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Martes, 14 Diciembre, 2021 16:36
 
 

Si supiese qué es lo que estoy haciendo, no le llamaría investigación, ¿verdad?

Albert Einstein

 

 

"¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir 'amor, amor', y que debían los pueblos pedir como piden pan".

FEDERICO GARCÍA LORCA

ARTE Y CULTURA / ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑÓN

TRABAJOS DE ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑÓN

PERIODISTA Y ESCRITOR / ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑÓN

Por Elena Luz González bazán especial para Villa Crespo Digital

11 de mayo del 2015

Enrique González Tuñón nació en Buenos Aires en 1901 y murió en Cosquín, provincia de Córdoba, en 1943. Fue cuentista, periodista y ocasionalmente novelista. César Tiempo ha dicho de él: “preferirá rodearse de pícaros y hampones, dormir en hoteles espantosos, cuando dispone de un peso para la cama, o si no en los bancos de las plazas; cantar Tosca en las lecherías más inverosímiles, visitar los cambalaches donde se trafica con ropas de cadáveres y, abandonado de toda piedad, soñar, desde el fondo de si zahurda —como los eremitas endemoniados— con la gloria hecha mujer o viceversa”.

Igual que su hermano Raúl, fue un personaje clave de la bohemia literaria de los años de Boedo y Florida, pero resulta difícil identificarlo con uno u otro grupo en forma excluyente. Colaboró en Martín Fierro y en Proa, pero —como apunta Pedro Orgambide— su anarquismo romántico y el matiz proletarizante de sus páginas más características, parece orientarse espiritualmente hacia Boedo.

Fue el primero en llevar la polémica entre los dos grupos al conocimiento público desde las columnas de Crítica.

Posiblemente su obra más lograda sea Camas desde un peso (1932), de clasificación dudosa: novela en forma de cuentos o bien relatos que comparten ambiente y personajes. Allí, en un infame tugurio llamado “El puchero misterioso”, cinco atorrantes porteños comparten una pieza por el módico precio que especifica el título.

Citaremos entre sus obras: Tangos (1926), El alma de las almas inanimadas (1927), La rueda del molino mal pintado (1928), Apología de un hombre santo (1930), Camas desde un peso (1932), El tirano (1932), El cielo está lejos (1933), y La calle de los sueños perdidos (1941).

LA CALLE DE LOS SUEÑOS PERDIDOS

"Dios creó al hombre para que fuera feliz"
Tolstoi

Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
Muchos seres perdieron un sueño. ¿Cuántos siguen el rastro del sueño perdido?
Un sueño puede perderse de día o de noche, a la hora indecisa de la madrugada, en la calle, en la casa, en un hotel, en una plaza, en un vagón de ferrocarril, en un barco. En cualquier lugar puede perderse un sueño como se pierde una llave.
¿Ha encontrado usted alguna vez una llave en la calle?
¿Ha encontrado un sueño perdido?
(De qué le vale una llave, un sueño, si no es su llave, su sueño?)
El mundo está lleno de sueños perdidos.
El honrado chofer devolvió la valija olvidada en su coche de alquiler. El honrado transeúnte devolvió la cartera repleta de billetes.
Nadie, que yo sepa, ha devuelto un sueño.
Nadie.

Y los sueños se pierden, de la noche a la mañana, como cualquier objeto. Se pierden y se encuentran. (¿Dónde? ¿Dónde?)
Un hombre ha perdido un sueño (Se gratificará a quien lo devuelva). Lo perdió en una ausencia, o en una espera. No sabría decir dónde.
Hay un lugar adonde van a parar los objetos perdidos. Llaves, anillos, medallas, Cristos de plata y de bronce, cadenas, relojes, puñales, recuerdos de familia, todo lo que se pierde y se encuentra. Menos los sueños. No hay una sección de extravíos y hallazgos para los sueños y los destinos. Un lugar, una especie de Rastro celeste, de entrecielo, donde uno pudiera hallar aquello esencial de su vida: lo único que podría darle la felicidad.

