LA
CASA DEL LARGO PASILLO
ABELARDO
CASTILLO
Producción
de Villa Crespo Digital
17 de mayo del 2014
Quién
sabe, acaso fue porque hacía tantos años que Timoteo
era ascensorista de la Torre y a fuerza de vivir subiendo y bajando
acabó por no concebir más que dos direcciones posibles
-hacia arriba y hacia abajo-, o, acaso, porque era la primera vez
que la veía; el hecho es que aquella noche, al pasar frente
a la casa del largo pasillo, Timoteo tuvo miedo.
No
era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa estuviera
tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte
metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención
no haber reparado antes en ella.
A
partir de esa noche volvió a mirarla furtivamente todas las
noches. Frente a la puerta cancel sólo se concedía
un vistazo rápido y oblicuo, casi culpable, pero aunque su
mirada duraba el tiempo que se tarda en dar un paso, aquel pasillo,
siempre solitario (iluminado en alguna parte por una agónica
lamparita), le causaba una especie de vértigo. Un vacío
en la cabeza, idéntica, sin duda, al que debe experimentar
los que temen la altura.
Una
noche, con estupor, comprendió lo que pasaba. Al día
siguiente, en la Torre, se lo dijo a los otros ascensoristas. Lo
dijo en voz muy baja.
–Hay otra dirección –dijo, y atemorizado de inmediato
por el impreciso alcance de su descubrimiento, murmuró en
secreto:
–Hacia el costado.
Los
otros ascensoristas se rieron de él y, doblados en dos, dándose
grandes palmadas en los muslos, le preguntaron si estaría
loco.
Timoteo
ya nunca más mencionó el asunto. Le cambió
la cara, eso sí, o el color de los ojos, al menos si las
muchachas se fijaran en ascensoristas como Timoteo, alguna habría
dicho que se trataba del color de los ojos. En realidad, era el
modo de mirar. Miraba como desde lejos, como si los objetos fueran
transparentes. Era tímido; se volvió reconcentrado
y silencioso. Pero a veces lo sacudía una risita que desentonaba
un poco con la severidad de su ascensor, y con el tiempo fue perdiendo
la exactitud y la eficacia que lo habían caracterizado siempre.
No era difícil adivinar en qué pensaba cuando, como
los jóvenes ascensoristas chapuceros, no acertaba con la
palanca de mando o se detenía entre dos pisos, o, sacudido
por su risita, pasaba a toda velocidad piloteando su jaulón
ante las puertas abarrotadas de gente.
–Pobre
Timoteo, envejece –murmuraban los ascensoristas, y hacían
circuitos con el dedo, junto a la sien.
Ya
se sabe cómo son estas cosas. Las autoridades acabaron por
enterarse, lo mandaron llamar, le confesaron que su comportamiento
actual era desconcertante, por no decir anárquico, se miraron
entre sí moviendo las cabezas con aprobación. Y cuando
Timoteo, girando los ojos (tan claros, de golpe) hacia los rincones
del despacho como quien teme ser oído por gente que habitara
en los zócalos, pero con voz inesperadamente alta, habló
de la casa de la calle Tarija, las autoridades volvieron a mirarse.
Y Timoteo, incrédulo, escuchó que había sido
transferido a uno de los prescindibles ascensores nocturnos.
Y
sabe dios a qué sórdido montacargas habría
ido a dar de no haberse detenido por fin, una noche, ante el umbral
de la casa del largo pasillo. Ahora, al salir de su propia casa,
veía el corredor con el ángulo del otro ojo. Comprobó
que el vértigo era el mismo. Esa noche se detuvo y lo miró
de frente, por un momento temió irse de cabeza hacia el fondo,
chupado por el corredor; por un momento estuvo a punto de cerrar
los ojos y estropearlo todo. Pero ahí se quedó; después
dio un paso. El corazón le latía como si fuera un
pájaro.
Porque
Timoteo no sólo se detuvo sino que, sin reflexionar en las
derivaciones que podría tener su conducta, sin importarle
la confusión que reinaría esa noche en la Torre aunque
su ascensor actual fuera uno de los menos importantes (pues ya se
sabe que la ausencia o aun la distracción del operario más
oscuro puede acarrear catástrofes irreparables a toda la
administración, por no decir a los dueños del edificio
o, quizá, a la ciudad entera), sin importarle ninguna de
las grandes ideas sobre responsabilidad, disciplina, lealtad, que
un día lo llevaran a manipular los más honrosos ascensores,
Timoteo, irrevocablemente, se internó en el largo pasillo.
Caminó. Luchando contra el vértigo y el miedo, Timoteo
caminó y caminó, nadie podría decir cuánto
tiempo, hasta llegar al sitio donde brillaba la lamparita cenicienta
(el pasillo, por supuesto, seguía mucho más allá;
Timoteo no pudo dejar de pensar que, de recorrerlo íntegro,
acabaría saliendo a la misma calle Tarija por la cual había
entrado, sólo que saldría en la vereda opuesta). Debajo
de la lamparita había una puerta. Estaba pintada con el mismo
color de las paredes y era indudable que no había sido construida
para ser vista. La paradoja de que apareciera casi denunciada por
una vaga luz y, al mismo tiempo, disimulada con astucia en la pared,
bastaba para demostrarlo. O, al menos, para demostrar que sólo
la ingenuidad o el azar podían conducir hasta ella. Pero
el ascensorista Timoteo no era un individuo deductivo, ni siquiera
cauto. Simplemente llegó hasta la puerta y, como se sabía
demasiado comprometido para echarse atrás, la empujó,
suavemente.
Entonces
vio al hombre corpulento.
Lo vio ahí, recostado en una otomana. Con oscura belleza
de tormenta, le anochecía la cara una barba orgullosa, negrísima.
Iba vestido de un modo que a Timoteo le pareció familiar,
no supo por qué. Llevaba puesto un turbante colorado sangre,
en el que se incrustaba, a manera de broche, una gran piedra lunar.
Largamente el pelo le caía sobre los hombros. Timoteo vio
que la parte superior de sus botas se volcaba en campana sobre la
caña, vio a los pies del hombre una piel de tigre, vio sus
amplias babuchas de seda oscura. Entre los pesados pliegues de su
capa entreabierta, junto a la cadera izquierda, lo deslumbró
la empuñadura de una cimitarra.
Timoteo
pensó que aquel caballero era realmente hermoso.
Y entonces recordó a Sandokán, el príncipe
malayo, capitán remoto de piraterías anteriores, muy
anteriores a las altas edificaciones y sus jaulas.
El hombre se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
– ¿Cómo llegaste hasta esta puerta? ¿Cuál
es tu nombre?
–Sólo puedo contestarle la segunda pregunta –respondió,
cohibido, Timoteo–. Soy Timoteo, el ascensorista. ¿Y
usted?
En la voz del hombre, la palabra cobró la sonoridad de un
órgano en un templo cuando dijo:
–Sandokán.
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