CASA
TOMADA
JULIO
CORTÁZAR
Villa
Crespo Digital
12
de octubre del 2014
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación
de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era
una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos
a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos
a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la
que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la
genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo
para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese
demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en
el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así,
tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y después lo destejía
en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la
canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose
a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al
centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía
con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho
Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo.
Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda
de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban
con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor
de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la
plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente
la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa
y a mí se me iban las horas viéndole las manos como
erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas
en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El
comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia
Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había
un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central,
al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la
casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central
daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por le
pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a
la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo
más estrecho que que llevaba a la cocina y al baño.
Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento
de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos
siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza,
pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe
a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles
de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé;
da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y
en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio,
eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner
al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar
la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba
a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca.
El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También
lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el
fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la
puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado
tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la
llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí
el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta
con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte
del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos
cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos
que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato
en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris;
a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos
habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos.
Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en
la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas
que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de
enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina
de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió
los primeros días) cerrábamos algún cajón
de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido
al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó
tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve
y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina
y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría
platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer
y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer.
Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir
a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas
de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos
en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces
Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No
da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos
un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún
sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a
poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida.
Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene
se los sueños y no de la garganta. Irene decía que
mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces
hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían
el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa
en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos
el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos
y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran
los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas
de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico.
La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina
y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos
a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna.
En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí
el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al
living, entonces la casa se ponía callada y a media luz,
hasta pisábamos más despacio para no molestarnos.
Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar
en alto voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento
sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina
a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella
tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera
de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando
los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta
de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo
donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice
correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás.
Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos
a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos
en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba
de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían
debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro
lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté
inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil
pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella
estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a
la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le
ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa
tomada.