Dios creó al hombre para que fuera feliz.
Habría que crear ese lugar. Abrir una nueva calle fuera de la nomenclatura urbana. La calle de los sueños perdidos, de los sueños equivocados, de los sueños fugitivos, remotos, desvanecidos, desencontrados; de los sueños que sobreviven; de los sueños inéditos; de la ausencia y de la espera; del regreso a un día en que el sueño pudo ser nuestro. En que pudimos encontrarnos con nuestro verdadero destino.
El hombre que perdió un sueño podría encontrarlo en la calle de los sueños perdidos.
Volvería a arder el fuego interior bajo la triste capa de ceniza que lo cubría. Todo se manifestaría libremente. Se romperían, al conjuro del sueño aprehendido, las ataduras, los prejuicios, los impedimentos, lo que se oponía a su felicidad.
Y como Dios creó al hombre para que fuera feliz, todo le sería permitido para serlo. Hasta el egoísmo.

Todos los sueños existen. Existe el sueño de cada destino. El sueño que haría feliz al desdichado y que rompería la obstinación en el mortal fastidio del pesimista.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos.
Muchos han perdido un sueño y se han acomodado a otro. Números equivocados del destino, se resignan con su suerte. Permutan un sueño por otro. El verdadero sueño, nuestro íntimo sueño, vital, existencial, ¿dónde está? Se fue, quizás, por una puerta falsa. Llegó a buscarnos cuando recién salíamos; se desvaneció en la bruma; cayó en una trampa o en una alcantarilla. Quien sabe dónde.
De este desencuentro del hombre y su sueño nació la irremediable congoja.
Lo que pudo haber sucedido y no sucedió.
¿Qué hay detrás del portal donde la madre anónima dejó abandonado a su hijo?
El postulante nunca pudo entregar su carta al ministro. El anciano mendigo no pudo hablar jamás con el director del asilo.

En esa estación no se detuvo el tren. Y allí estaba el sueño aguardando.
En ese puerto no se detuvo el barco. Y allí estaba el sueño aguardando.
El cómico trashumante perdió su mejor contrata.
El saltimbanqui...
El aventurero...
El presidiario...
El criminal...
El suicida...
El poeta...
Tal día, tal hora, ¿dónde estábamos?
La suerte nos llamó por nuestro nombre. No la escuchamos.
La suerte no llama dos veces.
Después, nos equivocamos de puerta. Llamamos y nos dieron con la puerta en la cara, como suele hacerse con los mendigos.
Quizás no debíamos haber perdido el tiempo buscando un sueño. Quizás el sueño viniera solo a nuestro encuentro.
Tarde ya gritamos nuestra desesperación inútil. Agitamos los brazos como el náufrago en la soledad del mar. Nadie acudió a nuestro llamado. Nuestra angustia fracasó en el silencio.

Hay que crear la calle de los sueños perdidos. El Rastro celeste. El entrecielo.
Allí encontraríamos nuestro sueño. Allí estarían, en exposición, los sueños fugitivos, los sueños intactos, los sueños usados, los sueños abandonados, frustrados, despreciados, olvidados.
Allí resucitaría el sueño. Palpitaría como una criatura recién nacida.
Todos los sueños existen. Existen los sueños que se realizan y los que se pierden y aún los sueños inconcretos.

La felicidad existe.
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
El rastro del sueño perdido lo lleva a una puerta cerrada. ¿Qué puerta es ésa?
Detrás de esa puerta quizás nos aguarde el sueño. Quizás nos hallemos nosotros mismos, de rodillas, o ese hermano menor que siempre nos acompaña.
Que no tiemble nuestra mano al llamar a esa puerta. Que no tiemble.

