EL
DESERTOR Y LA MUJER QUE HACÍA CÁLCULOS
HÉCTOR
TIZÓN
Producción
de Villa Crespo Digital
16
de mayo del 2014
Si
hubiera vivido mi pobre marido, el Carmelo, no me habría
pasado todo esto. Pero el Carmelo ya me va costando muchas velas,
quizá quinientas; Pepe dice que quinientas es un número
que puede abarcar mucho, que todo Yala puede cos¬tar quinientos,
pero yo sé que mil doscientos son más que qui¬nientos,
y también dos responsos y con solo el primero el cu¬ra
me llevó los únicos cabritos que tenía, pero
ahora me anda diciendo que ya es tiempo de otra misita y que con
las únicas dos y todo, no va a llegar el Carmelo ni al Purgatorio,
pero ya no tengo más los dos cabritos. Lo que el cura no
sabe es lo de mi pensión, pero esa platita es sólo
para mí.
Yo
lo había visto largarse del camión viguero, colora¬do
y grande, y después lo vi tres veces más y lo seguí
viendo cada vez que iba y volvía llevando los quesillos.
Tenía una flor en la oreja y una camisa a cuadros. Se bajó
del camión y gritó: "Aquí me quedo",
sentándose después en esa piedra grande debajo del
ceibo seco. Allí estaba todas las mañanas y todas
las tardes, con la flor en la oreja. Hasta que empezó a tocar
el acordeón en el boliche y entonces, de la piedra deba¬jo
del ceibo seco se pasó a la galería y desde allí
tocaba el acordeón por la comida y el techo.
La
primera vez que me habló, yo andaba con el ves¬tido azul
y también me había puesto este pañuelo que
se me ocurrió comprarle al Turco. Me dijo:
-¿No gusta una copa, moza? -y mirando a don Er¬menegildo
agregó-: El bolichero paga; total, para animar, digo.
Yo me quedé parada junto al palo del palenque, con¬templándome
las alpargatas y acariciando con una mano el palo suave ya de tanto
sobarlo con los tientos de las riendas. Después tomé
el vaso de vino, de un solo golpe, y ahí digo yo que estuvo
la mala suerte, porque ni a los muertos les de¬jé nada.
-Así
me gusta -dijo él. Pero yo ya me había ido y ligero
me escabullí en el recodo de la pirca.
Desde
entonces ya no me sacaba el vestido azul ni el pañuelo del
Turco. Desde ese día todas las veces que pasaba me invitaba
la copa, y al dármela, se quedaba tironeándome la
mano y riéndose con su risa ancha y con todos sus dientes
blancos y completos. Hasta que una noche me encontró por
el camino; iba a mi casa de regreso con el canasto de los que¬sillos
vacío; yo tenía ganas ya y sus veinte años
me ayudaron. Doroteo Mendoza, se llamaba.
¡Ah,
si no se hubiera muerto el Carmelo!, digo yo.
Después
de esa noche se vino a vivir al rancho, y una mañana me dijo:
-Ahora vamos a casarnos.
-¿Para qué? -dije yo.
-¿Cómo para qué? La gente debe casarse.
Y
yo dije:
-Está bien.
Continué
contando los quesillos del canasto y él vol¬vió
a hablar:
-Mirá, Natalia, que te conviene: yo con mi sueldo del Correo
tengo dos mil pesos y ahora me toca el servicio militar; mientras
yo esté en el cuartel vos cobrás la mitad, o sea mil,
con eso, más los doscientos de tu pensión tenés
mil doscientos, sin contar los quesillos.
Toda
esa mañana anduve atolondrada, haciendo su¬mas, yendo
de aquí para allá con los quesillos, sin hallarme.
A la noche volví. Él estaba recostado fumando y cuando
en¬tré se sentó en el borde del catre y dijo:
-¿Y, estás decidida?
Yo
dejé el canasto con todos los quesillos y dije:
-Está bien.
¡Ah, Carmelo!; "maldito Carmelo" diría, si
no estuviera difunto. Y todo por cabeza dura; por chupar tanto con
esos bo¬livianos roñosos se murió como una vaca
hinchada y apestada.
Doroteo
me dijo:
-No hay que perder tiempo. Nos vamos al Registro Civil y listo.
Yo
estaba todavía atolondrada con la cuestión de la suma:
mil más doscientos, mil doscientos, y los quesillos y por
eso quizá no me di cuenta cuando él dijo que por civil
bastaba, que para la Iglesia había tiempo. Él dijo
que eso era suficiente y yo que no lo oí bien me dejé
llevar. Si hubiera sido con el cura tal vez no hubiera fallado.
Fuimos
al Registro Civil y allí escribieron. Al final le preguntó
al empleado:
-¿Con esto ya estamos seguros, ya estamos casados?
-Sí, señor -dijo el empleado.
Él
ni siquiera esperó la noche. Dijo que tenía que llevar
los papeles a la ciudad y se fue. Pero antes me pidió los
setecientos setenta y cinco pesos que yo tenía debajo del
San Roque.
Pasaron
días y meses y ni señales.
Un
día fui hasta la ciudad, para cobrar mis mil pesos en el
Correo y allí me dijeron.
-¿Quién?
-Doroteo Mendoza.
-A ése ni lo conocemos.
Al
cabo el jefe de la Estación me explicó: se casó
para pedir la excepción y no hacer el servicio militar. Pero
yo tengo que seguir mintiendo, y cuando alguien me pregunta por
mi marido digo:
-Está de receptor del ejército. Tiene que andarse
escondiendo para que no lo pillen.
Pero
yo sé que es mentira. ¡Ah, si hubiera vivido el cochino
del Carmelo, si no se hubiera muerto como una va¬ca apestada!
Todo por su culpa.
¿Ahora qué hago yo, casada y sin libertad?
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