LOOR
A LA PASIÓN DE LEER
JUAN
FILLOY
Producción
de Villa Crespo Digital
6 de junio del 2014
Para leer un libro o un texto cualquiera de occidente, la mirada
sigue, de izquierda a derecha, la línea horizontal de los
renglones. El impulso inicial destrógeno se mantiene invariable
con la vista hasta llegar el punto final. De esto se deduce que,
al concluir la lectura de una novela de 300 páginas con 40
líneas en cada una de ellas, el lector ha movido 12.000 veces
levemente la cabeza. Es dable imaginarse entonces toda la movilidad
que el mundo greco-latino y cristiano ha gastado para instruirse
desde hace dos mil seiscientos años. Y por extensión,
cuánta energía sutil ha acopiado el espíritu
del hombre mediante ese movimiento pendular ya automatizado a través
de los siglos.
Infortunadamente,
esa mecánica visual que provoca la lectura está perdiendo
unanimidad.
Desde
hace unas pocas décadas, la televisión no sólo
ha usurpado los coeficientes didácticos de la lectura sino
también obligado al espectador a asumir una postura estática.
En efecto, frente al receptor, el ser humano fija la cabeza y mira.
Mira imperturbablemente y nada más, pues el aparato le da
todo hecho y masticado. El individuo ya no es persona. Ya no coopera
dialogando con el autor de un texto escrito, sino admitiendo lo
que resuelve un tándem de equipos. Vale decir que el goce
del relato o cuento que le ofrecen por ese medio ya no deleita,
por ser puramente sensorial.
La mecánica de la lectura siempre tuvo trascendencia espiritual,
porque insta a razonar e imaginar. Difiere totalmente del confort
y la platitud de la TV. El lector que se concentra en el texto que
lee, no pierde la ilación y complacencia que disfruta. En
cambio, el telespectador que acepta pasivamente lo que le brinda
la pantalla, se deja estar, se adecua al tedio que produce y, desplomada
su personalidad, se hunde en la modorra.
No
se reputen baladíes estas premisas. La humanidad occidental
ha consagrado milenariamente ese movimiento destrógeno de
la lectura. Y merced a ello, nosotros hemos adquirido otras virtudes
esenciales: saber dudar y decir no, pendulando la cabeza. Consta
apodícticamente que toda repetición enseña
y genera hábitos. Debido a ello, por ejemplo, la lectura
entre los japoneses, al operarse de arriba para debajo de sus caracteres
ideográficos, es lógico también que haya creado
en su pueblo otra virtud esencial: su venerable devoción
por la reverencia.
El libro en crisis
Es impactante y ubicuo el avance de la era electrógena. Su
realidad nadie la discute ni a ella nada se opone. La galaxia Guttenberg
palmariamente declina ante su fuerza innovadora.
Chirrían
las prensas que otrora lubrificaron el éxito de la imprenta.
El publish or perish de antes es hoy necrología pura. Se
publica cada vez menos y se propaga cada vez más. A la informática
no le interesa el hombre sino la sociedad de consumo. La crisis
del libro implica la crisis de la lectura. Las bibliotecas sucumben
en el hastío de sus salas desiertas. El eclipse total del
arte pictórico y la música melódica vaticinan
la bancarrota de la filosofía. Se ha trastornado la razón
y el equilibrio. Ya no hay humildad ni renunciamiento. Las hordas
tecnológicas compiten sin esfuerzo y arrasan con gusto los
bastiones religiosos y los últimos reductos laicos.
En
la coyuntura que se vive, resulta penoso comprobar que en vez de
mermar se acrecienta el desbarajuste actual. Queda ahí para
constancia. Porque las discordias solamente se aplacan con fuego,
y para que sea síndrome de la revolución que embaraza
al siglo XXI. La gente del planeta ya no se perfecciona; sólo
se capacita para lograr algo útil para su provecho. Ha renunciado
a priori a toda solidaridad. ¡Caput el ensueño, la
quimera y el ideal! Por eso, son resentidos o ilusos los que leyendo
se comprimen cavilando el destino general de la especie. La lectura
ha perdido su función clásica y pronto será
un vicio secreto. Ya no es colirio para la soledad ni consuelo para
retraídos. ¡Oh, la hojarasca de anuncios, avisos, reclamos,
panfletos que enturbia el aire!