TIENDAS DE ULTRAMARINOS

Del libro En la calle de los sueños perdidos, Buenos Aires, Litterae Sociedad Editorial Americana, 1941

Ese olor de las tiendas de ultramarinos. ¿Recuerda usted? En pleno centro, a veces. O mejor, en la calle Pedro Mendoza, o en Junín y Corrientes. Olor de vodka y salmón en lata; de arreos de pesca y arenque ahumado. Ese olor.

Ese olor a color de mapa.
Ese olor a ruido de motor de remolcador.
Ese olor a Hotel de Inmigrantes.
Ese olor a colonia extranjera. Ese olor.

Ese olor fresco del alambre y la cuerda; ese olor húmedo, espeso, de mostrador y trastienda; de comida dulce; de dulce agrio; de ropa comprada en puertos; ese olor ultramarino. Ese olor.

Ese olor a comida en las calles Veinticinco de Mayo, Reconquista o Leandro Alem. Olor a agencia de colocaciones, también. Y a calentador a kerosene. A tufo de calentador. A violín sacado del baúl lleno de polvo. A armónica. A afiches de la guerra ítalo-turca o anglo-boers. Ese olor.

Ese olor a tricomía de Trípoli. De familia real española. Ese olor.
Ese olor ultramarino.
Ese olor azul de mapa y ojo de buey.

El personaje de Proust por el aroma de una taza de té, reconstruye todo un tiempo perdido, pasado. Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a Centenario, ¿verdad? A 1910. La Infanta Isabel. El Presidente Montt. Roque Sáenz Peña. Las primeras huelgas y manifestaciones. El abigarramiento en el Hotel de Inmigrantes, las terceras, la carta de España, la Exposición, las tiendas de ultramarinos.

Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. ¿Huele a retrato antiguo, verdad? A postal en colores. La Plaza del Congreso. El monumento de los españoles. Un niño con sombrerito de paja que cruza la calle. Un fiacre. Un tranvía a caballos. El mayoral.

Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a heliotropo, brocamelia y alelí. Huele a Parece que Fue Ayer. A trencito del Parque Japonés. A cuello Mey. A bigotera y cosmético. A 1914. Huele a progroms. A guerra europea.

Los diarios nos recuerdan cada día ese olor, esos olores.
Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Polonia… Kovno, Vilma, Helsingfors, Riga…
Inmediatamente se desparrama un olor a arenque ahumado, a pepinos en vinagre, a salmón en lata, a pescado en barrica, a esturión, a bacalao, a arreos de pesca, a … un olor ultramarino. (Todo esto puede ser un poco literario, pero ustedes comprenderán).

En seguida, el paisaje. Ahora hay sobresalto en el mar, en las rías y en los ríos; en los prados y en las colinas.

¿Qué será de esos paisajes reproducidos en los atriles de algunos pianos automáticos?
¿Qué será de la rueda del molino mal pintado?
Vemos a una mujer gorda cortando pescado sobre una tabla. (La gorda de la pescadería).

A un grupo de hombres del norte cuchicheando a la puerta del café maloliente. A un vendedor de diarios cuyos títulos no podremos deletrear nunca. A un sacerdote de una religión extranjera –y extraña-. A un retrato de novios, en el fondo de la sala, sobre unos tarros de compota de penetrante olor (ultramarino). A alguien que cruza la calzada llevando a un niño de la mano. A un niño agitando desde la borda de un barco de carga su gorra de pana (ultramarina). Y, finalmente, a una pandilla de chiquillos rubios, rotosos, sucios, que hablan ya el lenguaje de la calle, el lenguaje argentino, mientras la más vieja de las mujeres, la más vieja, mueve melancólicamente la cabeza y habla todavía del barco como el gringuito cautivo de "Martín Fierro".

Y, sobre la mesa, el diario, y en el diario los telegramas fechados en esos lugares (ultramarinos) que, sin duda, no conoceremos nunca. Y entonces, al puchero cotidiano se mezcla un súbito y profundo olor (ultramarino) de arenque ahumado, de salmón en lata, de pepino en vinagre, de pescado en barrica.

