—No
me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo
esa mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero
no como la había estado observando hasta ese momento, desde
que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared,
con un gesto resignado e insolente a la vez. "Levante",
se dijo. "Levante seguro", y le sonrió:—No
es goma lo que están quemando.—Ah,
¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué
es entonces? —Inmundicias
—murmuró Moure con malestar.—¿Y
de quién?—De
todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen
haciendo lo mismo.Desde
atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba
sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta,
apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido,
murmuró.
Ya
va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos
ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un
hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce
y Maure advirtió que se palpaba los labios.—¿Le
duelen? —se le acercó.—No.
Estoy
despintada.Y
esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase
deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.—Usted
no tiene esa boca —señaló Moure.Ella
abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera
en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de
un provinciano:—Sí,
tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire
despreciativo.—No,
no... —protestó Moure.—Pero
me gusta tener una boca así.
Unos
metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó
la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. "No
me puede fallar", se propuso Moure. Una mujer con la cabeza
cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante,
agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación
mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo,
la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear
eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.—Rezan,
¿no?—Sí
—dijo Moure.—Ah...
—ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente;
parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera
escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo.
Pero el cielo estaba negro y no se veía nada.
Después
se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió
a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la
chapa del hotel.—¿Está
cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía "No
me falla; no me puede fallar". Al fin de cuentas, él
había ido a la cola para eso.Pero
ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí
ni que no, solamente que no estaba segura. —¿Quiere
irse? — —Cuando
me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.—Pero
mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas:—¿Lo
dice en serio?—Yo siempre hablo en serio.—¿Y
cuánto dice que falta? Moure miró hacia adelante y
calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía
en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar
con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía
murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada,
un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:—Unas
tres horas dijo.—¿Tanto? Moure presintió que
a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni
le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra:
—Y, hay mucha gente —reflexionó. —A la
gente le gusta.—¿Estar en la cola?—Sí
—dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier
cosa...La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse
con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente.
"Esta
noche no puede fallarme", seguía pensando Moure. Y toda
esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que
en una procesión. Moure calculó: allá adelante
estarían por cruzar un puente, se le habrían roto
las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio
de la calle. Algo así pasaría. "Seguro".
Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían
los faroles y todo era tan borroso.—¿Me permite? —ella
se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero
un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos
de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla
para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya
va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies
desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento
la cabeza, verificó quién había dicho eso y
siguió con su rezo.—¿Un poco de sopa? —ofreció
Moure.—No —ella todavía estaba con los pies desnudos
y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre
la sopa.—¿Ni un poco?—No.Moure señaló:—Pero
mire que le están ofreciendo...Un soldado le había
tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara
adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló
a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción
y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la
miró humildemente pero ella había hundido las manos
en los bolsillos y sacudía los hombros:—Me aburre la
sopa —repetía—. De chica, me la hacían
tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco.Moure
sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes
de encenderlo. "Papa comida", se felicitó.
Estaban
muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado
y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso;
algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara
y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose
las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas,
un poco de harina o de barro. Después volvían a la
fila y les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan;
no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló:
otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado,
casi alegre.—¿Fuma? —preguntó Moure. Ella
miró a los costados, atentamente, después un poco
a la mujer que seguía arrodillada y rezongando:—¿Aquí?...
—y no sacó las manos de los bolsillos.Moure encendió
el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera:
eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. "Esto
marcha solo", se alegró. Ella le miraba la mano, sin
indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz
se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía
le molestara ese olor que había creído era de goma
quemada.—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada:
—¿Quién?—La Señora... ¿Quién
va a ser si no? Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos,
lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela
con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó
la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría
unos veinticinco, no mucho más. "Si me la pierdo soy
un...". Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban,
ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió
mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y
la deseó bastante.
Por
fin dijo: —Era joven...—¿Usted cree que la podremos
ver?—Y, no sé. Habrá que esperar.—Dicen
que está muy linda.—¿Sí?—La embalsamaron.
Por eso.Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer
arrodillada.—Hay que correrse —dijo ella como si se
tratara de algo inevitable.—Sí —advirtió
Moure—. Sí.Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante:
la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato
observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó
a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano
y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta
vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente.
Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para
ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada
más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure
advirtió que era de piel el sacón que tenía
porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le
hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo,
pero no se animó.—¿Vio? —era ella que
señalaba con el mentón desganadamente.
Moure
volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de
la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque
ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado
o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre
tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber
lo que se puede aguantar.—Está mal, ¿no? —murmuró.Pero
ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada
de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces,
porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres
o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas
con la punta del pañuelo.—¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre tengo.—¿Quiere...
?—Sí.Y fue ella misma quien lo tomó del brazo
y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier
lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente,
sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja.
Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún
asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías
iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente
sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo
cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle.
Cuándo
un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó
con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró.
Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos
de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras
y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido,
entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca,
¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió
la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia,
amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había
esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se
podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen
solas. Cuanto más se piensa, sale peor.
Cuando
el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el
chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo
a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de
toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente,
cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos
chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de
los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca,
Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba
el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí.
Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas
y ella empezó a reírse porque sentía las manos
de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla,
como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel
fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure,
algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor...
por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También
estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados
soltaba el volante como para dar explicaciones porque él
no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro?
Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro
portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado,
y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que
lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo
de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para
que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas
y no sirven para nada y por eso son mujeres.
El
coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía
ese mismo ademán de prescindencia.—¿Todo está
cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron
en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló
la espalda. —¡No te rías más, mujer! —la
sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza,
sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando
los labios y no cubriéndose la boca con una mano. —¿No
se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del
respaldo del chofer. —Y, no sé...—¿Nada
hay?—Más lejos...—¿Dónde?—En
la provincia.—¿Seguro?—No; seguro, no.—Estaba
de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.—Hay
que aguantarse —el chofer permanecía rígido,
conciliador—. Es por la señora.—¿Por la
muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran.—Sí,
sí.—¡Es demasiado por la yegua esa!
Entonces
bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó
a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija
de la puerta.—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba
hasta que encontró la manija y abrió la puerta—.
Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.