El
alfabeto de la naturaleza
Cuando monto los anteojos sobre la nariz, ya no tomo como antes
diarios y revistas para
cabalgar en la actualidad. No merece las angustias que irroga. Está
cada vez más profusa y convulsa. Ya no tiene los escarceos
amables de antaño. Es puro corcovo bellaco de gritos, protestas
y cimbronazos sociales. Sí, todo parece la furiosa estampida
de la realidad desbocada.
Pienso
en el campo entonces:
Porque la pampa es un libro abierto, yo, hombre terrígeno,
he amado siempre sus páginas innumerables, feraces de sol,
lujosas de estrellas. Y sus dilatadas lontananzas: ya verdes, como
tapices de los sembradíos incipientes; ya doradas, como las
que convierte el linar en lagos apacibles.
Porque siempre preferí la extensión plana a la anfractuosidad
y el apeñuscamiento, he podido leer en el renglón
de los surcos el único evangelio de amor que existe: el del
trabajo. Por eso, con imponentes mayúsculas de álamo,
cipreses y eucaliptos, sigo leyendo los códices que narran,
no epopeyas de sangre, sino las aventuras copiosas de sudor del
hombre. Porque me gusta tenderme en los vastos solárium que
instala el girasol en la planicie, sé muy bien que cada planta
es una letra en el alfabeto de la naturaleza y cada ración
un poema de luz que nutre a la humanidad.
Y bien, desmontando los lentes de mi nariz, desmonto también
de un alivio inefable. Vuelve el fragor. Se crispan las circunstancias
y las contingencias. Y quedo perplejo. Le lectura ya está
maldita. La muchedumbre la execra. Y líderes astutos, merced
a las añagazas de la informática, están amasando
una civilización progresivamente iletrada.
Progreso
sin cultura
Desde el papiro al off set, resistiendo todavía, la letra
impresa constituye uno de los pocos baluartes activos de la sociedad.
Pero su dogma ya no es invulnerable. Se la acosa de todos lados.
Existen elementos negativos que vedan nutrir la sabiduría
y pulir la sensibilidad.
Prohíben pensar, renegando de la lectura como perdedero de
tiempo y seminario de infamias.
Es
gente sin fervor por la lectura, que odia hasta cuando el ciego
lee con la yema de los dedos textos traducidos por el punzón
de Braille.
Si
existieran estadísticas prolijas de la vida intelectual de
la Argentina, se podría establecer sin conjeturar que el
setenta por ciento de sus habitantes no leen un libro por año.
Son veintidós millones de personas que se atosigan de cualquier
modo con videos y casetes, menos leyendo.
El
vacío mental que ello implica es pavoroso. Tal vez alguien,
leyendo estas evidencias redarguya con las bullentes alharacas anuales
de la Feria del Libro. No confundir happenings de editores bolsillos-llenos
con el marasmo y la falta de apetencia de nuestro pueblo.
La
decepción y el descreimiento están generalizando en
todos los horizontes del planeta. El orden jurídico traquetea,
se desvencija y desaparece en naciones viejas y nuevas. La igualdad
es una piña y la justicia un escarnio. Violencia motu proprio
para suplir a ésta y corrupción doquiera para polucionar
el derecho, están tornando huraño el rostro de la
humanidad.
Jánicamente,
una mitad se inscribe en la esperanza del siglo próximo,
mientras la otra postula el desafío. Lo cierto es que será
un siglo revuelto y crápula. Un siglo-artimaña de
progreso sin cultura que sistematizarán los que posean el
poder.
FUENTE: Publicado en sección Cultura, de La Voz del Interior
/ 21 de febrero de 1991.
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