Es curioso.
Y triste, bien triste, muy triste. (Ultramarino).

UN BIFE A CABALLO

“Un bife a caballo”, pertenece a La rueda del molino mal pintado. Buenos Aires, Manuel Gleizer Editor,

1

Abandonó el Nelson Bar pasada la media noche y se encaminó al hospedaje. A pesar del premeditado exceso de alcohol, su mente conservaba extraordinaria lucidez.

Había anclado en el café, abatido de preocupaciones tristes, con el propósito de embriagarse y sólo había conseguido serenar un poco su malbaratado sistema nervioso.

Se deslizaba con paso seguro por las calles atechadas y sombrías del Paseo de Julio, desviando su obsesión en los transeúntes que derrochaban equilibrio o discutían estrepitosamente junto a los pilares de la derruida recova.

Desde hacía dos noches dormía en un hotelucho del Retiro. Procuraba llegar tarde, con los ojos con sueño y el cuerpo cansado, porque le aterraba el insomnio en aquella habitación estrecha, envuelta en un vaho cosmopolita, en cuyas paredes un silencio desolado dibujaba despavoridas figuras.

Al penetrar en la fonda, sentía el malestar de la cercanía de esos cinco hombres desconocidos que se renovaban todas las noches y que eran sus obligados compañeros de pieza.

Se sumergió en la luz anémica del zaguán. Era un hombre joven, vestía un traje gris –el saco arrugado y los pantalones con rodilleras— y zapatos negros. Avanzó por el estrecho pasillo y se detuvo en el vestíbulo, junto a un precario mueble donde cabeceaba el sereno.

—Buenas noches.

El sereno le dirigió una mirada soñolienta.

Se conocían. El hombre pagó el importe de la cama y preguntó:

—¿Es la misma habitación?...

—La misma. Número nueve —respondiole el empleado.

—Bueno. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

El eco de sus pasos resonó en el cerebro aturdido del sereno. A los pocos segundos se le oyó volver. El sereno abrió de nuevo los ojos e inquirió:

—¿Qué le pasa, amigo?...

—Quería avisarle que mañana no me despierte a la hora de siempre. Déjeme dormir, nomás, porque no tengo nada que hacer.

—Está bien.

El hombre recorrió con la mirada el ángulo donde se hallaba parapetado el sereno y, reparando en una hilera de fotografías, preguntó:

—Y esos… ¿son amigos del patrón?...

—¡No sea ingenuo!... ¡Esos son ladrones de hotel!...

—¡Ah!...

Otra vez el hombre se perdió en el largo corredor del fondín.

2

Dio una vuelta a la llave de la luz y dejó escapar una malhumorada interjección. El dueño del hotel, para evitar el mínimo gasto de corriente, cerraba el medidor al retirarse.

Encendió un fósforo y se adelantó tanteando en las sombras. Cada una de las cinco camas de la habitación, tenía ya un inquilino. El hombre tropezó con una silla. Y el ruido provocó un breve ruido de protesta.

—Disculpe… Fue sin querer…

Nadie le respondió.

El fósforo le quemó los dedos y el hombre lo dejó caer con un gesto enojado. Verdaderamente, todas las pequeñas cosas le salían mal.

Se quitó el saco y lo colocó a los pies de la cama. Luego el pantalón y los zapatos.

Debajo de la almohada, con justificada precaución, guardó su cartera y su revólver.

Ya una vez le habían robado un reloj y un par de medias. Unas medias veteranas y desteñidas. Le dejaron otras en su lugar. Dos medias agujereadas, deplorables, que no pudo usar.

Se introdujo entre las sábanas frías y permaneció largo rato encogido, con la cabeza apoyada en la palma de la mano, meditando en la inutilidad de su existencia, con la esperanza de conciliar el sueño.

3

Un leve ruido lo despertó. Estaba semidormido. Alguien que se arrastraba en la oscuridad chocó contra el respaldo de su cama. Abrió los ojos y alcanzó a distinguir el bulto sigiloso. Tosió para espantarlo y vio que el bulto se alejaba hacia el lecho vecino.

