres años de honestidad para revelarme un ladrón
en este hotel miserable… Esta noche he descubierto mi
destino. Ya soy un ladrón… ¿Qué espero
para arrojarme de la cama y deslizarme como un gato por el tejado?...”
Se
incorporó. El ruido del elástico provocó
un movimiento molesto en el inquilino de al lado. Temeroso,
el hombre permaneció quieto en el lecho.
“…Esta
noche, o mañana o pasado a más tardar, robaré…
Es fatal. Y si he de ser un ladrón mañana…
¿por qué no robar esta misma noche?...”
En
el muro de sombras se iluminó la colección de
retratos de delincuentes que había visto en el hall.
—Esos
son ladrones de hotel… —volvió a decirle
la voz del sereno.
Y
junto a tantas fotografías, vio surgir su rostro consumido
y apenado.
4
Otra
vez intentó arrojarse del lecho y los muelles del colchón
se quejaron.
Estaba
de Dios que no podría iniciarse esa noche en el duro
oficio de ladrón.
“Acaso
no serviré siquiera para robar…”
Las
sombras de la habitación se posesionaron de su cerebro.
Ya no pensaba más en cosas raras. Extendió la
mano debajo de la almohada y acarició el revólver.
“…Esta
oportunidad de evasión no se me presentará mañana.
Un hombre acosado no se suicida de día. A lo sumo, empeña
el revólver… ¿Por qué le advertí
al sereno que no me despertara?...”
Atrapó
el arma e inconscientemente se aplicó el caño
en la sien.
Apretó
el percutor. La denotación sobresaltó a los desdichados
inquilinos que dormían en el sórdido hotel del
Retiro.
5
—Vea,
agente, un hombre que se suicida en casa ajena, en una casa
que es descanso de hombres sin hogar, es un mal educado…
¿Por qué no se mató en la mitad de la calle?...
Yo le hubiera pagado de buena gana para evitarme este cuadro…
Créamelo.
—Usted
se queja, patrón… ¿Yo?... ¿Qué
podré decir yo?… Me costó un trabajo bárbaro
conseguir el peso de la cama y apenas cierro los ojos cuando
me obligan a abrirlos… Ahora ya no podré dormir
y a lo mejor, mañana, tendré que conformarme con
un banco de plaza…
—¿Por
qué se habrá suicidado?...
—¡Vaya
uno a saber!... ¡La miseria… la soledad!... ¿Quién
le dice que no sea un pájaro de cuenta?...
—Eso
lo sabremos después, cuando informe la oficina dactiloscópica.
—¿Usted
se va a quedar, agente?
—Sí,
tengo que hacerle compañía al cadáver hasta
que aparezca el juez.
—Bueno,
¿quiere tomar alguna cosa?...
—No,
gracias… O, si no, vea amigo, hágame preparar un
bife a caballo. ¿Sabe que estoy sintiendo ganas de comer?...
Le
sirvieron el bife a caballo en la mesita de noche, junto a la
cama del muerto. Comía con apetito, sin reparar en el
hilo de sangre que trazaba un barbijo en el rostro del suicida.
FUENTES:
Contrapunto, Abanico, Biblioteca Nacional
Caracteres:
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