Pensó: “Será un ladrón”… Y bajó los párpados. El tiempo terco, atormentador, inaguantable, lo acariciaba con su mano húmeda, resbalaba sobre su cuerpo. Sentíase lastimado de sueño.

Su cerebro se entretuvo en desmenuzar esta frase: “Será un ladrón”. “Quería robarme… Acaso sea el mismo que se llevó mis medias y mi reloj… ¿Cómo habrá llegado a esto?... Quizá yo mismo sea mañana un ladrón…”

Un estremecimiento helado lo hizo agitarse entre las ropas. Diose vuelta en la cama. No podía dormir. Y lo trágico era que sus ojos leían en la oscuridad una espantosa pesadilla.

“…Ese hombre es lo que seré yo mañana… He esperado treinta y tres años de honestidad para revelarme un ladrón en este hotel miserable… Esta noche he descubierto mi destino. Ya soy un ladrón… ¿Qué espero para arrojarme de la cama y deslizarme como un gato por el tejado?...”

Se incorporó. El ruido del elástico provocó un movimiento molesto en el inquilino de al lado. Temeroso, el hombre permaneció quieto en el lecho.

“…Esta noche, o mañana o pasado a más tardar, robaré… Es fatal. Y si he de ser un ladrón mañana… ¿por qué no robar esta misma noche?...”

En el muro de sombras se iluminó la colección de retratos de delincuentes que había visto en el hall.

—Esos son ladrones de hotel… —volvió a decirle la voz del sereno.

Y junto a tantas fotografías, vio surgir su rostro consumido y apenado.


4

Otra vez intentó arrojarse del lecho y los muelles del colchón se quejaron.

Estaba de Dios que no podría iniciarse esa noche en el duro oficio de ladrón.

“Acaso no serviré siquiera para robar…”

Las sombras de la habitación se posesionaron de su cerebro. Ya no pensaba más en cosas raras. Extendió la mano debajo de la almohada y acarició el revólver.

“…Esta oportunidad de evasión no se me presentará mañana. Un hombre acosado no se suicida de día. A lo sumo, empeña el revólver… ¿Por qué le advertí al sereno que no me despertara?...”

Atrapó el arma e inconscientemente se aplicó el caño en la sien.

Apretó el percutor. La denotación sobresaltó a los desdichados inquilinos que dormían en el sórdido hotel del Retiro.

5

—Vea, agente, un hombre que se suicida en casa ajena, en una casa que es descanso de hombres sin hogar, es un mal educado… ¿Por qué no se mató en la mitad de la calle?... Yo le hubiera pagado de buena gana para evitarme este cuadro… Créamelo.

—Usted se queja, patrón… ¿Yo?... ¿Qué podré decir yo?… Me costó un trabajo bárbaro conseguir el peso de la cama y apenas cierro los ojos cuando me obligan a abrirlos… Ahora ya no podré dormir y a lo mejor, mañana, tendré que conformarme con un banco de plaza…

—¿Por qué se habrá suicidado?...

—¡Vaya uno a saber!... ¡La miseria… la soledad!... ¿Quién le dice que no sea un pájaro de cuenta?...

—Eso lo sabremos después, cuando informe la oficina dactiloscópica.

—¿Usted se va a quedar, agente?

—Sí, tengo que hacerle compañía al cadáver hasta que aparezca el juez.

—Bueno, ¿quiere tomar alguna cosa?...

—No, gracias… O, si no, vea amigo, hágame preparar un bife a caballo. ¿Sabe que estoy sintiendo ganas de comer?...

Le sirvieron el bife a caballo en la mesita de noche, junto a la cama del muerto. Comía con apetito, sin reparar en el hilo de sangre que trazaba un barbijo en el rostro del suicida.

FUENTES: Contrapunto, Abanico, Biblioteca Nacional

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